en la austera habitación de un antiguo hotel neoyorkino una mujer desnuda y de perfil miraba a través de la ventana abierta qué estará mirando imaginemos que algunas nubes blancas se desprenden de ese cielo que las contiene hasta caer sobre el ebrio mar de la irrealidad como si fueran ángeles sedientos el viento apurado de la noche dispara su aire frío que la estremece con la desnuda sensación de sentir mojados los pies al cerrar la ventana un inesperado vértigo inclina su cabeza golpeando el vidrio donde se duplica la imagen deja pasar algunos segundos se viste con cierto cuidado y sale de todos los espejos de su habitación al bajar por esas escaleras se encuentra con una mujer que extrañamente se le parece quien sube pensativa como si alguien la estuviera esperando algo sorprendida intenta hablarle pero el ruido lejano de un presentimiento la detiene a dónde se irá es la pregunta que deja escapar como una bocanada de humo afuera el sospechoso vacío de la noche la recibe entre los fríos paréntesis de la callada vida mientras la luna se va perdiendo en la agreste lejanía donde desciende premeditadamente el olvido otra vez se desperdician los pasos del tiempo y la desolación de la muerte arroja sus cenizas a las veredas para que nadie vuelva a caminar sobre ellas una noche cualquiera de 1942 al llegar a la esquina donde está el bar Phillies observa que adentro hay cuatro personas y un gato que sólo ella ve allí la mujer pensativa busca establecer una conversación al lado de un señor que al entrar aún no se ha quitado el sombrero como si se conocieran como si la consoladora tregua del aire de los recuerdos los señalara discretamente la mujer desnuda y de perfil cree reconocer al señor del sombrero negro y pies grandes dice que se llama Edward Hopper es pintor y todas estas noches viene como si no estuviera
La señora salió del restaurante apurando sus pasos, como si tuviera más que una sobreactuada urgencia, una cita marcada con anticipación en su agenda bien estructurada. Antes dijo: -Hazme un favor Pepe, cóbrate, y el vuelto me lo das a la hora que regrese. Pepe asintió sin dejar de mirarle las piernas. Siendo el dueño hace de todo, atiende como buen anfitrión, cobra, conversa, es muy atento, y vuelve cuando el agitado cocinero sirve en las tres bandejas el menú esperado. -No nos han servido-se quejan otros comensales. En una esquina hacia el fondo, Pepe me dice mira… -Tengan paciencia, fíjense que somos dos. Veo que alguien levanta la cuchara y empieza el acelerado concierto de tomar la sopa caliente, mientras el otro con su plato servido y casi frío, ríe ante ruidosa manifestación de hambre. -Es lo mismo de siempre ¿no, Pepe? -Ni respira bien el blanquiñoso, mira como se atraganta… -Ya suéltalo, déjalo que coma tranquilo-dijo el buen Pepe. -Parecen esos niños desnutridos de aquel orfanato donde los platos tienen hueco en el medio. Pepe le arrojó una mirada caliente, agresiva, sin contemplaciones. El cocinero se fue directo a la cocina, tragándose sus propias palabras, donde en un rincón se establece el reloj antiguo, sucio y sin cucú sobre este frigider que aún le falta mantenimiento, porque hace poco las verduras cambiaron de sabor y color, como la carne va perdiendo su acostumbrado color rojizo. En pleno otoño hasta el viento cambia con autoritaria dirección, el manual de los buenos modales queda a un lado cuando el aparato digestivo avisa con insistencia que el hambre no acepta excusas, se oyen más cerca las quejas intestinales. No lejos en el tercer piso de un edificio mal pintado, oigo las agradables melodías de una música ecualizada que fluye ambiciosamente romántica, sale de aquel ventanal, todo el barrio la escucha, se deja oír complacida, y se va acercando como una presencia zigzagueante hacia el restaurante, y no la detiene ni el claxon reiterado y maniático de un maleducado chófer. -Oye Pedro, que me dices de tus soldados. -Aquí están en mi mochila, ¿quieres verlos? -No, déjalos en su cuartel, están concentrados. Pepe volvió a contar los nuevos billetes, los levantó hasta lo más alto de su desconfianza, y los depositó sin remilgos en la caja registradora. -Gracias-dijo por decir algo. Saliendo uno de los comensales guardó en su billetera una estampita de San Judas Tadeo que Pepe le había regalado, a raíz de una conversación laboral que sostuvieron días antes. -Voy a venir con mis amigos del trabajo-habló en voz alta. -Los espero-dijo Pepe sin el menor asomo de entusiasmo. -Oye Pedro, ¿cuéntame…? Pedro siguió tomando la sopa que no le gusta a su amiga Mafalda, pero se detuvo un instante, animado por un clima nostálgico que va subiendo de temperatura. -¿Qué hay Pedrito?-insistió su hermano Tito. -Nada hermano son los años, que quieres que te diga, me siento molido, a mis 77 años estoy fregado hermano, déjame comer, porque me duelen hasta las bisagras, con las justas muevo algo de mi cuerpo, si no sopeo me muero. -Tranquilo, yo preguntaba nomás-río sin gracia Tito. Pedro se pasó el pañuelo por la boca húmeda y grasienta. Se quiso poner de pie, pero un ligero mareo por falta de magnesio, y de higiene, lo hizo sentarse nuevamente. -Así no eras cuando afanabas a la Tongolele de Lince, esa zamba robusta que hacía guiños a todo el mundo, y al final se iba con nadie, rara la tipa. -Ah hermanito, es que tú no sabes… -Claro, lo dices por tu problemita con las bolas. -Precisamente me iba al bowling con ella. -Y después se iban al Country. -No, la acompañaba hasta la casa de su tía, donde se hospedaba, pero pasado un rato entraba por la ventana, para cantarle valses. -No me digas, ¿y la tía? -La tanteaba, esa noche se fue al teatro donde cantaba una que se parece mucho a María Callas, alta, de nariz larga y distinguida. -Como si estuviera anclada en esa moda sesentera. -Exacto. -Y la tía cuando regresó que pasó, cuéntame… -Fuga. -No te quedó otra-dijo Tito. -Flaco, imagínate esta escena…la tía entrando a la casa, despacito, subiendo la escalera mientras intentaba darle a la zamba un beso al vuelo con lenguazo de cortesía, la tía girando lentamente la perilla de la habitación de la sobrina, y yo tuve que volar Tito, crees que me iba a quedar parado mirando como se iba abriendo el asombro en la cara de la tía. -Pensar que llevabas a la zamba a cenar a buenos sitios, hasta dabas propina a los mozaicos, y ahora fíjate bien lo que son las cosas, ella en Nueva York, vieja, guapa aún según el dato que nos han dado, pero bien casada con el primo lejano de Dean Martin, y tú mi querido Pedrito que caminas como si te estuvieras cayendo en cámara lenta. -Ah flaco, tú siempre con tus ocurrencias… -Sabes Pedrito, con las justas llegué a pagar los recibos de luz y de agua, con mi pensión de jubilado apenas como dos veces al día, nada de lonche ni de cena. -Me pasa lo mismo, el Estado ni se acuerda de mí, y eso que vivo bastante cerca de Palacio de Gobierno. De rato en rato, Pepe los observaba, como si estuviera mirando a dos niños viejos sin saber que ambos apenas tienen siete años. El cocinero dejó caer a propósito el cuchillo, y luego la sartén, Pepe volteó y le espetó: -Concéntrate. Cuando regresó la mirada los vio extrañamente un poco más lejos, como si la distancia coludida con el paso del tiempo montara su propio escenario en aquella esquina de los recuerdos. -Don Pepe, cóbrese, estuvo rico el tacu-tacu. -Sí don Riquelme, la próxima le sirvo un poco más, y se lo adorno con un exquisito asado de tira. -Sale y vale-dijo el antiguo comensal, yéndose con ese andar tembleque de quien lleva arrastrando la pesada y larga cola de su prehistoria. -Amigo de mi viejo, de años-gritó como dirigiéndose hacia aquella esquina. Ellos dejaron correr tranquilamente el agua clorificada de esa expresión. Se sirvió un vaso lleno de cerveza, levantó el vaso a la altura del diafragma, enseguida dejó venir un recuerdo, tragó saliva, y luego otro tras otro, hasta que el paso apurado de una señora con ese taconeo intencional lo distrajo, vio como ella se acercaba hacia aquella mesa, pero desgraciadamente no pudo oír nada, de pronto se le taparon los oídos, aunque su curiosidad chismosa y su descontrolada respiración lo agitaban, se metió por instinto la mano al bolsillo, se acordó del vuelto. -¿Qué hacen mis niños?-dijo la señora del taconeo. -Nada mamá-dijeron a una sola voz. -Como que nada, sus caras me dicen otra cosa. -Es que…estábamos jugando a ser viejos. La mamá extrañada por semejante frase, y poniéndose las manos en la cintura les dijo: -Ya les he dicho que no se juega con el futuro-dijo con voz severa. -¿Por qué mami?-preguntaron sin mirarla. -Porque el futuro es cosa seria.
a Diane Lane por Bajo el Sol de Toscana es tu amor que no se evapora tan persistente como aquella luzque sale desde el fondo del mar asciende hasta expandirse como si su amor se derramara para ampliar los inquietos espacios de mi corazón donde se desquicia la intensidad y a veces se me caen los besoscuando apresuro la plenitud del amor bailamos una música que está dentro de nosotros y cuando se involucran los sonidos del almano sabemos qué hacer con la respiración