Genoma y feromonas: La trunca fellatio
Publicado en Sep 08, 2009
Aquella mañana de jueves (o viernes) de mediados de enero, Matías, el guitar hero, me vio más abatido de lo que esperaba y me dio el viejo consejo del ferretero antibalas.
Me dijo:-un clavo quita otro clavo, Inocencio. Consejo inútil, y en cuántos líos me metí por seguirlo. No hay consejo que dar. No hay nada que decir. Por aquellos días yo aún tenía mis viejos ojos, mi piel olía todavía a Isabel y ellas me miraban al pasar, insinuantes, abriéndome sus puertas a mundos posibles. Aquel jueves (o viernes), ya de tarde, llegaba al incipiente desastre de mi oficina el contador Javier, tan desesperado como el jinete apocalíptico a quien en un descuido le espantaron el llameante corcel; sí, el perfecto bipolar oscilante entre espasmos de pusilanimidad bajo cero y alaridos de magnificencia "hot-rod", con su cándida forma de ser un frustrado no asumido (fuente de toda su psicopatía potencial), con su bronceado de neblinas, sus convulsiones al reverendísimo pedo, sus medias rombo y chaleco a tono, con el alarde del fruto de sus rutinas de gimnasio vidriado y, sobre todo, con sus caretas de una felicidad que enumeraba hasta llegar a supuestas escenas de cenas románticas (en las que, usualmente, se terminaba quemando las bolas al fulgor de la misma vela que derribaba, por trémulo y pacato, al servir chablis en la copa de la damisela), seguía apareciendo de visita sólo por el motivo que yo sospechaba: me creía tan patético como él; y entonces venía a corroborarlo a mi oficina, no una, sino dos veces por semana. Cada vez que lo veía aparecer (para conferenciar, como siempre, acerca de una dicha que lo agobiaba, acaso esperando despertarme una envidia insana) su cara de roedor me producía una alegría comparable a la de la llegada de un acreedor indignado y fuertemente armado. Javier, claustrofóbico, fundamentalista antitabaco como muchos ex fumadores, me obligaba a abrir las ventanas abanicándose con los típicos aspavientos del enemigo de la nicotina, aleteando como murciélago corrector de números rojos. Pero aquel jueves (o viernes), aquel pobre roedor alado, el contador estaba desmembrado, y con trompa pucheril y con una charretera de caca de benteveo (o bichofeo) colgándole de su hombro desdichado, me contó (sin ahondar en detalles) cómo Celia lo había abandonado con alianza en mano (era comprensible). Si, y para cambiar de tema y evitar la malicia esperable de mi inquisición, agregó que, para colmo de males, en una intervención excesivamente onerosa (textual apreciación del contador), entraría a quirófano para ser operado de una hernia (acaso en esas mismas pelotas trémulas, pacatas y quemadas por el fulgor de la velada de copa y damisela). Dijo, acicalando su corbatín, que temía mucho a la anestesia, y más (era razonable) a ser desmembrado del todo, a perder el par. Sin darnos cuenta, hablando nomás de los palos en nuestras Ruedas de la Fortuna, mientras yo llenaba ceniceros y el contador se abanicaba a pura ala, se nos hizo sábado. Entonces, flamantes novios abandonados, solidarizados y con anchas solapas, nos tomamos unas mil cervezas en Casablanca (tráeme una fresca, Sam) como para a reírnos de nuestros malogrados destinos, ignorantes de la pena inenarrable que nos esperaba con sorna, sorda y sin soda. Y ya en el viejo Mentecato Pub pedimos tequila, otro tequila, mas otro y otro... ...y como poseídos por el espíritu desaforado de los mariachis muertos y por el ladrido desafinado de los chihuahuas vivos, disparando al aire y aullando fino buscábamos clavos que clavar para quitarnos aquellos mismos que jamás salen sin dolor. Habiendo bebido a hectolitros y habiendo encarando, obsesivamente, a absolutamente todas las presentes, también me salvé, por pelos, de ser masacrado a trompadas por los novios celosos enfundados en camisas a cuadros. En esas peripecias perdí de vista al imposible seductor y contador, mientras yo tampoco encontraba, en aquella noche, más flores que en las hebillas de una moda, siempre lobotomizada, que las imponía en aquel momento y en aquel lugar en el que se declaraba en bancarrota a mi dandismo de bicocas; porque allí, entre el humo, las luces y unos haces del láser que le seguían el ritmo a Primal Scream, también yo dejaba de ser indómito y bello. Creo recordar que después de todo aquello, luego de otro tequila, bailé cumbias girando con una boluda de volados y flor de hebilla que no sé si se me enojó por algún desatino dicho, o por haberle derramado ebrio, tal vez, mi cerveza en su rojo vestido de sábado... No recuerdo el motivo... Una chica de vestido al rojo vivo, enojada, era el último rastro de una conciencia que volvería recién al despertar, con la camisa rota y los jeans por el suelo, en aquel mismísimo departamento de calle Santiago del Estero en el que todavía rondaba el fantasma de ausencia isabelina. Desperté en aquel lugar en el que había vivido amor y desamor hacía sólo unas semanas atrás; desperté a una pesadilla que, desde aquella mañana, fue constante; desperté al insomnio, a los desayunos de Lucky Strikes y agua de grifo. Desperté flácido y una morocha, con el cabello tan confundido y entreverado como mi propio espíritu, me practicaba, de rodillas, una estéril fellatio. -¿Llorás por ella? -preguntó Vani, repasándose los labios. Ella ya lo sabía todo. (Las mujeres ya saben todo) Susurrando apenas, sollozando, le respondí: -lloro por mí. Vanina pidió un remís. La acompañé al palier y vomité en uno de los canteros. De regreso al dos ambientes, me tiré en la misma cama que todavía olía a Isabel. Malditas feromonas. Un gordo más que bala, una suerte de genio asexuado, mezcla de un Alfredo Casero calvo y mi tía Marta, se materializó al pie de la cama. Sin siquiera poder exclamar: "¡Dios mío! ¡es Buda!", me encogí espantado contra la cabecera. El Buda Gay me dijo:-Pregúntame, Inocencio, lo que quieras saber. ¿Cuál es el secreto de la vida? ¿Cuál es su sentido? ¿Hay algo después de la muerte? No. Sólo le pregunté lloriqueando: -¿Qué puedo hacer con Isabel? -Olvidala. -¿pero cómo? -olvidar no es verbo, es sólo tiempo. -¿entonces qué hago? Cuando el Buda Casero, luego de hacerme un corte de manga, se esfumó dejándome sólo la evidencia de mi caos agónico, volví a despertar llorando en la oscuridad de cara al cielorraso; volvía a la pesadilla de la vida ya sin luz (sin Isabel), perdiendo los ojos con qué mirar aquella foto en sepia a la que quemaría en un arrebato de pura cobardía. Desperté en un desierto ya sin ojos; en su lugar había sólo dos anodinos cuencos, sólo dos agujeros negros, dos torbellinos, conectados como embudos en directo, que anulaban todo presente y hacían de la memoria ama y señora de mi vida consciente. Tales des-ojos deshojaban margaritas y no hacían más que reflejar nuestros retratos de robots rotos sin la más absoluta realidad actual, con un brillo que aquellas imágenes nunca habían tenido en su momento original, imágenes que cobraban la cobarde rozagancia del amor a la distancia; y así, mirándolo todo sin inocencia con mis nuevos ojos huecos, con unos cuencos ansiosos por encandilarse, supe que se iniciaba la época de ser empujado por el patovica; supe así que la pista de baile ya estaba vacía y las luces prendidas. Supe que era mi hora de ir a llorar a la iglesia.
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Guillermo Capece
Anna Feuerberg
Besos
A
inocencio rex
tambien agradezco tus estrellas y te mando saludos
Anna Feuerberg
Fantástica narración llena de imaganes duras, disiertas, sin sosiego. Me encantó. Felicitaciones. Te dejo 4 estrellas.
Un abrazo,
Annita
inocencio rex
el libro... me esta dejando chiflado encontrarle estructura. de todos modos, apenas lo termine te aviso. necesitaré tu critica.
un abrazo enorme y siempre agradecido por tus comentarios
Gabriel F. Degraaff
inocencio rex
saludos
Delfy
Saludos
Delfy
Azulado
inocencio rex