Genoma y feromonas: Suceso de malograda nutica
Publicado en Nov 23, 2009
Dedicado a Guillermo Capece.
Aquel domingo nefasto en el que fuimos con Matías, Verónica y el contador Javier al Club Náutico Pirá Pitá, ni siquiera simulando parentescos célebres logramos instalarnos en uno de los mejores quinchos con parrilla, por eso debimos asarnos junto a los chorizos al sol. En aquel domingo, después de comer, vimos cómo el tractor con el que se enganchaban los trailers y se bajaban las lanchas al río por esa rampa asfaltada a un costado del muelle en el que nosotros ya tomábamos una cerveza, era conducido con negligencia supina por un energúmeno que, acaso impaciente o quizás un borracho de tintos, fermentaba sus sesos al sol; y fue por culpa de su apuro en las citadas maniobras que uno de los socios, luciendo blancos atavíos marinos y espléndido bronceado de final de verano, mientras se debatía entre sujetar el timón fotogénicamente y saludar a su prole, cayó desde la altura del trailer para recibir la entera longitud de la embarcación como fatídico sombrero, sí, para escándalo y horror en la totalidad de presentes. Cabe aclarar que, por fortuna, el socio sólo tuvo un par de raspones y un considerable julepe, cosas que de ningún modo evitaron que el tractorista fuese amenazado de muerte por el sector masculino del clan al que pertenecía la lancha accidentada, tampoco que más tarde fuese despedido, con justa causa, por las altas autoridades del club. Matías se pasó casi toda aquella tarde destacando lo ridículo de la corrida con la que fui a socorrer al frustrado navegante y que terminara por llevarme a poner, galante, mi hombro ignominioso a las lágrimas de la más impresionada (y menos agraciada) de sus hijas. -... te vimos correr como saeta, Inocencio, como si fueras el mismísimo señor Baywatch-. El contador Javier y Vero se me reían, y yo, que ya me iba acostumbrando a mi nuevo y peripatético carácter, disimulaba ojos huecos con unas Ray-Ban falsas, viejas y enclenques. Pero lo más penoso del domingo no pasó sino después de aquel suceso de malograda náutica, cuando el día se opacaba y ya despuntaba lila el atardecer; sentados en ronda alrededor del balde en el que transpiraba una Quilmes, planeábamos hacer, esa misma noche, un asadito con la excusa de inaugurar mi nuevo departamento (recién me mudaba para abandonar el dos ambientes aquel en el que había pasado amor y pesado el desamor); Matías se ofrecía de asador comprometiéndose a la tarea de conseguir buena carne, y a encender y atender el fuego; Verónica, como era previsible, haría las ensaladas (mixta y rusa); el contador Javier, preso de su pijotería proverbial, se internaba en elucubraciones acerca de las implicancias jurídico-contables del accidente del que habíamos sido testigos y así, de paso, evitaba comprometerse a poner un solo centavo para la velada. Luego de haber mantenido los ojos cerrados al sol que doraba y ya no hería, en silencio, mis tres amigos, con manos a modo de visera, volvieron a verme hecho la misma saeta que había sido sólo un rato antes; ésta vez, mi carrera era con los brazos abiertos. Mientras corría, creí oír a Verónica preguntar: -¿quien es esa?- Sentí la envidia del contador Javier pegárseme a la espalda alada, sentí que sus celos hacia la dicha ajena, aunque fuese la dicha de un amigo, aunque fuese la mía, roían su hipotético espíritu de contralor de números rojos, en aquella misma tarde en la que él hubiese deseado que su Celia, arrepentida de muerte y enterándose de su presencia en el muelle del Club Pirá Pitá lo fuese a buscar a él, asi como Isabel lo hacía conmigo en aquel preciso momento, dejando de lado todo orgullo y más, tragándoselo para rogar de rodillas que la perdonara y que la dejara volver a su lado. -¿esa es Isabel?- inquirió Verónica con un dejo despectivo; yo galopaba, volaba hacia la susodicha con mi pecho hecho un dínamo en revolución. Quizá mis amigos se dieron vuelta para permitirme, de espaldas, que el reencuentro con Isabel gozara un mínimo de intimidad y para que aquello tuviese más privacidad de la esperable en un lugar tan público y tan soleado como lo es un club náutico en pleno domingo de finales de verano, entre tanto niño chapoteando y jugando con inflable, entre tanta suegra foca echada a broncearse; me dieron la espalda y se apoyaron en la baranda del muelle, si, pero sólo hasta que esa andanada de abrazos, disculpas y teamos tan anhelados se lograran coronar en el beso irrepetible al que estarían atentos. Por eso Matías, Verónica y el contador Javier miraban al río por mirar hacia algún lugar, y eran Matías y Javier quienes ponderaban, como para hablar de algo, al mismo velero que manso se acercaba para atracar en el muelle: -¡cuanta categoría!- sentenció Matías. -ni hablar; ¿viste? hace vulgar a cualquiera de esas lanchitas-. le contestó Javier mientras yo ya no hacía pie volando hacia Isabel. -es de los veleros grandes ¿Cuán largo será? -y... entre quince y veinte metros de eslora -lanzó Javier al boleo, con su cara ensayada de contador que sabe de qué esta hablando, mientras Verónica los miraba a ambos como miran las mujeres a los hombres cuando éstos les parecen ser niños eternos: en silencio y con una sonrisa indulgente de la procesión que va por dentro; pero Vero, más pronto que ligero, ya había posado sus lindos ojitos celestes en el único tripulante visible de la flamante embarcación (que le había pasado olímpicamente desapercibida), e incluso llegó a sonrojarse cuando se encontró adivinando, como hipnotizada y sin poder despegar la mirada, las dimensiones ocultas en la "sunga" de quien con el torso terso y desnudo timoneaba el barco en la aproximación al muelle. -hola, Inocencio- me dijo secamente Isabel, anticipándose y frenando mi abrazo con una barrera invisible e invencible, consiguiendo enmudecerme con la mirada más fulminante que alguna vez me hubiese dedicado, con la cara más triste que yo alguna vez le hubiese visto ("puso cara de circunstancia" diría Matías más tarde, sólo para poder decir algo en el silencio atroz que retuvo aquel domingo sangriento). Antes de que yo reaccionara y de que un Matías boquiabierto le contestara el saludo, Isabel ya había subido al velero, alzada en brazos por el Adonis timonel en sunga quien, estrechándola contra su pecho terso y brillante en sudor, la abrazó para besarla ante mis ojos huecos. Yo, Inocencio III, al fin clamé al cielo pidiendo un bazooka a cambio de un nulo reino. Jamás creí que un velero se alejara tan rápido. Los soles se apagaron en eclipses y los espejos también; durmieron las aves y los rumiantes y los maquinistas de los trenes. La serpiente ya no se enroscó; todos los partidos terminaron sin goles, los políticos siguieron impunes. El lunes, charlatanes me vendieron cualquier baratija, firmé la escritura de mi terruño a los abogados. Ese fue el año en que perdió su rojo la sangre, y en el que suspendidas las primaveras, las chicas ya no pasaron por ninguna vereda.
Página 1 / 1
|
Guillermo Capece
ante todo mi gratitud por tu dedicatoria; no me lo esperaba, pero me inflo el ego, y no se si lo merezco. Solo lo acepto por saber que nadie te puso un revolver en la sien, sino que partio de tu corazon. Gracias, amigo.
Cuando uno piensa amorosamente en alguien, y sorpresivamente se encuentra que la vida es cambiante, la sangre "pierde lo rojo", y sentimos la crueldad no como una palabra sino como un desesperado sentimiento.
Pero seguramente, en tu novela, el tiempo lo cura todo, como suele decirse... o me equivoco?
inocencio rex
gabriel falconi
esta parte es la que mas me gusto
esta escrita con presicion claridad muy bien narradoas las sitruaciones los personajes el lugar
clarito clarito.... asi me gusta!!!!!!
delo mejor que te he leido
bravisimo!!!!
inocencio rex