Duerme la llama de la soledad; duerme como cada noche mi mundo, en el que pinto sombras que se desvanecen en la inmensidad del abismo que me me da sosiego y reposo. Llama vacía y silente, que espera el anhelo y el poder, llama viva y deseosa, de hacerse carne junto al verbo. En las soberanas mañanas frías de Junio, despierto quemándome; afiebrado y perdido, despierto relampageante y fugazmente aniquilado. Llamas, que van envolviéndome sobre mi almohada, mientras camino y vuelo. Fuego, como mi interior joven, como mis sienes que buscan la medicina universal, fuego que da vida y mata; blancos, azules; mantos sagrados sobre los que reposo, fuegos que me consumen y a la vez me regeneran; fuego que nadie apaga, fuego que va ahogándome, cual cascada sobre la que caigo cada vez que siento como si fuera humano. Fuego sutil e imperceptible, llama que gesta auroras sobre los atriles del infierno, que abrasan y abrigan, cuando las noches son más profundas. Fuegos internos los que me guían al insondable fondo del conocimiento, habré de dominarlo cuando calle el silencio; siempre soportando, siempre con la cruz sobre la espalda; fuego de ardores paganos y utopías ciegas; fuegos que lastiman y soportan el sufrimiento; llamas que iluminan mi descenso al cielo. Fuegos de la sabiduría; sus temperaturas son iguales a la soledad sobre la que duermo.