CONTEXTUALIDAD E IMAGINARIO EN LAS NOVELAS DE TERESA DE LA PARRA
Publicado en Jun 01, 2013
CONTEXTUALIDAD E IMAGINARIO EN LAS NOVELAS DE TERESA DE LA PARRA Dr. Carlos Narváez PARA LOS CRÉDITOS Portada: Carta de CARACAS©: Art Déco Teresacartadecaracas.blogspot.com - 1062 × 1495 Corrección y nota: Norge Sánchez (Cuba, 1958) A Mio Ya Moto Su Mahikari Oh Mi Kami Sama. A mis estudiantes, atentos y piadosos de la FaCE UC. A mis andares por la Llave del Golfo y a los pasillos de la Universidad de La Habana. A todos ellos, junto a mi devoción y cariño genuino. "¿Cómo se ha logrado una tal uniformidad del tono en medio de la batahola magnífica de los tonos españoles y franceses que le danzan en el oído? Su buen sentido -gran cuerda es usted Teresa-, la ha salvaguardado de adoptar dos o tres; el mismo le ha hecho evitar los tonos extraños a su raza. Al revés de nuestros afrancesados de Gualigaica o Puno ella sabe que ni el tono de Giraudoux, ni el de Valéry le servirían, entro en ella con la leche, con la guayaba, con la confitura criolla, con el sucedido del Cochocho". Gabriela Mistral. PRIMERAS PALABRAS. La obra de la escritora venezolana Teresa de la Parra (París, 1889- Madrid, 1936) –producida entre 1920 y 1936, bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1936) en Venezuela-, y en particular sus novelas Ifigenia (1924) y Las memorias de Mamá Blanca (1929), ha sido abordada por la crítica y los estudios literarios de muy diversa manera. En los últimos años, desde que se ha despertado un especial interés por la producción literaria femenina en América Latina, no han faltado los enfoques estéticos y estilísticos que se han ocupado de la producción narrativa de esta escritora. Sin embargo, muy poco se ha trabajado sobre el enfoque de género y la presencia de los variados recursos de la metaficción que afloran en sus textos a través de los distintos sistemas que los conforman, entre ellos, el papel del espacio íntimo en la ideología feminista y, probablemente con ese mismo interés, la concepción del narrador, dada por el carácter memorialista que tiene en ambas novelas. Denominamos “narrador memorialista” aquel que desarrolla el acto de narrar como quien conversa, confesando aspiraciones y frustraciones, todo su mundo interior. El presente trabajo se propone revelar, desde la perspectiva crítica de los estudios de género, la trascendencia del espacio íntimo de los personajes femeninos en las novelas de Teresa de la Parra. En tal sentido, nos basamos en la concepción del género como construcción histórica, social y cultural que determina la conducta de los sujetos dentro de la sociedad. En relación con esto, la metaficción, en las obras que se analizarán, está constituida por estrategias narratológicas mediante las cuales la autora desliza sutiles ideologemas sobre su visión de la mujer, que se develan, especialmente, en las características ideoestéticas del narrador femenino de sus ficciones, del cual depende el efecto que el texto suscita en el lector. En las ficciones de la novelista, la búsqueda del yo femenino se desenvuelve en el contexto de la producción colonial venezolana, y, como construcción ideológica de género, conserva el dominio masculino. El subalterno –en términos generales-, dentro de aquel sistema, no tenía historia, su voz quedaba reducida a los espacios domésticos y a las conversaciones triviales, o simplemente su palabra era distorsionada; el subalterno femenino –en particular- quedaba aun más profundadamente en la sombra. Desde el punto de vista sociocultural, la sociedad androcéntrica se basa en una estructuración binaria de la realidad. El vínculo binario adquiere una concreción lingüística en categorías que forman pares contradictorios: activo-pasivo, racional-irracional, público-privado, cultura-naturaleza, exterior-interior, objetividad-subjetividad, civilización-barbarie, entre otras. Esta dualidad categorial (en la que se debate el yo con la otredad) conduce a una división de espacios que se desprenden de una estructura ideológica jerárquica y simbólica de sus significados: el primer término del binomio corresponde a lo masculino, mientras que el segundo, a lo femenino. Esta “formación lingüístico-cultural” —determinada por la sociedad patriarcal— tradicionalmente le ha asignado un mayor valor a uno de los opuestos, a lo masculino. A finales del siglo XIX y en las primeras décadas del XX, en la sociedad venezolana -eminentemente rural, convencional- se dibujaban nítidamente estas polarizaciones socioculturales y constituían las bases de una dinámica que, de forma constante, actuaba redefiniendo lo propio y definiendo también simbólicamente los espacios para organizarlos ideológicamente de manera jerárquica. Todavía hoy, aunque en menor medida, el espacio público es el lugar del reconocimiento, de los grados de competencia que imponen un más o un menos, con especial valoración social, lo que supone alguna conexión con el poder. Este espacio de poder tiene que ser repartido a través de relaciones diversas y desiguales, lo que produce pactos interclasistas entre varones y conforma un sistema. Los individuos que acceden a este espacio público son pares e iguales entre sí y cuentan con un estatus superior. Son de hecho los sujetos del contrato social, y aunque no todos tienen poder, potencialmente pueden tenerlo, por lo que son percibidos como sujetos de poder o posibles candidatos a ello. Como contrapartida, si miramos el espacio privado o íntimo —lugar tradicionalmente asociado a las mujeres—, éste se muestra más interiorizado. En la época de Teresa de la Parra, no había formas de discernir objetivamente los distintos niveles de competencia entre las mujeres. Era, por tanto, el espacio de las indiscernibles dentro de una determinada clase social. De alguna manera, todas las mujeres podían ser valoradas puertas adentro, pero sin posibilidades de establecer pautas homologables que trascendieran los límites de lo que no era visto, por tanto no podían superar el ámbito de lo indiferenciado. Esta demarcación implicaba que las mujeres (cuya vida transcurría fundamentalmente en el hogar) pertenecían al espacio de las idénticas, donde no había nada sustantivo que repartir en cuanto a poder ni en relación con el prestigio o el reconocimiento, porque en este espacio —afirma Levi-Strauss (1985) — eran ellas las repartidas. Así, ideológicamente, las mujeres pertenecían al espacio de lo no-relevante, ya que eran vistas como lo genérico, en bloque. El espacio íntimo, desde el punto de vista social y psicológico, posee particular concreción en el hogar, antítesis de un ámbito de libertad. Confinadas al marco doméstico, a ellas se les imponían –como funciones “naturales”- las de ama casa, madre, esposa; en tanto que el trabajo fuera del hogar les estaba prohibido o era considerado como algo artificial, secundario; de este modo, estaban enajenadas de las labores socialmente productivas, que les hubieran permitido realizarse como persona. Todo lo anterior resume las esencias semánticas del universo narrativo de la novelista venezolana; en sus obras -a diferencia de otros autores, como Levi-Strauss (1985), por ejemplo, que recurren al ensayo para acercarse a este asunto- las polarizaciones y espacios mencionados encarnan en un material literario que refracta modos de vida, costumbres, posturas, sacrificios, fracasos y ensoñaciones de los seres humanos, en particular de las mujeres, a través de una voz narrativa (narrador-personaje) que se desdobla en otros personajes. Y detrás de todos, es posible adivinar el rostro de la autora. Su obra se anticipa al tratamiento que en etapas posteriores recibe el otro, construido discursivamente y que en la escritura femenina, generalmente, es la autoridad patriarcal o los discursos canónicos. A la vez, en sus textos se manifiesta, por medio de las imágenes, un enfrentamiento a las convenciones androcéntricas, a los códigos estereotipados de lo femenino y lo masculino. Podemos, por tanto, concluir que el estudio de la narrativa de Teresa de la Parra puede inscribirse perfectamente dentro de los marcos teóricos de lo femenino, sin pretender, claro está, que tales presupuestos agoten toda la complejidad de la obra literaria. Una vez llegados a las conceptualizaciones que permitan establecer parámetros operativos, nos deslizaremos hacia un espacio interior cerrado con celosías, para buscar otra perspectiva de la mirada de lo íntimo, la de las mujeres y otros subalternos, que por muchos siglos contemplaron la historia desde las rendijas, por los márgenes y los límites impuestos por los centros de poder. Carlos Narváez La Habana, diciembre de 2008/Bacanal, Valencia marzo de 2013. EL ESPEJO DE UNA ESCRITURA O CÓMO SE MIRA UN GÉNERO DESDE EL ESPACIO DE LA INTIMIDAD FEMENINA. La marca del género femenino es el dolor que el mito araucano traduce como la sanción impuesta a la madre que paría a una mujer. La simbolización de la hija como “el dolor más grande de la mujer-madre” contiene la idea de la desarticulación del género femenino. La hija no es la encarnación de la madre, como sucede con el poder masculino, que se construye con la encarnación del padre en el hijo a través del cuerpo de la mujer. La encarnación femenina será posible con la reconstrucción de la imagen de la mujer, basada en una práctica social diferente de la de su condición de objeto. El castigo, el dolor y la mujer conforman una trilogía con la cual se sustenta la inferioridad del género femenino y la sobrevaloración del masculino. Esa idea se encuentra en el imaginario tradicional mestizo: “en el parto, el varón viene con dos dolores, mientras que la mujer entra al mundo con tres, desgarrando las entrañas de la madre…”. Es interesante ver cómo el metabolismo del cuerpo femenino, condicionado por la naturaleza para la reproducción de la especie humana, ha sido interpretado como un castigo. La menstruación, concebida en estos términos, es la prueba de la sanción a una supuesta rebeldía primigenia de la mujer. Esto está bien ilustrado en un mito letuama[1] en que se evoca el poder original antes de su domesticación, cuando los hombres les roban las flautas, y las mujeres las recuperan porque ellos no las sabían tocar. Este y otros mitos son testimonio de los mecanismos utilizados para la justificación de la inferioridad de la mujer. De él se desprende que el ciclo menstrual es feo, sucio y recuerda la maldad de la mujer. Así se justifican, en estas sociedades del Amazonas, los encierros de las mujeres durante largos períodos y su exclusión de ciertas actividades de gran prestigio para el hombre, como lo son el desarrollo intelectual y las artes. Los argumentos de la dominación masculina parecen ser los mismos en todas partes, tanto entre los “primitivos” como entre los “salvajes” y los “civilizados”. En el mundo mestizo, el argumento de la inferioridad de la mujer tiene los mismos fundamentos que en el aborigen: el hombre-macho, el conquistador, perpetúa la aventura arquetípica de los héroes míticos aborígenes. Los cuentos y las leyendas mestizas son verdaderos instrumentos de propaganda y de promoción de la violencia sexual del macho y de la condición subalterna y de objeto de la hembra. El poder masculino se consolida con la reproducción y la paternidad. El control del cuerpo de la mujer es fundamental para la paternidad y es una de las principales causas de violencia masculina: encierros, maltratos, aniquilación de la mujer infiel. El fruto de la mujer sólo es reconocido dentro de la categoría de lo humano cuando un hombre se atribuye un poder de dominio sobre ella en virtud de su participación en la procreación. A partir de este caudal de imágenes que nos brinda la mitología aborigen, podemos constatar la importancia de los mitos, tradiciones como testimonios que permiten conocer la elaboración imaginaria a la cual han tenido que recurrir los hombres para legitimar la superioridad de la inferioridad misma. Por lo general, son los hombres los que cuentan estas historias, y las mujeres las repiten en medio de la rutina, del trabajo doméstico agotador, de los embarazos extenuantes, sin haber tenido tiempo para averiguar que tales relatos han representado un instrumento de subordinación contra ellas. Sin embargo, no se puede seguir pensando que las mujeres consienten la dominación ni que ellas comparten las representaciones encaminadas a producir su imagen de objeto. Decir que las mujeres aceptan su inferioridad permite descargar la responsabilidad en la víctima, que al final aparece como la única culpable de su opresión[2]. Las mujeres, a pesar de la domesticación social de la cual son objeto, admiten con dificultad la imagen que los hombres les han impuesto; por eso se revelan contra su condición de objeto y contra los roles impuestos a su sexo con el pretexto de su especificidad biológica. Ellas siempre han luchado por la igualdad, un sueño tan viejo como el mundo. Percibidas durante mucho tiempo sólo en relación con el varón, las mujeres han tenido que luchar por su derecho a elegir su propio destino. La sociedad les imponía un único camino, el matrimonio y la maternidad; así con frecuencia eran entregadas, desde la pubertad, a su amo y señor. La contracepción y el placer les estaban negados. Eran reducidas al orificio vaginal, vía para la reproducción y fuente de disfrute exclusivamente masculino. Este sitio de placer ha servido de motivo para legitimar todo tipo de violencia contra la mujer, y participar en la vida social de otra manera que como vehículo de reproducción ha tenido un alto costo para ella. A la mujer no se le ofrecen muchas opciones, y no es por convicción o por consentimiento calculado que educa a sus hijas para que se adecuen al modelo sociocultural impuesto. Para eso existe toda una maquinaria de terror que deberá funcionar sobre el alma y el cuerpo femeninos. En este sentido, las representaciones imaginarias cumplen un papel importante en el sometimiento de la mujer. Parasujetarla al espacio doméstico, se evoca, por ejemplo, a la bruja, se dice que en las calles sale “ el hombre malo”, “el borracho desnudo que se lleva a las niñas en un saco”, “el hombre con el rabo afuera que persigue a las niñas para matarlas”, “un desnudo que espera a las niñas a la salida de la escuela…”. Por otra parte, la niña está cercada hasta dentro de las cuatro paredes del hogar. Allí el maltrato, el insulto, el abuso sexual tienen pudor y se perpetúan en el silencio, la enfermedad y el trastorno de la víctima. El silencio, las lágrimas son la expresión de la impotencia física y social del mundo infantil femenino. La violación y el martirio de las niñas por el padre, el padrastro, el hermano, el abuelo, el tío, etc., es un tema prohibido que no tiene nombre, que no se evoca, que no se enuncia, porque a la víctima se le ha impuesto la vergüenza. A la madre se la hace responsable de la agresión de la cual es víctima la hija, y, para evitar la censura, prefiere silenciar el horror y vivir en el horror. La niña encarnará en su cuerpo mudo, mutilado, la vergüenza del acto criminal. Mientras tanto, los cuentos infantiles por lo general justifican el castigo de las niñas. La inseguridad, la dependencia, el miedo de la mujer ante la libertad se obtiene a base de represión. Con frecuencia se le recuerda a la madre que debe controlar a la niña, tiene que estar vigilante para no sufrir luego reproches por su mala conducta. La glorificación de la autoridad materna es celebrada en el imaginario tradicional cristiano a través de representaciones como la de María. El abuso sexual es una manifestación del autoritarismo masculino sustentado por los fantasmas alimentados y sostenidos por mitologías y religiones y ampliamente explotados por las ciencias humanas de la psicología de las profundidades, que postulan un supuesto deseo de violación propio del inconsciente femenino. El fantasma de la violación, que se les atribuye a las mujeres como parte constitutiva de la feminidad, es puro invento social, un fantasma de los hombres y sólo puede ser destruido por la lucha de las mujeres una vez que sean conscientes de la manipulación de la cual son objeto. Los mitos, cuentos y leyendas, en gran medida, han desempeñado un papel en la perpetuación del poder masculino, pues transmiten valores que reafirman el lugar subalterno de la mujer en la sociedad. Pero esto permanece oculto para muchos, porque con frecuencia tanto hombres como mujeres desconocen los mecanismos de la opresión de género: la violencia física, moral y también simbólica. Uno de los objetivos de los estudios de género, precisamente, es hacer visibles esas estrategias que pretenden eternizar la desigualdad entre los sexos. El término “género”, dentro de los estudios relativos a la mujer, ha tenido diversas interpretaciones, pero esta investigación se adscribirá al concepto expresado por Barbieri (1992) en la revista Isis Internacional,que remite a los sistemas de género-sexo -como conjunto de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores sociales que las sociedades elaboran a partir de la diferencia sexual anatómica-, a la reproducción de la especie humana y en general al relacionamiento entre las personas. Los términos de la pareja sexo-género con frecuencia se asumen como homólogos del par naturaleza-cultura. Sin embargo, conviene no confundir los planos. Al respecto es imprescindible tener en cuenta el fenómeno de la socialización, que tan importante papel cumple en el desarrollo de la vida. Como consecuencia de ese proceso, se ha impuesto una división sexual del trabajo que no es de base biológica, sino sociocultural; en correspondencia con ello, se ha establecido, asimismo, una estructuración de las actividades humanas mediante la separación de los espacios íntimo y público. Distanciándonos de las connotaciones que frecuentemente se han atribuido al espacio privado, en nuestra investigación lo entenderemos como el ámbito narrativo de expresión de la vida y del quehacer cotidiano y literario; como sitio de reconocimiento y prestigio de las mujeres, donde se supera la percepción indiferenciada de ellas, quienes dejan de aparecer idénticas e indiscernibles, intercambiables. Este es el espacio del hogar, que permite el ejercicio silente o anónimo de la libertad. No obstante, al estudiar el espacio en la obra de Teresa de la Parra, se debe tener en cuenta que, aunque parezca limitarse exteriormente al ámbito sentimental y confesional, establece conexiones hondas con las fuentes de nuestros complejos familiares e históricos: a través de dos heroínas que quieren probar su independencia, muestra los arquetipos que mueven desde abajo la psique del venezolano; asimismo la novelista deja escuchar el paso de la sociedad colonial a la nación independiente. Los géneros de lo íntimo -y en consecuencia la construcción de un espacio de la intimidad-, por ser más propios del ámbito privado, han estado más a la mano de la mujer. Los llamados géneros menores (las autobiografías, las memorias y los diarios) han sido redimensionados como alternativas de expresión al resignificarse su utilización; así sucede, por ejemplo, en la literatura escrita por latinoamericanas como Isabel Allende[3], Diamela Eltit, Diana Morán o Luisa Valenzuela.Por otra parte, la postmodernidad se caracteriza por preferir las miradas plurales, las heteroglosias, las estructuras fragmentarias, los pequeños relatos, en lugar de las grandes historias. Acerca de este asunto, los actuales estudios de género ofrecen una gran multiplicidad de aristas. En los imaginarios culturales, las reglas de convivencia no escritas, las experiencias de la maternidad, la sexualidad, la doble jornada pueden irradiarse en un sujeto hecho de escritura (personaje de papel) con ciertas señas que podrían reconocerse en la textualización de la experiencia creadora femenina. Se ha querido caracterizar la escritura femenina como menos simbólica y más apegada a lo anecdótico, menos elaborada que la de los hombres o menos ajustada al canon. En el caso de la escritura de Teresa de la Parra, otra de sus particularidades es la presencia constante de la amargura, la angustia, la impotencia y la desesperación. En algunas ocasiones, parece ser una literatura escrita con rabia o con miedo y apegada a la autocompasión. Los cánones literarios, como las prescripciones lingüísticas, han sido instituidos desde la cultura patriarcal, desde el poder masculino. Lo masculino, por tanto, se halla dentro de la concepción de lo no marcado. Lo femenino, por el contrario, se considera como lo marcado. La marca de género se sobrepondría, entonces, como especificidad. Si el texto que leemos no presenta indicios en el nivel de la enunciación que identifique a una autora, se suele pensar que se trata de un autor. Por otra parte, en los estudios literarios se habla genéricamente del autor, del narrador o del poeta, en masculino. En la práctica, las escritoras pueden decidir marcar o no sus textos desde el punto de vista del género; pueden preferir ser leídas como “autora” o como “autor”. Tal vez, en los textos de las mujeres que pretenden escribir como hombres, porque no marcan el género, se filtren, a pesar de ello, ciertos aspectos de su feminidad, pero, con habilidad, pueden hacerlos pasar inadvertidos. En realidad, la escritura femenina puede ser muy diversa: en ella se pueden encontrar narradores masculinos, cuyas experiencias podrían ser tanto de hombres como de mujeres –como en los relatos de la ecuatoriana María Eugenia Paz y Miño recogidos en El uso de la nada(1987)- o pueden aparecer narradores y personajes masculinos, con experiencias íntimas y paisajes psicológicos complejos, situados en lugares exóticos, sin dejar de lado la vivencia femenina de otros personajes (véase: Puig, en La posibilidad del odio, 1988). Por otra parte, los hombres, al igual que las mujeres, pueden asumir perspectivas femeninas en su escritura. Ejemplos de esto: Juegos bajo la luna(1994), de Carlos Noguera, yCartas cruzadas(1995), de Darío Jaramillo Agudelo, entre otros; en esos textos se construyen narradores convincentes que expresan sensiblemente esas especificidades de la experiencia femenina como sujeto social subordinado. Lo anterior significa que tanto las mujeres como los hombres tienen actualmente la posibilidad de elegir sus formas de escritura, así como orientarlas desde una perspectiva femenina o masculina, independientemente del sexo del autor. También los escritores homosexuales pueden decidir marcar o no sus textos con una visión homosexual. Desde el inconsciente del escritor pueden filtrarse sus experiencias, temores, prejuicios, etc. Estas marcas de la sexualidad podrían ser un ingrediente, pero no algo obvio en todos los textos. Claro está que las diferencias en los procesos vitales que experimentan ambos sexos pueden dejar huellas en la creación simbólica. Pero esto no debe servir de argumento para continuar acercándose a la producción de las mujeres desde la óptica de lo biológico. Se trata de descubrir, en la coherencia vital del individuo, estructuras interpretativas y transformadoras de la realidad que no son heredadas genéticamente, sino que adquieren un significado operativo por medio del nivel de instrucción y de la dinámica social (herencia social). De esta manera, se crea en los ambientes de escritura un espacio humano, constituido de una naturaleza humana, en el contexto de la variabilidad de las respuestas a las que se enfrentaron nuestros lejanos ancestros con la reducción del instinto. Lo anterior es una consecuencia inevitable de la capacidad psicosocial de los individuos para generar e integrar procesos en una totalidad vital; de este modo, el ser humano supera la coherencia biológica (el equilibrio entre el reino vegetal y animal) gracias a su dimensión neuro-sensorial, que le permite distanciarse de lo inmediato. Pero, al mismo tiempo, ese alejamiento le da la posibilidad de volver sobre las cosas con mayor precisión. LAS ESPECIFICIDADES DE LO FEMENINO. TTERESA DE LA PARRA Y EL IMPACTO DE LOS IMAGINARIOS DE SU TIEMPO SOBRE LA MUJER EN IFIGENIA Y LAS MEMORIAS DE MAMÁ BLANCA. Las frecuentes preguntas relativas a la existencia misma de una escritura femenina obligan a retomar el problema de las diferencias biológicas y culturales y su influencia en el plano de la escritura de las mujeres. Intentaremos ofrecer un panorama general, pues no es el objetivo de esta investigación discutir la multiplicidad de teorizaciones y de enfoques feministas sobre las diferencias sexuales y sobre la historia del dominio patriarcal. Cuando Simone de Beauvoir dio a la publicidad en 1947 El segundo sexo, le imprimió un nuevo curso al pensamiento en torno a la condición subalterna de las mujeres. Hasta entonces había prevalecido la tesis biologista para explicar las diferencias sociales entre los sexos. De Beauvoir, por el contrario, mostró cómo la cultura occidental se había provisto de discursos cuya finalidad no era otro sino la marginación de la mujer sobre una base cultural. Su crítica se dirigió también contra el psicoanálisis y, en particular, contra la teoría de Freud sobre la envidia del pene, según la cual la mujer era un hombre incompleto. Sin embargo, hoy día aún algunas feministas apelan a peculiaridades biológicas de la mujer para justificar que la escritura femenina existe, y que experiencias como la sexualidad, el embarazo, la maternidad marcan indeleblemente su producción cultural. Estas posturas surgen desde las posiciones extremistas y arbitrarias, que parecieran invertir los binomios tradicionalmente androcéntricos de femenino-malo, masculino-bueno para construirlos a la inversa, especularmente: femenino-bueno, masculino-malo. Para Cixous (1995) e Irigaray (1996), teóricas feministas centradas en el inconsciente, existe una escritura femenina que se crea con el cuerpo de la mujer, como resultado de una economía libidinal que decanta el placer del cuerpo y lo recrea en la escritura (Cixous,1995:58-61): …las mujeres son cuerpos, y lo son más que el hombre, incitado al éxito social, a la sublimación. Más cuerpo, por tanto más escritura. Un texto femenino no puede no ser más que subversivo: si se escribe, es trastornado, volcánica, la antigua costra inmobiliaria. En incesante desplazamiento… individualmente: al escribirse, la Mujer regresará a ese cuerpo que, como mínimo, lo confiscaron; ese cuerpo que convirtieron en el inquietante extraño del lugar, el enfermo o el muerto, y que, con tanta frecuencia, es el mal amigo, causa y lugar de las inhibiciones. Censurar el cuerpo es censurar de paso, el aliento, la palabra. Escribir, acto, que no sólo “realizará” la relación des-censurada de la mujer con su sexualidad, con su ser-mujer, devolviéndole el acceso a sus propias fuerzas, sino que le restituirá sus bienes, sus placeres, sus órganos, sus inmensos territorios corporales cerrados y precintados… Este discurso poético y discontinuo de Cixous, que se rehúsa a ser parte de los cánones feministas denominados de la racionalidad falogocéntrica, indica que algunos poetas –como Shakespeare- han sido capaces de metamorfosearse, adoptando en sus textos una voz narrativa femenina, porque pudieron imaginar que la mujer se resistiera a la opresión y se constituyera en sujeto magnífico, semejante, por tanto, imposible. Esto es sólo dable a determinados escritores: “Los poetas: porque la poesía consiste únicamente en sacar fuerzas del inconsciente, y el inconsciente, la otra región sin límites es el lugar donde sobreviven los reprimidos: las mujeres, o como diría Hoffmann, las hadas” (p.63). En la teoría de Cixous, lo femenino y lo masculino no se asocian con el hombre o la mujer concretos. Lo femenino es lo subversivo, lo generoso, el fluir discontinuo, que no reprime las diferencias, lo múltiple y lo heterogéneo. Lo masculino se asocia con el discurso dominante, castrador, homogéneo, falogocéntrico y monocéntrico, pero tiene como asidero común los mismos criterios binarios con que se ha construido la diferencia sexual en Occidente[4]. Richard (1989) prefiere la postura de Julia Kristeva, según la cual hay dos instancias formativas independientes del sexo: la semiótica (pulsional, femenina-materna) y la simbólica (normativa, masculina-paterna). La mujer está situada en la primera, que se relaciona con el goce y el cuerpo. La tensión entre estas dos instancias marca fisuras en el lenguaje. La instancia semiótica, más asociada con lo femenino, se vincula con la trasgresión y con lo antisocial de la pulsión erótica, y la instancia simbólica se identifica con la estructuración de la lógica social. Lo masculino y lo femenino, así comprendidos, no corresponden linealmente a hombre y mujer (Richard, G1989: 35): Ambas fuerzas coactúan en cada proceso de subjetivación creativa: es el predominio de una fuerza sobre la otra la que polariza la escritura sea en términos masculinos (cuando se impone la norma estabilizante) sea en términos femeninos (cuando prevalece el vértigo desestructurador) Más que de escritura femenina -de acuerdo con Richard- convendría entonces hablar -cualquiera sea el sexo del sujeto que firma el texto- de una feminización de la escritura, que se produce cada vez que una poética o una erótica del signo rebasan el marco de retención/contención de la significación masculina con sus excedentes rebeldes (cuerpo, libido, goce, heterogeneidad, multiplicidad, etc.), para desregular la tesis del discurso mayoritario (p.35). Como se observa, aunque “desbiologizada” -por estar situada en el plano del lenguaje y no en el de la anatomía-, esta teorización no dista mucho de las propuestas de Cixous (1995), aun menos cuando ve el cuerpo femenino como: “la primera superficie a reconquistar (a descolonizar) mediante una autoerótica femenina de la letra y la página” (Richard:1989,p. 40). En verdad, el problema de lo femenino y lo masculino se ha complejizado muchísimo; ambas son construcciones multidiversas en las que se entrecruzan elementos biológicos, culturales, conscientes e inconscientes muy difíciles de despejar, ninguno de los cuales puede ser desestimado a priori. Precisamente, desde este punto de vista, la obra de Teresa de la Parra resulta particularmente interesante. Ella vivió en una época que -aunque dominada en lo político por la dictadura de Juan Vicente Gómez- se caracterizó por el tránsito a una república más civil. En ese momento histórico se fraguaron cambios profundos en las mentalidades, que debían ser narrados para que se hicieran perceptibles. Para reflejar ese mundo, de la Parra se vale de una ironía sublimada, sutil; hace uso de la parodia y del sentido del humor que nos es peculiar. Observamos en su novelística un repertorio de personajes venezolanos que encarnan nuestros complejos y formas de ser: el Idealista que posee una ilustración especular (primo Juancho, en Ifigenia; el alzado nuestro, el pintoresco jardinero Vicente Cochocho (en Las memorias de Mamá Blanca); Daniel Mendoza, administrador de la finca “Piedra Azul”, versión paródica del corrupto. Este último personaje es muy significativo en cuanto al cuadro de la sociedad que se está dibujando. Cuando el patrón Don Juan Manuel (Las memorias…) despide a Daniel, las vacas se niegan a dar leche si no es él quien les cante. Se percibe aquí una fuerte ironía: esta república de las vacas, ¿no es una imagen de la Venezuela que necesita un administrador corrupto que la arrulle y le diga lo que ella quiere oír? Evidentemente, esta hacienda de la ficción va más allá de una evocación de la autora respecto de su infancia. En cuanto al plano linguoestilístico, las novelas de Teresa de la Parra presentan un amplio uso de diferentes recursos –como los que pone en voz del personaje María Eugenia Alonso,en Ifigenia-; así, son frecuentes, entre otros: concatenaciones metafóricas, paralelismos, personificaciones, alusiones y otras figuras literarias. Todo lo que ocurre en Ifigenia es a puertas cerradas, en el espacio múltiple y complejo de lo íntimo; para que trascendiera el marco costumbrista de la época, tan recurrente en las narraciones de esos años, la autora supo valerse del arsenal retórico y de los procedimientos figurativos pertinentes para captar lo fantástico, lo fatal y lo numinoso dentro de lo ordinario. Hizo de los rostros de nuestros parientes máscaras; de sus debilidades, epítetos; de sus extravagancias, atributos; de nuestros muertos, guías espirituales. No nos referimos a alegorías que racionalizan el mito, sino a las alegorías que disipan o disuelven las nociones habituales de los seres y las cosas y devuelven cada elemento a su naturaleza primigenia. En Ifigenia, los cocoteros de la playa, los techos rojos de la casas, el jazminero, el armario de media luna, la ventana de la sala, una rama de acacia o de bellísima, el rojo “Guerlain”, las esmeraldas de la Abuela, la “toca de viuda”, el reloj de la Catedral, el anillo de Leal, el baúl de tío Enrique, el mueble “oriental” de Mercedes, los anteojos de carey y la almohada de Abuelita, y hasta la risa de Gregoria se animan y llevan una existencia propia, como silenciosos actores de reparto, dotados de una oscura actuación o misión. Pero es en los retratos de estos personajes donde mejor se ve cómo cada elemento cobra cierta independencia: los ojos o las manos, una prenda de vestir, una manera de andar, unos zapatos, un tono de voz empiezan de pronto a vivir su propio drama y, sin pasar por la ficción del personaje psicológico, enlazan directamente con el conflicto interior de la protagonista. Cuanto menos intensidad psicológica presentan los personajes, más psíquico se vuelve lo narrado; esa manera paródica de contar le va quitando el peso literal a los hechos, dejando sólo su vivencia psíquica, restándole trivialidad a la trama: Para poder disimular y contener las lágrimas empecé por bajar los ojos y clavarlos en el suelo. Allí, me di a contemplar fijos sobre el mosaico los zapatos de Abuelita, tía Clara y tío Pancho. No sé por qué me pareció que aquellos zapatos tenían una fisonomía especial y que con ella me estaban mirando. Es muy curioso el observar, Cristina, cómo en los momentos de mi crisisaguda los objetos que nos rodean se animan de vida. (Obra Escogida. I,p.65). Cristina Iturbe, su condiscípula, será la vía que necesita María Eugenia para lograr su perfección, la encarnación del saber, la aplicación y la pulcritud como icono: “…así, poco a poco,imitando los detalles acabé por imitar el conjunto, y andando por el camino de laforma, llegué al objetivo del fondo” (Obra Escogida. II, p. 202). Cristina es una forma y una figura ideal, especie de alter-ego, y esto es lo que patentiza la novela y no la trama de sus relaciones personales. La infancia de María Eugenia Alonso, al igual que la de Cristina, queda reducida a un cuento, es decir, a lo conveniente; además, esta figura es su interlocutor por excelencia, germen de la novela y fuente de su decepción: Nosotras, junto con las Madres, el Capellán del Colegio, las doce Hijas de María, los Santos del año Cristiano, el incienso, las casullas y los reclinatorios, pertenecíamos al otro bando. En realidad yo nunca tuve verdadero entusiasmo de partido. Aquel malvado “mundo” tan aborrecido y despreciado por las Madres, a pesar de su vil inferioridad, aparecía siempre ante mis ojos deslumbrante y lleno de prestigio (Obra Escogida. II. p. 31). En Ifigenia lo narrado en relación con Cristina no tiene mayor trascendencia para la anécdota. La autora, de alguna manera, pretende hacernos creer que es una historia sobre la amistad entre las colegialas; pero el meollo estriba en la vergüenza de María Eugenia Alonso al fingir que es una señorita bien y ejemplar. Sin duda, la presencia de Cristina representa ese gusto que da la independencia del conocimiento, que le permite alejarse de lo salvaje e iletrado: Según creo, esta gran armonía estaba basada no tanto en un sentimiento de mutua generosidad como aquella influencia poderosa que, desde el primer momento Cristina ejerció sobre mí. Yo continuaba imitándola en todo, la consultaba siempre, seguía sus consejos, y creía firmemente en sus opiniones (Obra Escogida.II, p. 202). El conocimiento y el lenguaje de Cristina se hacen puente hacia una sabiduría suprema, casi mística. Sin percatarse, María Eugenia Alonso entra a la dimensión de lo espiritual: Sin saber cómo, ni por qué, fue del seno de su frialdad de donde vi surgir por vez primera, el chispazo deslumbrador de la ciencia, de la misma ciencia que hasta entonces, bajo la voz de las institutrices, sólo había logrado envolver mi espíritu entre las tinieblas profundas del hastío (Obra Escogida. II, p. 200). Estos rasgos de Cristina influyen en la personalidad de la heroína y en su evolución final. María Eugenia idealiza a su amiga y, mediante el uso de metáforas, la presenta como un ídolo. Aunque surja la decepción por la condiscípula cuando le responda la carta, de alguna manera desengaña al lector porque la autora la ha personificado como voz en su escritura: Yo, en plena observación, muda e inmóvil sobre la altura de mi asiento, con los dos pies cruzados en el aire, no sabía que admirar más, si el orden, o si la sabiduría, razón por la cual, mis ojos deslumbrados, iban sin cesar de los libros a la pizarra y de la pizarra a los libros. Pero generalmente, era la pizarra quien conseguía absorber al fin toda mi admiración. Y es que la blanca mano había tomado ya la creta, y se había puesto a escribir en líneas derechísimas, con letras o números firmes y puntiagudos, mil cosas profundas, incomprensibles y llenas de misterio… (Obra Escogida. I, p. 200). Toda esta idealización basada en la pureza, la inteligencia o la superioridad, convierten a Cristina en la personificación del impulso necesario para que María Eugenia evolucione, a través de esa visión metafórica, hacia la independencia del conocimiento. Cristina representa un lugar sublime para la liberación del pensamiento y para la aceptación del desengaño, es decir, para la viabilidad de una formulación de identidad en estas criaturas que supera la imagen maniquea y patriarcal que nos delineaban el imaginario de los años veinte y la novelística correspondiente. Todo novelista que se precie de serlo, más que hacer hablar a sus personajes, debe escucharlos y espiarlos mientras actúan, para llegar a comprender la psicología de ellos como voces en la escritura (como entes de papel) y la dinámica social en que se mueven. Este proceso lo observamos en la heroína de Ifigenia, ya que, por lo que oye, María Eugenia Alonso empieza a discernir quiénes son los diversos personajes; ella parece conocerlos en la medida en que los oye hablar de sí mismos, a través de la puesta en escena de las palabras en los conversaciones cotidianas, pues el discurso traduce acciones del pensamiento. La heroína parafrasea, imita y matiza las palabras de todos, como en este caso, cuando se refiere al habla de abuelita: “Aquí exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa y continuó diciendo con la voz de queja hecha ya un lamento conmovedor” (Obra Escogida. I. p. 83). Cada personaje posee su propio estilo de hablar, que lo delata; María Eugeniaregistra esos detalles y deriva de ellos interpretaciones que introduce en amplias anotaciones, como se observa en este pasaje referido a Leal: “su conversación estuvo de acuerdo con su figura” (Obra Escogida. I. p. 256). En todas las obras, en especial en Ifigenia, el habla no sólo evidencia emociones –las indignaciones o rabietas momentáneas de Abuelita o tía Clara, lo bucólico del temperamento de Mercedes-, sino manifiesta los rasgos permanentes del carácter que configuran el aspecto moral de los personajes: abuelita es tan altiva y conservadora como su memoria genealógica; Mercedes Galindo, tan mundana como su diván turco o su abanico; las sentencias trágicas de María Antonia son tan pesadas como ella. A la vez, las peculiaridades del habla se integran –junto con algunos atributos físicos- en un continuum caracterizador de los sujetos; por ejemplo, la sobriedad del elegante vestido negro pasado de moda o de la cadena de Abuelita parecerse prolongarse en su discurso, y la conversación de Mercedes comparte la fragilidad ondulante de la decoración de su “boudoir.” Una lectura cuidadosa de esta novela permite descubrir las múltiples sugerencias de que se cargan las palabras, más allá de su valor denotativo. Así, el traje de “trusso” de tío Pancho no es más distinguido que el de dril blanco de Eduardo; pero al origen extranjero del primer vocablo se le adiciona la idea del prestigio en el vestir de los Alonso, del cosmopolitismo de Pancho; al mismo tiempo, el habla paradójica de este apunta hacia su prodigalidad, elegancia y también a la ruina de su linaje, insinuada por su carro viejo y deteriorado. De esta forma, se logra un calado más hondo en el retrato de un personaje mediante su lenguaje emblemático, sin que se evada la intención realista. A partir de las características de su discurso, estos personajes existen como máscaras; así, Abuelita evoca, tío Pancho dice disparates, Gabriel adula, Eduardo ganguea y Leal ordena. Son entes de ficción, y sus palabras son parte de sus máscaras; cada discurso posee un rostro, por ello, los personajes se caricaturizan. Se muestran con todas sus rarezas, con sus tics verbales, sus ademanes y gestos propios, con su manera de vestir o caminar; esto los asocia con la construcción de tipos sociales o psicológicos. Pero Teresa de la Parra no los reduce a tal condición; todos están profundamente individualizados: tía Clara no es una solterona ni Mercedes Galindo una mujer perdida, tampoco Pancho es un simple charlatán ni Vicente Cochocho un típico alzado; todos ellos responden al alma de las heroínas -tema mayor en las novelas- y a la facultad de estas para potenciar la perspectiva del mundo ficticio desde el espacio de intimidad por ellas creado. El anacronismo lingüístico de los personajes ayuda a fijar en el pasado una situación, un sentimiento o una actitud; y, gracias al tratamiento irónico y paródico de todo el texto novelesco, esas expresiones anacrónicas provenientes de la época colonial sirven asimismo para trasladar el pasado hasta el presente. Por ello, las frases de Abuelita y Gregoria se hacen intemporales y eternas. La familia, en Ifigenia, es más que una unidad social, va mucho más allá que el retrato de una clase. La familia es una metáfora que se prolonga y se proyecta en el tiempo y en el espacio a través de su genealogía, desbordando los lazos de sangre para entroncar con los fundamentos del carácter y la fantasía: todos los rasgos familiares alcanzan una autonomía y viven por sí mismos, predestinados: la herencia de San Nicolás pasó, de hecho concreto, a ser un destino: ¡Ah! Papá ¡pobre papá!... Mientras esto le cuento a mi amiga Cristina, allá, en las suaves visiones de mi mente, ha pasado un instante la indulgencia de tu rostro, florecida por la indulgencia aprobadora de tu sonrisa… ¡y cómo la reconozco!...Sí; ¡mal podían enojarte! ¡Aquellos días fugaces en que tu espíritu pródigo y jovial pareció renacer por un momento en mi alma, eran la única herencia que debías legarme!... (Obra Escogida. I. p. 37). María Eugenia pierde la herencia de su padre, pero no ese otro legado: la rabia o braveza que le viene de la familia Aguirre; no sólo el milagroso rojo “Guerlain” la metamorfosea en una de las mujeres de papá, también la tristeza pasa intacta del tío Enrique a la sobrina y a sus descendientes. En el decurso de la novela se insiste en la continuidad abierta que tienen los hechos hacia el futuro. En Ifigenia y Las memorias de Mamá Blanca, los imaginarios del patriarcado parecen dominar; pero, contrariamente, las estrategias textuales los subvierten, al instaurar una perspectiva, un “logos”, una capacidad creadora y una mirada de autorreconocimiento de signo femenino, recursos que se impondrán a lo largo de estas dos historias. EL SACRIFICIO COMO ENCIERRO SIBÓLICO O LA VISIÓN CRÍTICA DE UNA SOCIEDAD CRIOLLA. La opresión y la represión sufridas en la vida real conducen, con frecuencia, a la introspección y a “rarezas” de comportamiento. Al parecer, esta es la situación vivida por Teresa de la Parra, de acuerdo con lo expuesto por Palacios (2006) en su biografía de la novelista. La enajenación como liberación es un tema que ha movido el imaginario cultural y ha sido objeto de innumerables investigaciones científicas, asimismo ha encontrado espacio en los análisis literarios (Freud, 1914). Definirse como mujer escritora, con una visión que surgiera desde dentro y se opusiera a la imagen “estereotipada”, es decir, mostrarse superior y sublime a través de renunciamientos y sacrificios implicó automáticamente, durante mucho tiempo, una marginación. Escritoras latinoamericanas como Bombal (1938): La amortajada; Lispector (1943): Og; Allende (1997): La casa de los espíritus, y la misma de la Parra, en los textos que estamos analizando, entre otras, han expresado en la narrativa este sufrimiento, partiendo de su campo experiencial –aunque, en verdad, en algunas ocasiones sus criaturas de ficción no logran ir más allá de esa vivencia-. El problema más persistente de la mujer ha sido descubrirse una identidad no limitada por los usos y costumbres ni definida por la relación con un hombre. Curiosamente, tal búsqueda de identidad ha tenido menos éxito en el mundo de la ficción que fuera de él: … a mí no se me había ocurrido todavía pensar que yo era lo que puede llamarse una persona independiente, más o menos dueña de su cuerpo y de sus actos. Hasta entonces me había considerado algo así como un objeto que las personas se pasan, se prestan, o se venden unas a otras…bueno lo que he vuelto a ser ahora y lo que somos en general y desgraciadamente las señoritas “bien” (Ifigenia,p. 12). Al mismo tiempo, estas escritoras latinoamericanas han dado amplio testimonio de las limitaciones y restricciones que esa sociedad patriarcal ha impuesto en general sobre la mujer. De diferentes maneras y con diferente intensidad, la escritora latinoamericana ha asumido los temas fundamentales del universo femenino. La relectura de textos que han quedado en el pasado contribuye, muchas veces, a descifrar los modos de vida en cada época. En el caso de las novelas de Teresa de la Parra, esto cobra mayor intensidad, por cuanto nos proveen con un excelente material al respecto. La visión letárgica de Caracas que la escritora nos da se inserta en el panorama general del país. Es importante recordar que los primeros treinta años del siglo XX están dominados por la dictadura de Juan Vicente Gómez, oscuro período en que la nación vive abstraída del mundo, sin voz y sin polémica. Durante esos veintisiete años de oscurantismo (1908-1935), el país, al decir de Picón-Salas (1953: 309): “…se asfixia como bajo una compresora y enorme campana neumática. Nada puede volar ni expresarse en este como desierto lunar, sin atmósfera. Aquí no hay interés por conocer, aprender ni renovar nada.”Se trata de un medio que reproduce las formas de dependencia del colonialismo. Tal sociedad, cerrada, jerárquica y despótica, ofrece pocas iluminaciones en el plano general y, menos aun, en el ámbito ocupado por la mujer. No es extraño entonces que, al aparecer Teresa de la Parra en la vida literaria venezolana, la situación de la mujer esté más cerca del pasado colonial. La escritora, criolla aristócrata, vive entre lo americano colonial y lo europeo, de donde parecen venirle los ímpetus renovadores. Ella refleja en su obra algunos aspectos idealizados o solapados de su vida; se refiere a lugares geográficamente ubicables, con su itinerario de viajes; y, por otro lado, pone de manifiesto las agudas contradicciones de la historia política de Venezuela -un país que se desmorona-, de una sociedad que entra en la etapa final de su deterioro. La producción novelesca de la escritora no calza dentro de las características generales del relato hispanoamericano de tal etapa (1920-1930). En este período, prevalecen las novelas cuyo culto a los grandes mitos telúricos y geográficos anula el perfilamiento de conflictos que se suscitan en las relaciones interpersonales o en el contexto del ser humano enfrentado consigo mismo. De ahí que el libro de la venezolana sea rara avis en el conjunto. De la Parra hurga en otra parcela de la realidad: la intimidad de la mujer criolla. Al hacerlo, se erige como precursora de una modalidad de acento intimista que habría de tener seguidoras no sólo dentro de Venezuela, sino también en otros países hispanoamericanos, tales como: María Luisa Bombal, Inés Echeverría Bello, Gabriela Mistral y Teresa Wilms Monti, en Chile; Carmen Gándara y Alfonsina Storni, en Argentina; Carmen Lira, Yolanda Oreamuno, en Costa Rica; y Dulce María Loynaz, en Cuba, entre otras. Es precisamente ese aspecto el más destacado por la crítica al referirse a la escritora venezolana, ya que anuncia el advenimiento de una novelística femenina, que dará sus frutos más tarde en la Argentina, en Chile y en México. Hay, en la obra de esta autora, conciencia y preocupación por la experiencia de la mujer, por su confinamiento a un mundo estrecho, por su falta de participación en la totalidad de la experiencia humana. Es ése el aspecto que nos interesa destacar, y para ello nos concentraremos en su primera novela, Ifigenia (1924). No hay en toda la obra personaje que responda al nombre que le da título. Es simplemente representativo de la tragedia final de la protagonista, cuyo nombre es María Eugenia Alonso. Huérfana de dieciocho años y ya completada su educación en Europa, la joven regresa a Caracas para vivir en la casa familiar con su abuela y tía Clara. María Eugenia es casi una entidad simbólica, que recoge y expresa la tragedia social y económica de las mujeres hispanoamericanas de comienzos de siglo, imagen que denuncia la asfixiante realidad de ellas. La protagonista representa, para Teresa de la Parra: “…una copia de varios tipos de mujer que había visto muy de cerca sufrir en silencio y cuyo verdadero fondo me interesaba descubrir, hacer hablar, como protesta contra la presión del medio ambiente” (Obra Escogida, 1984, p. 930) El motivo generador del acontecimiento es la insatisfacción que produce en la protagonista el mundo al que se enfrenta, ese sentimiento se traduce en rebeldía, desde el ámbito de la intimidad, y también en el fastidio, que la impulsa a escribir una larga carta, primero, y un diario íntimo, después. El desarrollo está ordenado en tres momentos representativos de la relación personaje-ambiente. El primer momento: una carta muy larga -donde las cosas se cuentan como en las novelas- que María Eugenia escribe a una amiga lejana. En ella aparece la visión del espacio físico y social en que se ubicará el acontecimiento. La segunda parte, “El balcón de Julieta”, incluye el momento de plena rebeldía, cuando como observadora María Eugenia profiere con furor su crítica a lo que se pretende imponer. Al término de este momento narrativo, se anticipa la tragedia final: Gabriel Olmedo, el hombre de quien se ha enamorado, prefiere el dinero al amor, y la joven camina sola -cual nueva Ifigenia- hacia el puerto de Aulide, donde se consumará el sacrificio final. El núcleo de este momento del desarrollo es el vencimiento de la protagonista. En todo caso, la insatisfacción que María Eugenia siente la lleva a considerar todos aquellos aspectos de la realidad que contribuyen a formar la atmósfera opresiva que rodea a la mujer. En esta época – finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX- la mujer carece de autonomía sobre su persona, transita de una protección a otra, viviendo siempre bajo la tutela de alguien que ejerce sobre ella diferentes formas de poder. María Eugenia experimenta una mínima forma de libertad cuando pasa una breve temporada en París, en su viaje de regreso a Venezuela. Pero es la dependencia económica, esa forma de maldición ancestral que pesa sobre la mujer, la que, en todo su horror, se le aparece a la protagonista de Ifigenia cuando se entera de la ruina económica de su padre: Con mis ojos espantados… seguí… contemplando interiormente la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza!... ¿Comprendes bien, Cristina, todo lo que esto significaba?... Era la independencia completa con todo su cortejo de humillaciones y dolores (Ifigenia, p. 56). La joven inicia así su duro camino de sacrificio, limitada y sometida a la voluntad de otros; debe ahora enfrentar la carencia económica armada sólo con la reserva de su belleza física[5]. El valor de tal atributo es revelado a ella por la abuela, quien le manifiesta, a manera de consuelo por su falta de dinero: “…eres bonita, distinguida, estás bien educada, perteneces a lo mejor de Caracas… ¡harás sin duda un buenmatrimonio!...(Ifigenia, p.76); este punto de vista es corroborado por tío Pancho,quien le dice: “_¡Nunca es pobre una mujer, cuando es tan linda como eres tú, María Eugenia!” (Ifigenia,p. 96). La seguridad y el cinismo de tales afirmaciones no hacen sino reforzar la idea de la mujer mercancía, de objeto, previamente enunciada por la protagonista. El mensaje consiste en que, cuanto más hermosa es la mujer, más posibilidades tiene de encontrar un buen comprador. La belleza es su protección, y, por lo tanto, ese atributo se cultiva y se exalta. De ahí que lo que podríamos considerar el narcisismo y la vanidad de María Eugenia Alonso, no sean sólo producto de sus años juveniles, sino de internalizar la idea de que la belleza es también la única defensa y el arma de que dispone para ser valorada. Más tarde, cómplice ya del juego y con su voluntad en proceso de total vencimiento, la joven acepta sentarse a la ventana en el salón de la casa de la abuela para atraer a posibles admiradores, pero lo hace con plena conciencia de su disminución como persona. La rebelión es sorda y callada cuando se repite a sí misma: “_ ¡Estoy de venta!... ¿quién me compra?... ¿quién me compra?... ¿quién me compra?... ¡estoy de venta!... ¿quién me compra?... ¿quién me compra?... ¿quién me compra?...” (Ifigenia, p. 309). La fatalidad de tradiciones y costumbres la conduce por el camino de la claudicación. De esta exhibición de la protagonista surgirá la fórmula exclusiva de salvación que cabe en el estrecho mundo que la aprisiona: el novio oficial, con quien nada comparte; sólo él le puede garantizar el acceso al lugar que le corresponde en la sociedad y al que, por sí misma, nunca podría aspirar. En este sistema de ordenación patriarcal, se aprende desde muy temprano a venerar la figura del hombre. ÉL aparece como señor y dueño omnipotente en la organización social pública y privada. De ahí la visión que Teresa de la Parra nos da acerca de la sociedad en la época de la dictadura de Gómez, donde: Todo está hecho de jerarquías y de aristocracia; los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen, y el robo. La resignación completa de las víctimas, es la piedra fundamental sobre la cual se edifica esa inmensa paz y armonía. El espíritu democrático, o sea el afán de hacer justicia y de repartir derechos, es un sueño pueril que sólo existe en teoría dentro del pobre cerebro humano. (Ifigenia, p. 107). Entre esos débiles, sin lugar a dudas, podemos contar a las mujeres, aunque no constituían el único grupo de sometidos y resignados en aquel medio social. También en el plano de la familia la estabilidad dependía de la resignación, de la docilidad de la mujer. Por ello, la escritora ve en tía Clara y la abuela dos prolongaciones, dentro del orden familiar, de ese falso equilibrio general basado en la opresión; ambas marchan por el mismo camino: la abuela, señalando el rumbo, y la tía, siguiéndola, espejeo enajenado y opaco de la energía de la Otra. A ellas, lo mismo que a todas las mujeres: …que se llaman del “hogar” en Caracas, no les basta generalmente con una sola religión y tienen dos. La una la practican en la iglesia, o ante algún altar preparado al efecto, como aquel Nazareno que tiene Eugenia en su cuarto. La otra la practican a todas horas en todas partes, y es lo que ellas llaman ‘tener corazón y sentimientos’. De esta segunda religión el Dios es uno de los hombres de la familia. Puede ser padre, el hermano, el hijo, el marido o el novio: ¡no importa! Lo esencial es sentir una superioridad masculina a quien rendir ciego tributo de obediencia y vasallaje. Y entonces, todo cuanto existe se pone entre sus manos, y su cólera, por justa, arbitraria o grotesca que sea, así provenga de un atentado de la mujer a las leyes estrictas del recato, como estalle de golpe ante un plato de carne demasiado dura, o se desarrolle imponente, en calzoncillos, frente a la pechera de una camisa mal planchada, siempre, siempre, semejante voz, resonará en los ámbitos del hogar majestuosa y solemne… (Ifigenia, p. 98). La importancia de Teresa de la Parra no reside solamente en el carácter de su literatura, juzgada dentro del marco superregionalista de la época. Su valor consiste en escribir novelas en que el tono, la atmósfera y el punto de vista aparecen bajo el significado básico de su condición de mujer. Ella supo, en su primera novela, alzar con categoría autónoma a un tipo femenino que encarna con eficacia el drama de la mujer hispanoamericana de comienzos de siglo. Lo significativo, desde la perspectiva de género en el caso de la producción novelesca de esta autora es que con ella se inicia en Venezuela la lucha de la mujer creadora por el reconocimiento de su condición de mujer y de escritora, de su oficio como narradora, lo que es también una lucha por la lectura, por la inscripción de sus textos en el horizonte de una modernidad dada a las transformaciones. Esa actitud implica realizar, a través de sus escrituras diferenciadas, transgresoras, la crítica de los modelos canónicos que configuran la tradición artística y literaria latinoamericana. Teresa de la Parra funda una escritura femenina de la modernidad que lucha por la inserción de la mujer en el ámbito de la cultura literaria, como sujeto generador y hacedor de nuevas formas de significación y de una imagen femenina en permanente transfiguración, polimórfica, que sólo puede plasmarse mediante un discurso transgresor. En sus novelas se expresa la búsqueda subversiva de un modo de narrar diferente; se presentan en estos textos algunos de los problemas fundamentales de las mujeres: la falta de libertad, interpretada por estos personajes como alienación; el aislamiento, la soledad de la niña, la adolescente o la joven, que no cuenta con la complicidad de sus semejantes para compartir las dudas y preocupaciones existenciales; el carácter reproductor –en el sentido biológico e ideológico del término- que deben asumir ellas, en tanto los varones se limitan, generalmente, a la función de genitores. Sin embargo, no podemos dejar de señalar que la visión crítica de Teresa de la Parra se ve limitada y coartada en sus proyecciones por su propio origen y posición sociales. Su reacción contra tradiciones y costumbres que enajenaban a la mujer de su tiempo no la lleva a planteamientos radicales de emancipación; en cuanto a esto, se ve constreñida por el contexto en que se desenvolvió su vida. NOTAS [1].- Mito letuama, “Luna convierte a la gente en animal”, Niño Hugo (1978). Literatura de Colombia aborigen, Bogotá, Colcultura. 2.- Nicole-Claude Mathieu nos recuerda en su texto, L´arraisonnement des femmes, París, 1986. 3.- Véase La casa de los espíritus (1987) de Isabel Allende, donde se utiliza la carta o epístola como excusa para escribir. 4.- También esto guarda relación con el concepto de cultura, no sólo como expresión elevada de las artes y de lo social, sino como generadora y reproductora de normas, hábitos y comportamientos sociales. Hoy tenemos claro que han sido muy determinantes los enfoques discriminatorios que se han transmitido culturalmente a través de esos procesos de formación cultural. 5.- Agobio, vergüenza, pesadumbre, tristeza y humillación: un coktail de sensaciones y sentimientos de esos que la gente llama “negativos”. Una melancolía crack up fue lo que la llevó a “fingirse muerta” y “llorarse a sí misma”. Palacios, María Fernanda (2001). Ifigenia, mitología de la doncella criolla, p.325 BIBLIOGRAFÍA GENERAL AMORÓS, C. (1990). Mujer, participación, cultura política y estado.Buenos Aires: Ed. De la Flor. ANZIEU, D. (1965). « Les discours de l’obsessionnel dans le romans de Robbe-Grillet ».Les Temps Modernes, Nº 233, octubre, ARITA, pp.29-43. ARAUJO, O. (1988). Narrativavenezolanacontemporánea. Caracas: Monte Ávila Editores. ARAÚJO, N. y Delgado, T. (s/f). Textos de teoría y crítica literarias. Del formalismo a losestudiospostcoloniales. Parte I y II. La Habana: FAYL-U.H. AULLÓN, P. y otros (1994). Teoría de la crítica literaria. Madrid: Editorial Trotta, S.A. BAJTÍN, M. (1991). Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus Humanidades. BEAUJOUR, M. (1980). Miroirs d´encre rhétorique de l´autoportrait. Paris : Seuil. BOSCH, V. (1980). Teresa de la Parra ante la crítica. Caracas: Monte Ávila Editores. BOSCH, V. (1986). Teresa de la Parra (conversación autobiográfica). Caracas: Alfadil Ediciones. BOSCH, V. 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ÍNDICE Primeras palabras / El espejo de una escritura o cómo se mira un género desde el espacio de la intimidad femenina / Las especificidades de lo femenino. Teresa de la Parra y el impacto de los imaginarios de su tiempo sobre la mujer en Ifigenia y Las memorias de Mamá Blanca / El sacrificio como encierro simbólico o la visión crítica de una sociedad criolla / Notas / Bibliografía general / Índice / Esta nota es una propuesta tu revisa y sugiereme lo que te parezca oportuno. Nota para la contraportada Desde la profundidad de su obra, una muchacha de inicio del siglo pasado, seduce al distinguido investigador Carlos Narváez. Los claros ojos de la autora, desde donde se reflejan mejor las nubes que en cualquiera de los lagos que adornan nuestro país, bastarían para caer rendido ante la magia de lo femenino. Pero es aquí donde el Doctor Narváez rompe el hechizo y se adentra, llevándonos de la mano, en las particularidades del —nunca abordado suficientemente— momento dicotómico que implica la relación de género, en una época excelentemente delimitada y caracterizada en este trabajo en casi todas las implicaciones del contexto social en el que transcurre la existencia de nuestra nación; en pleno crecimiento, consolidación y desarrollo para el momento en que produce su obra nuestra Teresa de la Parra. También pierde el hombre la posibilidad de conocer el disfrute pleno de la heterosexualidad cuando, muchas veces inconscientemente, heredero de patrones culturales legados por generaciones, impone su fuerza de género en su relación con su opuesto. La hembra sumisa nunca tendrá las motivaciones y proyección en la entrega que ha conocido nuestra cultura, con el reconocimiento de las posibilidades, derechos y capacidades de la reina de nuestra especie. Con la lectura de éste trabajo inicial, quedamos a la espera, de la inclusión en el estudio del tema el punto de vista de autores masculinos que, por esos tiempos, comenzaron a proyectar una mujer con reacciones y comportamientos que indican un despertar en la revalorización de su lugar en la sociedad. Como el cubano Miguel. de Carrión, con sus novelas “Las honradas” y “Las impuras”, donde vamos a encontrar soplos de aquellos vientos, que nos trajeron a estas tempestades, en que la hembra se desmarcó de su rol de intimidad cohibida y se lanzó a tomar al mundo por asalto. Norge Sánchez (Cuba, 1958)
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