Todos los relojes marcan las doce
Publicado en Aug 29, 2009
La noche olía a lluvia, sonaba a frio. Una luna recién llena iluminaba las húmedas calles de la decadente ciudad. Deambulando sobre ellas un hombre de alta estatura, delgada talla y cabello cano mantenía calientes sus manos, metidas entre los bolsillos de una fina chaqueta de cuero negro. Todos los relojes del pequeño pueblo ya marcaban cerca de las doce, en ese momento el silencioso hombre abría la puerta de su casa. La entrada develaba una morada vacía, llena de finos muebles y exquisitas obras de arte, pero ni un solo aliento, ni una sola sonrisa.
Todo se encontraba tal y como lo había dejado el día anterior cuando salió sin rumbo. Aquel día en el que raudo, corrió afuera en busca de un hombre. Bien podía ser cualquiera en aquel pueblo, mimetizado entre las masas pero con un alma opaca, tiznada por el crimen. De cualquier forma nadie lo esperaría, nunca más. _ ¿Cuanto más prolongaras esta búsqueda sin sentido?_. Dijo una voz al otro lado de la habitación. _Siempre llegas cuando menos lo espero, ¿Qué te trae por acá esta vez Miguel? _Luego de aquel día gris te hiciste muy esquivo, como si ya no quisieras hablar con migo. ¿Cómo te trata la vida Carlos? _No tan bien como quisiese, pero sigo en pie. Carlos se sentó en uno de los tres sillones de la sala, finos muebles de cuero. Todos dispuestos de tal forma que los comensales pudiesen sentarse cómodamente a charlar sin perder la vista que daba el gran ventanal de la habitación, un paisaje pintoresco, la parte rica del pueblo. En todo el centro de la sala una mesita sostenía un portarretratos. Una foto recostada cubría el rostro de una mujer junto a su pequeña hija. _ ¿Las extrañas? Carlos se levantó del sillón sin decir nada, caminó por el frío corredor hasta su cuarto, se tiró a la cama y sin decir nada se durmió. _No se preocupe señor Feniz, el culpable de este espantoso crimen no quedara impune. Lo atraparemos y lo haremos pagar por todo, o si no, dejo de llamarme José Sancho Molina. _Jefe Molina no tiene que ofrecerme el cielo, ni bajar las estrellas, lo único que pretendo es encontrar un hombre en la tierra, en este pueblo viejo y corrupto. Carlos despachó a todos los policías de su casa, ya iba una semana y no encontraban al asesino de su familia, aquel que sin escrúpulos mató a sangre fría a su mujer y su pequeña hija. Al fin ya todo era silencio, pronto caería la tarde y daría paso a una regordeta luna, que feliz alumbra en las noches despejadas de aquel decadente pueblo. Mientras Carlos daba su caminata habitual, inevitablemente cruzó por el puente. El raido y desvencijado puente que permite sortear un caudaloso río, contaminado y fétido. Una sombra trémula se movía al otro lado del puente. Carlos no lo dudó y en tres zancadas estuvo frente a la persona que proyectaba la sombra. Sin sacar las manos de los bolsillos camino en derredor. _ No me digas que eres tu_. Se decidió Carlos a decir. _ Bueno, si no quieres no te lo diré. _ ¡Eres tan cínico! Te apareces por acá como si nada hubiese pasado. _ ¿No eres tu el que me andaba buscando?_. Replicó el extraño hombre con una amplia sonrisa. Carlos empezaba a ofuscarse, su voz tambaleaba y sus rodillas se tensionaban y caían. _ No lo comprendo, creí que éramos amigos. _ Eres demasiado ingenuo, odio la ingenuidad. _ ¿Por qué me quitaste lo que es mío? _Tú te lo buscaste, compraste confianza, y cuesta cara. Totalmente embravecido, tomó por el cuello de la camisa al desgarbado y sonriente hombre. Lo zarandeaba con ira. Los ojos de Carlos echaban chispas. _ ¡Es injusto! _. Gritó _¡Compréndelo ya! En la vida ganas o pierdes dependiendo de qué tan mezquino seas. El extraño hombre golpeo a Carlos en la cara, liberándose. Turbado por la golpiza se dejó caer, las chispas que antes salían de sus ojos ahora eran lágrimas. _Dame mi dinero, me merezco ese dinero_. Hizo una pausa. _ ¿Tenías que matarlas? _ Se pasaron de listos tus suegros. Además me traicionaste. _ ¡Dios! Tan solo debías pedirles el dinero a mis suegros, yo me aseguré de que todo saliera bien, que nadie se enterara de tu escondite, incluso que no llamaran a la policía. ¿Crees que sería tan tonto de romper con mi palabra? Todos ganábamos, en especial tu. _Es tu escarmiento, solo un canalla vende a su mujer y a su hija por dinero, el dinero de la familia de tu esposa que ahora era tuyo. _ Ese viejo tacaño nunca me daría ni un peso de la gran fortuna que amasa con su compañía, ni siquiera para operar a su propia nieta. Un silencio total se apodero del puente, la luna se reflejaba en la húmeda cara de Carlos, se apagaba una burlona sonrisa. Carlos se secó la cara con la manga y se levanto. Con las manos en los bolsillos se acercó al asesino. _ Me di cuenta que viviendo de apariencias tan solo cubría mis ojos ante la diáfana realidad, es clara pero penetrante. Mi hija morirá y el dinero necesario para seguir oyendo sus risas por la casa, lo había gastado en unos muebles. Mi suegro no me daría más dinero. De su bolsillo derecho sacó un pequeño cuchillo, tibio, a la espera de su trabajo. Lo empuño con fuerza, intentó atacar al otro hombre, pero lo único que logró fue un forcejeo. Una niebla densa cubría a los oponentes, poco a poco perdían visibilidad, aún cuando estuviesen a un palmo de distancia de su agresor. Los dos hombres agitados se miraron a los ojos, lucidos aún. Sin embargo, alguien flaqueo. En un abrir y cerrar de ojos la luz ya se colaba por las persianas de un desarreglado cuarto. Tocando y pellizcando la cara de un hombre tumbado sobre un colchón. Lagrimas seca y un ojo morado, marcas de una noche poco común, dibujadas sobre la faz de uno de sus trágicos protagonistas. Cuando abrió los ojos lo primero que noto fue un rostro conocido. _ ¡Al fin te despiertas! Ya es hora de almorzar. _Lo último que quiero es comer, no insistas más en eso Miguel. _ Te desmallaste anoche, debe ser por tu mala costumbre de no comer. _ Fue la sangre, perdí mucha sangre. _ ¿Sangre? Carlos buscó desesperadamente en su abdomen o en su costado heridas o vendas. Sin embargo nada encontró, tan solo manchas de sangre que no le pertenecía. _ ¿Qué ocurrió? _ Creo que ya te imaginarás como terminó tu compinche. _ Maldigo la hora en la que ideé todo ese absurdo plan. _ ¿Las extrañas?_. Preguntó Miguel con tono reiterativo. _ ¿Por qué crees que no suelo comer más de una vez al día? Todo me las recuerda, el sabor y la fragancia de un almuerzo casero, con el amor que le corresponde. _ Yo sabía que no eras tan malo después de todo, que las extrañabas. _ Mi alma no es tan angelical. _ Quizá no lo sea. De cualquier forma, mientras yo te acompañe lo será.
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Sebastian Rodriguez Cardenas