En las aulas del atardecer (Diario).
Publicado en Jun 29, 2013
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Todas las entrevistas me parecían iguales: unos niñatos disfrazados de intelectuales haciendo preguntas superficiales a unos intelectuales disfrazados de niñatos. Así que decidí por dedicarme a las entrevistas profundas, esas en las que yo podía imbuirme en el mundo de los diálogos nacidos a fuerza de dar vueltas a la imaginación. Esa imaginación que reinaba por su ausencia entre aquellos que sólo sabían aducir los mismos estereotipos de siempre, las mismas normas y los mismos clichés sólo por hacerse pasar de interesantes ante las compañeras de clase como entendidos entrevistando a Francisco Umbral, a Antonio Gala o a Pedro Almodóvar. Yo elegía otro camino más duro pero más profundo. A un tal Fiodor Dostoievsky o incluso al que se había atrevido a escribir sobre los santos inocentes y que se llamaba Miguel Delibes. Me llamaban más la atención.
 
Lo asombroso de aquella elección personal era, precisamente, que era lo personal o, dicho de otra manera, que mi personalidad se transformase más allá de aquellas otras preguntas huecas, hueras, vacuas, vacías, inanes... de quienes sólo se guiaban por las modas (Umbral, Gala o Almodóvar por ejemplo). Lo mío era otra cuestión mucho más "sui géneris". 
 
Lo mejor de todo es que Dostoievsky me acompañaba en silencio y, en silencio, Miguel Delibes aceptaba lo que yo proponía como dialéctica de la comunicación interpersonal dentro del contexto de la comunicación social. ¡Aquello sí que era generar entrevistas con interés! Saber razonar con ellos, sin tener que usar el clásico temario de preguntas y respuestas ya predeterminadas. Yo no quería lucirme ante las chavalas porque Dostoievsky y Delibes ya se preocupaban de ello. Yo sólo tenía que dejar correr a mi imaginación y proyectar en el alma de alguna de mis compañeras, seleccionadas previamente por mi calidad de conspicuo observador, las interrogativas de si era cierto o era verdadero aquella manera de entrevistar. Eran ambas cosas a la vez.
 
En las aulas del atardecer capturaba yo el tiempo mientras, en particular, sufría (o mejor dicho gozaba) cuando alguna de ellas me conquistaba pero no conseguían enamorarme... porque en aquellos entonces el tiempo no significaba, para mí, más que aprender a madurar la voz de mis letras. Lo más incómodo de todo aquello era, por supuesto, tener que soportar el sopor de las envidias de los envidiosos (valgan aquí las redundancias para dar total claridad a la frase) y vivir, sobre todo vivir, para darle a mis personajes una forma diferente, un estilo peculiar en sus maneras de ser expuestos. En las aulas de atardecer hasta Julio Cortázar me servía para ir estrenando mis capacidades de síntesis periodística y mis capacidades de antítesis literarias para, al mismo tiempo, deconstruir la conjura de los necios que abundaban por todas partes y construir mis propias identidades. Y ahora, unos pocos meses después, las aulas del atardecer se me disipan en la memoria y me hacen volver a deconstruir argumentos y argumentaciones para desarrollar mis capacidades y, sobre todo, generar unos géneros nuevos que no tenían parangón alguno en la Historia de la Literatura y, por extensión infinitesimal, en la Historia del Periodismo. 
 
En las aulas del atardecer creció mi Fantasía... viviendo en lo complejo de la heterodoxia de lo literariamente correcto pero confluyendo, a su vez, en todas mis inquietudes de joven acumulando asombros para no despertar nunca de las viviencias de mis aventuras. Para mí todo aquello era otro lugar, otra dimensión, otra coordenada, porque el mágico barrio de mi adolescencia seguían siendo los rincones en los que contactaba con todo lo que de espiritual latía en las noches de Madrid. E inmerso en unos cuantos años aumulando dosis de definiciones propias yo podía seguir pergeñando, deliberadamente, mis persoanjes tal como yo quería y no tal como ellos deseaban imponerme. No me importaba para nada ni el rechazo de cualquier revista famosa ni de ninguna clase de periódicos selectos. Era capaz de realizar mis propias producciones.
 
Lo más sorprendente de aquellas evocaciones atemporales era que lo urbano de la ciudad era paisaje ambiental pero siempre huyendo de las experiencias ajenas de quienes repetían siempre los mismo de siempre: el aburrimiento de ser monótonos y soporíferos. A mí me gustaba, y me sigue gustando, ser quien ondea su propia bandera: la liberación de sus esquemas moribundos sin introducirme jamás en sus equizofrenias generalizadas. Por eso soy siempre el que soy y por eso las calles nunca acabaron conmigo.
 
Era mucho mejor ser y actuar así, de esta manera independiente y autónoma, para no dejarme engullir por la vorágine de quienes zancadilleaban a los incautos, a los ingenuos que iban cayendo, curso tras curso, por permitir que los zorros les comiesen sus ideas... y es que en cuanto a Caperucita y El Lobo Feroz yo sólo me limitaba a ser el espectador que una vez visulizadas aquellas falsas realidades (con máscaras incluídas), imponía mis propios criterios. Ni inocente ni culpable. Solamente autor de mi propia historia. Y mi propia historia era, sobre todo, cualquier otra circusntancia ajena a sus intereses de cualquiér índole política, económica o religiosa. Yo sólo buscaba conseguir el título con el que poder atravesar el Océano y convertirme en un Odiseo que conquista sus aventuras para volver, vencedor, a Itaca. Lo que sucede es que mi Itaca es siempre la región utópica que se me convierte en real, milagrosamente real, eternamente real.
 
Y así es cómo me convertí en cronista... como uno más de aquellos que acompañaban a Hernán Cortés, a Francisco Pizarro, a Orellana, por las inmensas aventuras de descubrir nuevas fronteras a la imaginación entre los grandes espacios del más allá de la mar y del más allá de la tierra. En definitiva, un niño feliz con ánimo suficiente para ser un lector voraz de las apasionantes travesías por la vida que suscita esperanzas dentro de la poesïa más íntima de mis plurales "yo": esos personajes donde desdoblo varios ramilletes de asuntos abordados al son de un clarín de la medianoche. Esa especie de ingenuidad genuina transformada en productos literarios que combaten el tedio en las horas del atardecer. Porque al encederse las farolas yo siempre me encontraba soñando.
 
Yo experimentaba siempre que la escritura es una actitud implícitamente reflexiva y explícitamente expresiva. Esa dobe dicotomía de desvelos que son la simiente para un futuro bipersonal: la chavala de mis sueños y mis sueños. Y todo ello como cuentista o dramaturgo de la existencia.  
 
En las aulas del atardecer mi auditorio se reducía a unos cuantos metros alrededor y, más allá, sólo existía el infinito... 
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Foto del autor José Orero De Julián
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Descripción

Página de Diario personal.

Palabras Clave: Diario Memoria Recuerdos.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Personales



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