LAS TRES CUERDAS DE LA LIRA (Cuento)
Publicado en Aug 29, 2009
Las tres cuerdas de la lira
Quién me diera una musa de fuego que os transporte al cielo más brillante de la imaginación... William Shakespeare Falto de inspiración, Hilarión Litter recogió las hojas desparramadas por el piso y las arrojó, una por una, en el cesto de la basura. Salió a la calle malhumorado, dispuesto a caminar un rato, con la íntima esperanza de no tropezar con algún conocido, ya que no estaba con ganas de hablar con nadie. A dos años de publicado su último libro se sentía vacío de imaginación, y se decía a si mismo que era tiempo de que su cabeza concibiera algún texto digno de ese nombre. Se detuvo en un cafetín de la calle Defensa, pidió una copa de Pineral y la bebió despacio, como si en cada sorbo analizara la composición química del oscuro brebaje. Pasada la media hora pagó y sin pensarlo enfiló hacia la plaza. Anduvo por andar y de a ratos se detenía a curiosear en los negocios de antigüedades. Al caer la tarde, retomó el camino de su casa. Encendió la radio, se preparó un café y se encerró en el estudio... "Arrastraba el cansancio de muchos días de marcha. Había dejado atrás la tierra de los griegos, adentrándose en las vastedades de Tracia. Al concluir la jornada, cuando aparecían los arreboles del atardecer juntaba algunos arbustos secos y encendía una fogata que, atizada por el viento, hurgaba con sus llamas la oscuridad que descendía sobre esa parte del mundo. Pasado el tiempo, por alguna razón desconocida, evocaba esos fuegos. Por efecto de la distancia, la seguridad de Delfos era apenas una remembranza, y el mármol de de sus templos y la providencia de Apolo no eran más que una visión esfumada. Empujado por un ansia irrefrenable había partido en busca de las tres hermanas que portaban el nombre de las cuerdas de la lira y que moraban más allá de los dominios de los odrisios. Los amigos se mofaron al despedirlo. Recordaba que en la última libación no faltó quien le dijera que no eran tres sino nueve, o quizá siete las dulces mujeres que encendían sus ansias. No les hizo demasiado caso ni a los burlones ni al charlatán. ¿Qué le importaban a él todas esas nimiedades? Sin humanas poblaciones a la vista, el silencio del paisaje era apenas alterado por el sonido del viento, el graznido de las aves o el nocturno aullido de las fieras. Su marcha se tornó más lenta cuando le escaseó la comida y finalmente el agua. La frágil humanidad que pacientemente había tejido durante su vida, se desgarraba en medio de tan hostil naturaleza, tal como lo hacían sus ropas al ser rasguñadas por las matas de espinillos. Era un animal exhausto y solo el soplo de su quimera lo mandaba continuar. A esas alturas, amenazada su cordura por la fiebre que lo abrasaba, halló alivio en el sueño. Bajo un cielo nublado, precipitóse en abismal delirio. Despertó al alba y se creyó mejorado. Poco o nada recordaba de las hondas pesadillas que le sobrevinieron. Comió las pasas de uva que aún le quedaban y prosiguió la marcha en dirección nordeste. Al llegar al río supo que estaba cerca y que ya nada podría detenerlo. Astroso, cubierto su rostro por una barba mugrosa, dispuso de un largo rato junto al cauce de agua para recuperar su aspecto humano. En la penúltima noche, el hondo sueño lo abandonó. Sobresaltado, vagó en una indecible región que se extendía entre el desmayo y la vigilia. Comprendía lo espantoso de su situación. Aterido por el frío, acechado por los lobos, solo el crepitar del fuego le recordaba que aún estaba vivo. Por la mañana bebió toda el agua que pudo y se encaminó hacia la mancha amarronada, que a lo lejos, ofendía con su ondulación la recta traza del horizonte. En efecto, coronado por pequeñas nubes, se veía el renombrado contorno de los Ródope. El fin del inclemente periplo estaba al alcance de los ojos. Sabía por Mimnermo y por Aecio que las encontraría (o lo encontrarían) en algún sitio impreciso, en las escarpadas laderas del más alto de aquellos montes. Seca su boca, dolorido el estómago por el hambre, al ponerse el sol se tumbó al pie de la cuesta. Debía reunir las pocas fuerzas que le quedaban para acometer el último tramo, acaso el más difícil. Aletargado el pensamiento por densos vapores oníricos, tuvo extrañas ensoñaciones en las cuales se le entremezcló el tiempo. Entreveía a las hermosas jóvenes, ya danzando, como en el óleo de Baldasarri Peruzzi, ya manifestándose con lastimosos lamentos en el funeral de Patroclo, ya riendo junto a Apolo, ornadas sus cabezas con blancas plumas. Acurrucado junto a las cenizas de un fuego extinguido, aterido por el frío, despertóse cuando el disco del sol se insinuaba en los confines de la tierra. Llamaron su atención algunos trozos de amarillentos papiros, con ilegibles signos, clavados en algunos árboles. Los huesos blanquecinos roídos por las fieras lo alarmaron. Sin hesitar trepó con ahínco, y en la frenética escalada se le estragó el cuerpo. Cuando el atardecer se le vino encima, no había avanzado demasiado. Sabía que estaba al borde del desfallecimiento. Una quietud inmensa se extendía en derredor de aquel hombre alucinado. Intentó gritar y apenas logró que brotara de su garganta un agudo quejido. Cuando volvió en sí, Nete le humedecía la frente con un breve y suave paño de lino, impregnado de nieve y aromático aceite. Era bella como una flor y le susurró palabras incomprensibles. Le dio de beber ambrosía y la pesadez inefable una vez más lo tumbó. Abrió los ojos cuando el sol estaba alto. Nete le sonreía. Advirtió que Mese e Hípate, sus hermanas, jugaban y cantaban un poco más allá, a la sombra de unos robles. Cuando se sintió mejor, lo llevó a caminar, tomado de su mano, por estrechos senderos que viboreaban entre olivares añosos. Al caer el sol, fatigados, ambos se tendían en alegre intimidad sobre la fresca hierba. El hombre, con la lucidez que ilumina cuando la niebla del placer se disipa, conjeturó que debía volver a su tierra sin dilación. Algo en su fuero íntimo le decía que poco tiempo duraría el favor de la coqueta y que grande sería el pesar cuando el hastío arribara. La despedida fue penosa y el regreso a Delfos trabajoso. Quienes lo vieron llegar se sorprendieron de su desmejorada condición física y del raro brillo de su mirada. Poco o nada dijo de su experiencia en tan lejanos dominios. Se alejó de la sociedad de los hombres y escribió incansablemente. Murió un par de años más tarde y como es de rigor, sin tardanza sobrevino el olvido. Su nombre se ha perdido y de su obra han sobrevivido tan solo unas inspiradas estrofas y algunos fragmentos del relato de aquel viaje." El sol de noviembre hacía sentir su calorcito a media mañana. Como todos los martes y viernes, Eugenia introdujo la llave en la puerta de la casa de Litter. Al abrir la pesada madera, la envolvió esa suave penumbra que se esparcía por la amplia sala, atiborrada de muebles. A través de la puerta cerrada del estudio, se escurría la música de uno de esos tangos retobados que se oyen en las orillas del Río de la Plata. Sin hacer demasiado barullo para no molestar, limpió las dependencias y luego se encerró en la cocina. Preparó la comida. A eso de la una se sirvió un aperitivo y lo clavó entre pecho y espalda. Cuando golpeó la puerta del estudio para avisarle al patrón que el almuerzo estaba listo, no tuvo respuesta. Al abrir lo encontró inclinado sobre el escritorio con la cabeza apoyada sobre unas hojas en blanco. La luz encendida de la lámpara arrojaba una luz amarillenta sobre la escena. Se alarmó pensando en lo peor. Trató de despertarlo. Hilarión, restregándose los ojos enfocó la figura de Eugenia, quien con voz ronca le recriminaba que pasara las noches en vela borroneando cuartillas y estropeando lo poco que le quedaba de salud. La mujer le acomodó el escritorio, apagó la radio y le trajo un plato de sopa que ingirió con desgano. Por la tarde, el hombre salió a dar una vuelta. El bullicio de Buenos Aires remontaba el aire, se condensaba y caía. Como uno más en la vasta colmena, caminó sin rumbo fijo y si alguien se hubiera molestado en mirarle, habría advertido la mueca triste que se delineaba en su rostro. Avanzaba sin reparar en nada, como los sonámbulos, a sabiendas que tanto ese como algún otro, eran recorridos inútiles. Al fin y al cabo, cualquier pobre infeliz del montón podía dar fe que andando por la rumorosa Avenida de Mayo, jamás persona alguna podría llegar a las lejanas llanuras de Tracia.
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