La oficina (Relato)
Publicado en Aug 06, 2013
Miró el reloj y bebió un trago del vaso de café. El vaso era de plástico translúcido. El café sabía a aceite de soja. Al menos eso es lo que pensaba él mientras el sudor le corría por toda la espalda y dejaba enormes manchas en su camisa, a la altura de los dos sobacos. Prefería eso antes que tener que ponerse la chaqueta que colgaba, como un espantapájaros de tela, por detrás del sillón. Después se aflojó el nudo de la corbata y continuó intentando cuadrar los números.
El café le había dado una sensación tan amarga que sintió la boca espesa y agria. Miró a la fila de clientes y clientas que, desesperados por ser ya atendidos, le parecían un rebaño de ovejas en paro, quietas en medio del piso de la sucursal mientras pensaba en una frase de Anatole France que le vino a la memoria: "Nunca se da tanto como cuando se dan esperanzas". Sonrió como un conejo de Indias e intentó contarlos a todos ellos y a todas ellas pero bajó los párpados para concentrarse en los números. Una sensación de ahogo, acompañada de una inesperada angustia, le golpeaba el pecho. Fumaba ya su enésimo cigarrillo de la mañana. Tosió poniéndose la mano sobre la boca, lo cual provocó una especie de eco que alborotó a la fila de clientes mientras, por culpa de fallarle el pulso, la ceniza le había manchado la pechera de la camisa blanca. En la corbata aparecían también dos pequeñas quemaduras que la deslucían ante los ojos de quienes creían que alguien como él debería ser un hombre mucho más cuidador de su imagen teniendo en cuenta que estaba trabajando ante el público. El aire de la oficina calentaba los cuerpos como si todos estuvieran dentro de la fragua de Vulcano. Pensó en la Mitología Griega y, por un momento, se le extravió la memoria de los números y se vio, a sí mismo, dentro del Laberinto de Creta. No sabía bien si era Dédalo o era Ícaro, pero sus dedos seguían tecleando la máquina calculadora aunque el cálculo seguía sin cuadrar los números. El humo de su cigarrillo le cegaba la vista y hacía que los ojos le lagrimearan como cuando, en la cocina y junto a su mamá, pelaba cebollas a ritmo de baile de San Vito. Ahora se restregaba los ojos como queriendo superar alguna extraña pesadilla relacionada con aquella gris vida junto a la madre y sin más atractivo que terminar las labores de la oficina encerrado en su cuarto de trabajo, junto al water cuya cadena, cuando lo usaba la mamá, siempre le sonaba a urgente petición de auxilio. Al palparse los ojos notó la hinchazón de no haber podido dormir bien la noche anterior, por culpa del excesivo uso de la cadena del water de la madre, y sintió que los demás hablaban de cosas vagas, de cosas futiles, de esas cosas ordinarias e intranscendentes que convertían su vida en una monótona letanía de saludos corteses, de palabras secas, crudas, demasiado prosaicas como para dejar huella alguna en las diferentes compañeras de trabajo que había tenido, ocasionalmente, la oportunidad de conocer. Bebió otro trago de café y unas gotas le calleron sobre el pantalón, a la altura de la bragueta. Pensó que, en esas condiciones, le era imposible levantarse a la vista de todos, y sobre todo a la vista de todas, para ir al baño. A las manchas de café se le sumaron, ahora, un gran manchón producido por el reguero de orina, pero prefirió seguir manipulando la máquina sumadora. Si el Señor Director de la Oficina -le gustaba llamarle Señor Director de la Oficina por ver si alguna vez le llegaba el tan ansiado ascenso- no salía de su despacho, él tampoco estaba dispuesto a servir de ayuda de su compañero el cajero que se estaba volviendo loco por poder comprender lo que el chino estaba intentando hacer que comprendiera. El último de la fila de los clientes lanzó un sonoro bostezo y una mujer de mediana edad se abanicaba tan desesperadamente que el ruido del abanico se le introducía en el cerebro como acusándole de insolidaridad. Aquello le atormentaba la mente y le desconcertaba pero no estaba dispuesto a ceder en su empeño de cuadrar los números antes de pensar en dar una ayuda a nadie, por mucho cajero que fuese. En aquellas condiciones en que se encontraba lo único que tenía importancia vital para su existencia futura era cuadrar los números aunque tuviera que eternizarse en aquella labor tan monótona y prosopopéyica de seguir moviendo, a ritmo de locomotora asmática, sus dedos sobre el teclado de la máquina sumadora, su gran amiga. Aquella máquina sumadora que tantos años le había acompañado desde que le ascendieron a administrativo un día que ya se le perdía en lo remoto de sus recuerdos. Recordaba cuando la estrenó y que para él supuso tal alegría que, muy emocionado, lloriqueó sobre el hombro derecho del Señor Driector mientras moqueaba ruidosamente y hacía pucheros de bebé. Eran solo recuerdos pero le llenaban la existencia de un porqué singular para seguir viviendo. Junto a sus pies, como símbolo inagotable de su desesperación actual, yacía una carpeta de cartón azul repleta de recibos, letras de cambio y otros documentos y legajos que él había dejado allí, en el suelo y junto a sus piernas, porque ya se veía impotente para poder discernir algo que no fuese aquel ciclópeo entusiasmo y aquel esfuerzo sobrenatural, que realizaba con gusto de masoquista, para poder cuadrar los números. Cuando terminó de beberse todo el café, arrojó el vaso de plástico translúcido, como la propia piel de su cuello, a la papelera. Unas cuantas gotas salpìcaron sobre la carpeta de cartón azul y dibujó, en su ya ajada carátula, una especie de "islas filipinas". Soñó momentáneamente con Luzón mientras el chino seguía intentando, desesperadamente, ser entendido por el cajero y el cajero sudaba copiosamente mientras los clientes de la fila, que ya estaba saliendo hacia la calle, comenzaban a elevar sus gritos de protesta y sus amenazas de retirar todos sus dineros de las cuentas corrientes si no eran atendidos urgentemente. Sintió deseos de sacar su bocadillo y dejar, por un momento, el árido, arduo y casi imposible trabajo de cuadrar aquellas cantidades numéricas del Debe y del Haber en las que concentraba toda su atención de manera obsesiva. Abrió el primer cajón de su mesa de trabajo, sacó el envoltorio y, disimuladamente, bajó la cabeza, deslió el papel y dio un mordisco al pan con chorizos que le había preparado su madre gracias a la pitanza que les había regalado la tía del pueblo. Un reguero de grasa corrió por las comisuras de sus labios y, con el dorso de la mano, se lo limpió ante lo sorpresa general, especialmente de aquel chino que no comprendía nada y al cual nadie comprendía. El pan estaba correhoso, por la fea costumbre que tenía su madre de guardarlo de un día para otro, y le bailó el canino que llevaba días como intentando salir despedido de la dentadura. Había tenido múltiples ocasiones para haber acudido al dentista, pero cada día lo iba dejando pasar porque su obsesión era prestar sus servicios administrativos en el Banco y eso era superior a los consejos que le daba su querida mamá. Él, a sus cincuenta años recién cumplidos, seguía solterón y sin compromiso alguno aunque, naturalmente, no perdía de vista las piernas de la guapa y juvenil compañera de la mesa de al lado. Temiendo ser descubierto y tener que pasar la vergüenza de ser acusado de acoso sexual ante el Señor Director, volvió a concentrar su mirada en el teclado de la máquina sumadora. Las quejas de los clientes de la fila eran, para él, caldo de cultivo para su gozo de ver sudar al cajero, muchísimo más joven que él, y que ya era hasta oficial primero por méritos propios; así que aquella ristra de amenazas contra el odiado cajero era algo así como música celestial que daba ambiente de tragedia a la oficina. Un ambiente humano, demasiado humano para su gusto de tecnócrata -algo que le hubiese gustado ser de todo corazón- hacía que faenara con mayor celeridad el proceso de la casi imposible cuadratura de los números. Una especie de utopía imposible que él se empeñaba en hacerla realidad creyéndose, por un momento, algo así como Federico Martín Bahamontes alzándose con el triunfo en el Tour de Francia aquel mismo año. Cuadrar o no cuadrar. Ese era el lema chesperiano que le daba consistencia a su sentido de la vida. Esa era la cuestión central de toda su existencia. Una mosca zumbó cerca de su oído derecho e hizo un ademán, con la mano también derecha, como queriendo espantar a algún fantasma invisible. La mosca parecía entretenerse en reírse de sus frustraciones y tan pronto se posaba en el teclado de la máquina sumadora como sobre sus pantalones, exactamente en donde se destacaban aquellas manchas de aceite y orines que habían aparecido a la altura de su bragueta. Así que harto de aquella molestia de la mosca cojonera, dio un fuerte golpe para ver si lograba eliminarla, pero sólo consiguió soltar un aullido, una especie de alarido salvaje, al golpearse violentamente sus partes nobles. Los de la ya larguísima fila de clientes sin atender guardaron de pronto un nervioso silencio creyendo que le había ocurrido alguna desgracia inevitable; pero él metió la cabeza de nuevo sobre el teclado y siguió empeñado en encerrarse en su propio mundo. Su mundo era solamente el de aquellos números del Debe y aquellos números del Haber y estaba dispuesto a no descansar ni un sólo segundo hasta poder cuadrarlos todos y aunque terminara despatarrado sobre el sillón. La guapa y jovencísima compañera de la mesa de al lado, una de esas jovencitas que llaman la atención de todo el mundo, le miró con cierta admiración y le sonrió por un leve instante, lo cual sirvió para que él soportara estoicamente el dolor de sus ingles, pero se quedó corrido de vergüenza por haber sido descubierto. Hizo una trágica mueca desagradable, por lo tétrica y teatral que resultó ya que su hoby frustrado era el de haber sido un célebre actor, y continuó en su afán de alcanzar el éxito con la cuadratura de los números esperando que, algún día de alguno de esos años, un alto jerarca de los mandamases del Banco le nombrara el MEA, el Mejor Empleado Anual, lo cual siempre soñaba y aspiraba alcanzar desde que había entrado de botones en la Oficina Principal hacía exactamente treinta y cinco años. Sacó otro cigarrillo de la cajetilla que reposaba a la izquierda de la máquina, se dio cuenta de que en el cenicero todavía se encontraba a medio consumir el anterior. Encendió el mechero y bajó la cabeza, con el cigarrillo en los labios, para no ser descubierto y tachado de perdido empedernido del tabaco. Se quemó las pestañas pero no le dio mayor importancia. Sin saber por qué imaginó a Nerón asomado al balcón de su residencia imperial y viendo cómo ardía toda la ciudad de Roma. La humareda que soltó al dar la primera calada le hizo entrar en una desenfrenada continuidad de toses que alarmaron a todos los allí presentes hasta que pudo calmarse y todos respiraron tranquilamente al ver que no le daba un síncope mortal. Por un momento echó la espalda hacia atrás y se deslizó ligeramente hacia abajo del sillón como para tomar nuevo aliento mientras daba la segunda calada al nuevo cigarrillo. El chino se le quedó mirando como implorándole ayuda, pero él se rascó la nuca con el lapicero que se encontraba dentro de un cubilete de cuero, de esos de jugar a los dados, que había llevado a la oficina, todo ufano, el mes anterior. Y volvió el rostro hacia la pared donde en un afiche colocado estratégicamente para llamar la atención se leía un mensaje que decía "Rápido pero Seguro". En el afiche se veía a una modelo profesional que parecía decir ¡tómame y sé feliz!. Se dio cuenta de que estaba siendo observado ansiosamente por todos los clientes y todas las clientas que formaban la larguísima fila y respiró, profundamente aliviado, cuando, con el rabillo del ojo izquierdo, descubrió que el Señor Director de la sucursal bancaria estaba durmiendo angelicalmente y de manera tan plácida que nadie se atrevía a importunarle. Se le veía fácilmente a través de los cristales de su despacho privado. Bajó de nuevo la cabeza, dio otro mordisco a su bocadillo de pan con chorizos del pueblo de su tía materna y arremetió bruscamente contra el teclado de la máquina sumadora esperando que esta vez, al fin, cuadraría todos los números. Entonces contempló la presencia de un anciano quien, con su bastón en alto, amenazaba a todos los seres vivos si no le atendían urgentemente. Era el cliente más antiguo de la sucursal bancaria y pedía, gritando a pleno pulmón, una atención prioritaria mientras los demás clientes y clientas de la larguísima fila protestaban argumentando que también todos ellos y todas ellas eran seres humanos y tenían muchas obligaciones urgentes para solucionarlas precisamente ese día. Miró el calendario que se encontraba sobre su mesa. Era un 13 de febrero y martes. Una sensación de terror le hizo temblar de los pìes a la cabeza pero, de repente, irguió todo su voluminoso cuerpo e hizo ademanes de espartano, creyendo que nadie le observaba, antes de entrar de nuevo en batalla contra la máquina sumadora. La guapa jovencita de la mesa de al lado, su compañera temporal como ya sucedió con otras que también le habían gustado mucho, comenzó a mirarle como si se tratara de un loco quijotesco pero con figura de Sancho Panza. A sus cincuenta años de edad, recién cumplidos, seguía soñando con una gran boda tirolesa, casándose con una princesa austríaca y viéndose, a sí mismo, con un gran fervor insólito incluso para él. Volvió a la realidad. Si al menos tuviera, tan siquiera, un perro afgano como compañía... pero su máxima preocupación no era el tan deseado perro afgano sino cuadrar siempre los números. Ahora bien, lo del perro afgano sí que era imposible porque resultaba que a su madre, único ser humano que le acompañaba, le producían alergia toda clase de animales de compañía. Así que volvió a la dura tarea de todos los días y sin escuchar, para nada, el enorme alboroto que se estaba produciendo en la larguísima fila de clientes y clientas porque una jovencita veinteañera había intentado colarse varios puestos más adelante del que le correspondía, aprovechando que una amiga suya se encontraba en el tercer lugar, ante lo cual se escucharon grandes gritos de desesperación de los que estaban delante de ella. El guardia de seguridad tuvo que imponer el orden y él volvió, ahora con mayor motivación y más entusiasmo que un argonauta al servicio de Jasón, a enfrentarse con aquel teclado de sus sufrimientos. ¿Comprenderían los clientes y las clientas de la larguísima fila, su sufrimiento por cuadrar toda aquella enorme ristra de números? Pensó que sí. Pensó en que todos los allí reunidos le aplaudían su esfuerzo y su entrega por la noble y sagrada causa de dejarlo todo cuadrado y bien cuadrado. Pero sólo era una más de las manifestaciones de su febril y calenturienta mentalidad de bancario. ¡Cuánto daría él por ver llegado el día en que era nombrado, alguna vez, el MEA, el Mejor Empleado Anual! Pero bien sabía él que aquel galardón siempre lo obtenían los enchufados y las enchufadas de cualquiera de los más altos directores generales y sintió una gran frustración y, a la vez, un intenso odio reconcentrado contra el Señor Director de la Sucursal, quien seguía durmiendo plácidamente, como un angelote con bigote y encerrado en su despacho privado con la llave echada por dentro. Si al menos le hubiese felicitado en alguna ocasión... pero ni tan siquiera en los días de Navidad aquel director bajito y con gran bigote a lo Dalí, había tenido el detalle y la decencia de destacarle como empleado ejemplar. Cuando apareció el extranjero, él levantó la cabeza y comenzó a divagar mentalmente. ¿Sería un australiano? ¿Quizás un neozelandés? ¿Podría ser un austriaco que venía a decirle que la princesa ya esta esperándole ante el altar de la catedral de Viena? Se sacudió unas cuantas migas de pan que habían caído sobre su pantalón y volvió a sumergirse, de nuevo, en su propio mundo de los números negros y los números rojos; en una especie de anarquía absolutista mientras el extranjero, sonriendo, se dirigió hacia la mesa de su joven y guapa compañera de la mesa de al lado. Respiró profundamente. Ahora, ya de cerca, le parecía más bien un sueco. Así que se hizo el sueco y siguió con su afanoso trajín. En sus desvaríos mentales, recordó ahora que, por las noches, en la oscuridad de su habitación, se sentía el hombre más importante del Banco y que se marchaba dándoles a todos un corte de mangas y que el Banco se iba a la quiebra precisamente porque él se había marchado. Ahora pensaba en el día en que entró, con tan sólo quince años de edad, a trabajar de botones en la Oficina Principal. Pero ya tenía cincuenta años y no había pasado de ser tan solamente un auxiliar administrativo; uno más de los miles y miles que trabajaban en el Banco a lo largo y ancho del país. Mientras tanto, sus dedos resbalaban por el teclado de la máquina sumadora e imaginó que estaba acariciando el hermoso cabello de la joven y guapa compañera que, ahora, estaba atendiendo al sueco. Sintió vergüenza de sí mismo y comenzó a sudar, de nuevo copiosamente, mientras el chino seguía intentando ser comprendido por el cajero y el cajero seguía intentando comprender al chino. Él soltó un eructo y todos los clientes y todas las clientas de la larguísima fila se le quedaron mirando pero, haciendo de tripas corazón, siguió aferrrado como una lapa al teclado. Se veía, a sí mismo, galopando sobre su caballo favorito en el Hipódromo de La Zarzuela y que ganaba la carrera y que Eva Duarte le entregaba el trofeo de campeón y él le daba una beso en la cara a Eva Duarte y un umeroso grupo de grises se abalanzaban sobre él y, tras darle una tunda inolvidable, le encarcelaban en la Dirección General de Seguridad como sospechoso de algo que él no acertaba a saber qué era. Volvió de nuevo a la realidad. Respiró pausadamente, hinchó su abultado estómago y soltó otro eructo ahora mucho más sonoro. Alguien de la larguísima fila le llamó marrano, pero no quiso averiguar quién había sido por temor a que fuese verdad y el Señor Director le impusiera una sanción económica por faltar a las normas de educación social y a la práctica de atención a la clientela que eran, para él, todos los demás. ¿Los demás? ¿Quiénes eran los demás para él? Se encogió de hombros y no respondió nada para que no avisaran al Señor Director. Tenía tanto calor que sintió enormes ganas de meter su cabeza en un barreño de agua y sentir el frescor en sus ojos y en su nuca. Se quitó las gafas y siguió fumando hasta que el rumor de los clientes y las clientas que formaban la larguísima fila le hizo levantar la cabeza y, sin dejar de manejar velozmente las teclas de la máquina sumadora, sintió una especia de malévola alegría viéndoles, desesperados y desesperadas, ante la impotencia de que el chino y el cajero se pudieran poner por fin de acuerdo. ¡China! ¡Qué hermosa figura la de la Muralla! Y es que, en verdad, aquella larguísima fila de clientes y clientas ya no sólo salía a la calle sino que estaba dando la vuelta a toda la manzana como sin fuera la Muralla China pero no de piedra sino formada por personas de toda clase de edades. Sonrió ligeramente, cuidándose de no ser visto por nadie, y volvió a hundir su cabeza en la máquina sumadora para cotejar datos. En sus pensamientos, ahora, sólo entraban ideas relacionadas con los números del Debe y con los números del Haber. El mundo exterior era su enemigo. El mundo exterior era su rival. Al mundo exterior no había que darle ni agua. ¡Agua! ¡Necesitaba agua para seguir trajinando! Abrió el segundo cajón de su mesa de oficinista y sacó una pequeña botella de plástico con agua mineral que le había endilgado suquerida madre antes de salir de casa. Bebió ansiosamente. Estaba tan caliente que, de repente, le entró una especie de asfixia y expulsó el agua por la boca y las fosas nasales. Volvió a escuchar que alguien, desde la larguísima fila de clientes y clientas, le llamaba marrano pero siguió indiferente, haciendo oídos sordos, cuando el calor ya asfixiaba a todos. Mientras el sueco se levantaba y salía de la sucursal bancaria con una amplia sonrisa de victoria, por fin el chino y el cajero pudieron entenderse. El chino entregó un gran fajo de billetes que el cajero guardó en su lugar adecuado. La fila de clientes y clientas comenzó a moverse con rapidez. Había pasado, exactamente, una hora y quince minutos desde que el chino había estado siendo atendido. Ahora el cajero los despachaba a todos y a todas a una velocidad de vértigo. Por último ya nadie quedó sin ser atendido. El director de la sucursal, el cajero y la joven y guapa compañera de la mesa de al lado, junto con el guardián de la entidad bancaria, se marcharon hacia sus hogares. Él se quedó solo. Cerró la puerta de la Sucursal con llave y continuó con su árida y ardua tarea de intentar cuadrar todos los números. En medio de aquella inmensa soledad se sentía importante...
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