CAMPANELLA
Publicado en Sep 28, 2013
Mientras el sermón transcurría y las palomas que entraron primero se arriesgaban a picotear los ojos de algunos devotos, en la Catedral todos escuchaban hipnotizados las incendiarias palabras del monje. Decenas de palomas sobre las estatuas esperaban el momento oportuno para caer sobre la gente. Las más osadas revoloteaban en torno a los asistentes a la ceremonia o se posaban sobre sus cabezas. El domingo anterior, cuando al foráneo religioso le permitieron dar sus sermones, sucedió algo semejante. En tal ocasión fue con los halcones que entrenaba el alquimista. En la región no había halcones pero ese domingo llegaron cerca de cien a la Catedral. El monje gritó que al Paraíso debían entrar las familias completas y exigió traer los hijos. Traigan también bebés, que Jesús no discriminó a nadie. Ninguno desobedeció sus órdenes. Llegaron temprano a la Catedral y se agolparon en la entrada cuando las palomas estaban en sus nidos. Atemorizados por la insistencia de sus padres, los niños menores de ocho años asistieron adornados con sus mejores prendas. Vendría el violinista de quien tanto hablaban. Ninguno lo había escuchado. El monje afirmó que tenía manos de ángel y un violín hecho por el demonio. Cuando finalizara el sermón, el violinista intervendría algunos minutos y se iría. La Campanella. Así se llamaba la pieza musical que interpretaría. Ninguno de los infantes comprendió el sermón del monje ni se extrañó con las palomas sobrevolando la Catedral. Nadie pensó que pudieran agredir a los niños, objetivo principal de las hambrientas aves. Ahora el dilema estaba entre interrumpir el sermón, espantándolas con el lazo que el monje recomendó ponerse en el cuello o abandonar la Catedral, sometiéndose al destierro y a la destrucción de sus cabañas y cultivos. Igual sucedió con los halcones. En la Catedral hubo ese domingo cerca de 500 personas. Aunque al sentir los primeros picotazos algunos niños gritaron alarmados por la voracidad de las palomas, al monje le fueron indiferentes sus lamentos y continuó el sermón sin que nadie se diera por enterado del comportamiento de las aves. Esperaban la promesa del milagro final: Monedas de plata que lloverían del techo. Los niños ciegos podrían venderse a cualquier trovador que pasara por el lugar. Padres e hijos soportarían la voracidad de las palomas que, tan pronto se silenciara el monje, regresarían a sus nidos en lo alto de la torre. Este domingo, las palomas no se satisficieron sólo con los niños. Muchas volaron hasta el monje y sin que hiciera nada para eludirlas, comenzaron a picotear su rostro y sus manos. Nadie dijo nada cuando le vieron caer sangrando, en el momento que comenzaron a llover monedas y la multitud se precipitó a recogerlas o atraparlas en el aire. El repentino tañido de campanas impidió escuchar los alaridos de la gente. Las pesadas puertas se cerraron y por los altos ventanales comenzaron a entrar halcones.
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