Ifigenia: Reinvidicacin femenina
Publicado en Oct 06, 2013
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Dr. Carlos Narváez/URBE-UC
Ifigenia: reivindicación femenina
Una envidiable gallardía caracteriza  las  novelas de Teresa de la Parra. Sus textos están cargados de una penetrante ironía, de la que se avisa al lector ya desde el comienzo, a través del subtítulo, en Ifigenia: Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba. Casi todo en la obra lleva esa nota burlona y paradójica, empezando por la forma de narración que escoge – la carta o epístola, el diario- y acabando por el enredo.
La escritora también emplea algunos recursos propios de la novela folletinesca, como las parodias; asimismo hace uso de otras formas y subgéneros literarios, coetáneos y también anteriores al folletín.
No se encuentran con facilidad antecedentes valiosos a Ifigenia en la literatura en castellano. En todo, caso podría pensarse en Pepita Jiménez (1874), del español Juan Valera, tanto por su estructura epistolar como por la divertida ironía que la caracteriza; pero entre las dos obras existe una marcada distancia en el tiempo. 
Son ciertas, pero no determinantes las influencias de la narrativa modernista, especialmente del venezolano Manuel Díaz Rodríguez, y, quizá, la del mexicano Manuel Gutiérrez Nájera. También se detallan ambientes y languideces típicas del poeta Gabriel D`Annunzio: la elocuencia patriótica del guerrero y cabecilla político italiano es nombrada explícitamente en el texto[1].
Dicho elemento es precisamente el único que permite ubicar cronológicamente los sucesos de la fábula; además, el nombre de pila del primer enamorado, Gabriel, podría evocar, desde la ironía, el del “divino vate” –habría que tener en cuenta, por otra parte, que la sensibilidad de su homólogo venezolano repite, en pequeño, estilemas del inimitable modelo-.
Esa evocación indirecta de D`Annunzio adquiere significado porque, al hacer hincapié en los quimonos, en los saloncitos chinos, las otomanas, los cigarrillos egipcios y todo lo que constituya las parafernalias del mundo encantado del Decadentismo[2], se satirizan con finura las debilidades mundanas y estetizantes de la protagonista y de la amiga Mercedes, su mentora en semejantes exquisiteces[3].
El blanco de la denuncia patente en esta novela son los obstáculos y nudos corredizos con que, en casi todo el mundo desde los tiempos más antiguos, se ha intentado limitar la inteligencia y la autonomía de las mujeres. La autora lo destaca en Bogotá, en 1930, en la primera de las conferencias que acerca del tema de la mujer en la época del virreinato impartió allí.
 En  aquel  entonces,  Teresa  de  la  Parra  rechazó  las  críticas  que  se le  habían  hecho; en relación con eso señaló, por  un  lado,  que  su  compromiso  tenía lindes  claramente  marcados  –negó  que  Ifigenia  fuese  un  libro  de propaganda  revolucionaria  y  aseveró  que  el  suyo  era  “feminismo moderado” – y, por otro lado, subrayó con fuerza que la novela reflejaba el enfermizo “bovarismo” tan presente entre las muchachas hispanoamericanas: había que combatir semejante epidemia permitiendo el ingreso de aire puro tanto en la inteligencia como en la conciencia civil, y era necesario poner punto final, por medio del estudio y del trabajo, a la hipocresía y a la sumisión femeninas[4].
En su defensa de la independencia sentimental, intelectual y económica de la mujer, la novelista se encontraba muy bien acompañada en la América hispánica, pues ya Sor Juana Inés de la Cruz había dicho algo importante al respecto.
La pretensión de establecer un acusado paralelismo con el “Fénix de México” sería, por supuesto, inoportuno; pero podría  resultar sugerente arrimar algunos elementos que caracterizan la denuncia incluida en Ifigenia -especialmente su serenidad y eficacia- al tono quieto y a la observación punzante con que Sor Juana -por ejemplo, en el poema “Hombres necios que acusáis”- asevera que precisamente los varones son la causa de los defectos que ellos mismos encuentran en las mujeres. Pero la denuncia de Ifigenia es menos maniquea.
La primera parte de Ifigenia es una larga carta que la protagonista escribe a una amiga; en tanto que las demás secciones son fragmentos del diario redactado por María Eugenia Alonso, la muchacha que, desde el comienzo hasta el final, maneja la narración. En el diario cabe además una carta recibida por la protagonista; este material y los numerosos diálogos incluidos en el texto son los únicos elementos que no salen de la irrefrenable voz narradora de María Eugenia y, desde luego, son los que expresan un punto de vista diferente del suyo. Podríamos anticipar que, sin embargo, estas variaciones de perspectiva se entroncan con una sola estrategia narrativa y de ésta dependen.
En la novela, la autora enfoca la crítica contra la presunción machista, particularmente, mediante la despiadada descripción del segundo Novio, César Leal[5]. Pero el otro enamorado, Gabriel Olmedo, tampoco sale airoso; se deja entrever que su conducta es análoga a la de Leal: lo indican las laboriosas justificaciones orales con que intenta explicar su boda y, sobre todo, la carta que más adelante envía a María Eugenia para incitarla a huir con él[6].
La misiva constituye un verdadero botón de muestra tanto de la “prosopopeya” masculina como de la cursilería puesta al servicio de un fascinante vástago de la alta burguesía venezolana, quien, para franquear la resistencia de María Eugenia, no sabe hacer nada mejor que saquear la más trillada oleografía romántica del Mediterráneo: así reproduce una vulgar y sabida enumeración de imágenes y frases hechas sobre la cautivadora primavera en la irrenunciable París; sobre callejuelas umbrosas, las cuchilladas nocturnas y el alma antigua de la España eterna; sobre el triunfo del amor aliñado con la lava del Vesuvio, que está al alcance en las costas de Italia, y, por supuesto, que no podían faltar las cualidades exóticas de Grecia y del Cercano Oriente.  
La manera con que la protagonista arremete contra sus novios no es nunca frontal, sino insinuante y paródica. El único cañoneo sin fisuras se dirige contra el tío Eduardo, lo que se explica porque dicho personaje suma, a un aspecto físico pésimo y un carácter desleal, el hecho de haberse  adueñado de la hacienda de María Eugenia por medio de oscuras maniobras. La evocación de otras figuras masculinas, especialmente la de tío Pancho, por el contrario, sigue siendo marcada con simpatía a lo largo de toda la novela: de vez en cuando se asoma una ligera e indirecta acusación contra su debilidad, pero se acompaña siempre de indulgencia.
El compromiso feminista de la novela no implica una total parcialización de la autora. A lo largo de la narración también  se condena con frecuencia la resignación de la abuela y de la tía Clara: teórica y prácticamente, ambas comparten una ética de sacrificio a favor de la familia y del papel dominante de los varones en la misma. Estas mujeres, mayores y cansadas, viven y actúan dentro de la tradición católica criolla; su complemento “malignamente activo”, menos religioso, se encarna en la desagradable esposa del tío Eduardo, la cual de todos modos igualmente liba en el altar de la moral machista.
Asimismo, una figura femenina moderna, la seductora y aparentemente “liberada” Mercedes, tampoco sabe sustraerse a la conducta de seguir sacrificándose a favor de un marido al que ya no quiere, pero que le dice que la necesita. Ella rechaza de manera tajante el divorcio –procedimiento que, vale la pena recordar, había sido introducido en Venezuela algunos años antes de la década en que se desarrolla idealmente la ficción-, porque no considera semejante recurso una verdadera ocasión de liberación. El episodio es muy significativo y daría la ocasión para interesantes reflexiones sociales y éticas[7].
En la novela, la única mujer verdaderamente libre desde el punto de vista sexual y afectivo es la vieja sirvienta negra, Gregoria. Sin embargo, en el plano intelectual tampoco se la describe a ella como un modelo  a imitar, a pesar de que se muestre contenta y satisfecha temperando, por medio del sentido común, las creencias supersticiosas del sincretismo afroamericano e hispanocatólico.
El carácter no faccioso ni fanático, sino irónico y divertido de la denuncia se pone de manifiesto continuamente, además, a través de los contradictorios ademanes y tomas de posición de la protagonista, que expresan cabalmente la desorientación femenina –propia sólo de algunas capas sociales e intelectuales, es obvio- de aquellos años: el “bovarismo hispanoamericano”, cuya causa Teresa de la Parra atribuía a un brusco cambio de temperatura en la época y a la falta de aire puro y fresco. Lo anterior se refleja en las oscilaciones, al mismo tiempo estetizantes y filosóficas, de María Eugenia, quien -conforme a una tradición que viene desde lejos- se abandona a teorizar acerca de que las creencias no tienen necesariamente que traducirse en un proceder coherente[8].
En verdad, en la protagonista se observa la falta de sólidas convicciones. Con frecuencia sus reacciones encierran un gran cinismo, como en su respuesta al tío Pancho, cuando este describe la conducta cuasi religiosa de las mujeres frente al hombre-dios[9]. Similar pragmatismo ramplón se expresa en un pasaje anterior, en que ella identifica la felicidad con el dinero, porque este le permitiría viajar y mantenerse en contacto con Europa[10]. En las contradicciones de María Eugenia se evidencia el carácter superficial y esnobista de la cultura recibida por este y otros personajes, supuestamente “adelantados”, de su ambiente.
Otro momento elocuente de lo que acabamos de exponer y de la frágil conciencia feminista de María Eugenia es el relato de un incidente vivido por ella en París, cuando el aspecto grosero de los zapatos y las medias de  una sufragista fue suficiente –a los ojos del personaje- para desacreditar el mensaje de liberación que aquella quería transmitir[11]
Un gran acierto de Teresa de la Parra ha sido el modo como utiliza –en la caracterización de María Eugenia- la pasión desenfrenada por la ropa, verdadero leitmotiv que recorre la historia del personaje y que adquiere un papel determinante en el curso de algunas acciones.
El vestuario constituye una obsesión para la protagonista, ya se tratara de los tocados que estrenaba en el colegio, de los numerosos vestidos á la mode que compró en la euforia de la breve y dorada estancia parisina o de la selección del traje oportuno para recibir a los pretendientes. Esa manía, que se refiere también a los accesorios, llega a teñirse de superstición cuando María Eugenia elige un sombrero de terciopelo negro para conjurar el aleteo del alma del finado tío Pancho. Esta afición desmedida decide, de cierto modo, su destino, pues –más que su perplejidad- son los ruidos que produce al buscar un maletín apropiado para su  delicioso trousseau de seda rosa los que le obstaculizan la huida con Gabriel.
Relacionado con ese asunto, existe un conocido aforismo, evidentemente creado por varón, que reza: “En la vida de muchísimas mujeres, todo, aun el duelo más grande, acaba en un problema de vestidos”. En esa misma cuerda se sitúa el festivo título de la pieza teatral italiana Viene la rivoluzione e nom ho niente da mettermi [Viene la revolución y no tengo ningún vestido que ponerme. (Traducción del autor)]. Sin responder a la ideología subyacente en esos textos  –que atribuye a la vanidad femenina la causa de su condición subalterna y pasa por alto la responsabilidad de los hombres en esa situación-, pero con una marcada intención humorística, Teresa de la Parra insiste en ese defecto, representación metonímica de toda la conducta de la protagonista; por ello, quizá, en vez del subtítulo original, la obra podría admitir el de: Diario de una señorita que escribió porque no tenía a nadie que le comprase muchos vestidos.
No es casual, por tanto, que sea la descripción de un vestido, precisamente del traje de novia, la que casi cierre la novela. Pero ahora se produce un cambio de signo; ya no se trata de una imagen llena de frivolidad, sino es –como se infiere de las palabras de María Eugenia- un símbolo del vacío al que ella se enfrenta:  
A esta hora augusta de la media noche: ¡cómo habla en silencio la negrura del sillón, y cómo calla a gritos la blancura desmayada entre los brazos negros! El sillón parece un amante sádico que abrazara a una muerta. El vestido desgonzado con sus dos mangas vacías que se abren en cruz y se descuelgan casi hasta llegar el suelo, es un cadáver… parece el cadáver violado de una doncella que no tuviese cuerpo… ¡ah! el misterio de ese vestido que se desmaya muerto en el sillón ¿es el símbolo de mi alma sin cuerpo en los brazos de Gabriel, o será el símbolo de mi cuerpo sin alma en los brazos de Leal?... (Ifigenia,p.309).
La conclusión de la novela tal vez no le gustará al lector ingenuo de hoy día, quien, probablemente, se inclinaría a favor de la huida de María Eugenia con Gabriel o preferiría una orgullosa reivindicación de independencia de la protagonista y su rechazo de ambos aspirantes. Por el contrario, la protagonista termina aceptando pasivamente la boda con César Leal.
La motivación para eso es al mismo tiempo baladí y de orden práctico y resulta del todo coherente con la caracterización general de la protagonista. La certeza de que su hermosura, la única arma que tiene, marchitará en el porvenir, y el miedo de que la probable muerte de la abuela determine otro bienio de duelo obligatorio capaz de impedir cualquier noviazgo, producen en ella una fuerte turbación. Ni siquiera piensa en una nueva oportunidad para fugarse con Gabriel y, en un tragicómico intento de “poner orden” dentro de sí, escribe una poco sincera carta a su primer novio[12]. Como resultado, consigue alejar a Gabriel para conservar de este amor un perenne e idealizado recuerdo a lo largo (quizá) de toda su vida.
 El sentido del título de la novela sólo se aclara al final, cuando María Eugenia se identifica con el personaje dramático de Ifigenia. Ella confiesa que acepta el suplicio no porque le sea impuesto, sino por voluntad. Asume con sosiego y con actitud casi mística su dolor y sacrificio, lo que constituye, según parece sugerir, el destino de las mujeres.
Aunque la solución concreta que la autora da a las vivencias de María Eugenia Alonso se corresponde con el lógico desarrollo de la fábula, sorprende un tanto cierto cambio de estilo en esta parte del relato, cuya justificación teórica puede resultar una tarea  excesivamente ambiciosa[13]. No cabe duda de que Teresa de la Parra aquí efectivamente ha turbado, o hasta revuelto, el anterior tono suave de la narración.
Parece que al evocar el mito pagano contado por Eurípides –que se carga  de acentos cristianos en la ecléctica y heterogénea escritura de María Eugenia– la autora   ha querido   llamar la   atención, sin rodeos,  sobre las facetas a menudo realmente dramáticas de la condición femenina. Sin embargo, es muy significativo el hecho de que la protagonista escoja para sí el nombre no de Antífona, por ejemplo, sino el de Ifigenia, porque el mito griego referido a esta última no tiene un final claramente trágico. Por ello, pudiera insinuarse que aún queda una esperanza de salvación para la mujer.
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[1]           Cito la edición de Ifigenia incluida en la Biblioteca Ayacucho, Obra (Narrativa-Ensayos-Cartas),cit.,pp.3-313. El pasaje a que me refiero (Ibíd., p.29) es el siguiente: “(…) esas falanges gloriosas, orgullo de la humanidad, que encendidas de entusiasmo a través de los siglos, han seguido a Demóstenes, a Pedro el Ermitaño, a San Francisco, a Lucero, a Mirabeau, y a Gabriel d´Annunzio…”
[2]          Son frecuentes, en la novela, las descripciones de ambientes interiores “decadentes”: por ejemplo, Ifigenia, cit., p. 96.
 
[3]          Véase la larga conversación (Ibíd.,pp. 111-124) en que Mercedes es retratada insertando continuamente en su habla –verdadera muletilla- palabras y expresiones francesas.
[4]          “Influencia de las mujeres”, Op. cit, pp. 473-475.
 
[5]          Ifigenia, pp. 209 y sigs.
[6]          Ibíd., pp. 244-245.
 
[7]          Véanse, Ibíd.., ulteriores consideraciones sobre la diversa posición del varón y de la mujer en caso de fracaso de su matrimonio.
 
[8]          Ibíd., pp. 81-82.
[9]          Eugenia contesta, en efecto, que se puede aceptar oficiar semejante culto sólo a condición de que “las cosas” que ese “dios” paga “son elegantes y finas, sí se tiene un buen automóvil limousine, y se vive además en una casa chic donde haya por ejemplo varios baños de agua caliente, y un saloncito oriental, con tapices, pebeteros, y su gran diván negro lleno de cojines  (…)”. Ibíd.., p. 68.
[10]         Ibíd., pp. 304-305.
 
[11]         Ibíd., p. 73.
 
[12]         Ibíd., p. 307.
 
[13]         A. LLebot, Ifigenia. Caso único en la literatura nacional, cit., pp.93-104, pronuncia un detenido juicio negativo sobre la cuarta y última parte de la novela, que “rompe con la estructura novelesca y la recarga sin necesidad”.
 
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Teora y crtica literaria

Palabras Clave: Encierro simblico-Patriarcado-Subalternidades-Imaginario

Categoría: Ensayos

Subcategoría: Anlisis



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