Los soplamocos de mi infancia (Diario)
Publicado en Oct 08, 2013
Cuando yo tenía unos 7 años de edad aproximadamente me dediqué, en algunos breves momentos, a aprender a hacer barcos de papel, aviones de papel, pajaritas de papel, unas especies de alforjas de papel que servían para contar y vaticinar si ibas al cielo (color azul) o si ibas al infierno (color rojo) y, de manera muy especial, a confeccionar soplamocos de papel que servían para hacerlos estallar muy cerca de las orejas de las chicas que más nos gustaban pero, claro está, ellas respondían que eras un sinvergüenza, un maleducado y un malcriado y te dejaban más solo que la una. Así que harto ya de aquello de que las chicas que más me gustaban se enfadasen conmigo y no me dirigieran la palabra durante varias semanas por lo de los soplamocos de papel, decidí dejar de hacer soplamocos (la verdad es que yo no era violento pero a alguno de mis enemigos estuve a punto de soltarles algún que otro soplamocos que otro pero no precisamente de papel) y dedicarme a escribir poesías.
Como me daba vergüenza leer mis poesías en público decidí que lo mejor era tirar por la calle y por las calles me lo pasaba chupi lerendi riéndome de aquellas ocurrencias de los soplamocos de papel. Claro está que las niñas que más me gustaban se asomaban a las ventanas por ver qué hacía yo en aquellos años tan felices. Los soplamocos de papel dejaron su lugar a los poemas y, después, como me daba vergüenza leer mis poemas en público, me dediqué a jugar al fútbol con las castañas pilongas, productos de los castaños de Indias que, según decían las malas lenguas, eran incomestibles y si te las comías te entraba una especie de locura fatal. En definitiva, que era fatal intentar ligar con las chicas que más te gustaban con aquello de hacer explotar los soplamocos muy cerca de sus orejas. En cuanto a lo de repartir soplamocos en las narices de los demás chicos el especialista era "Emilín" pero yo siempre estaba atento por si alguna vez tuviera que soltarle un soplamocos a algunos de aquellos mocosos. Algo que Dios quiso que no sucediera nunca.
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