Con buen pie (Relato)
Publicado en Oct 08, 2013
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Manolita Torres había estado soñando, durante toda la noche, con el número 50 porque hasta un total de 50 jóvenes guapísimos, fuertes y millonarios "príncipes azules", la habían estado ofreciendo toda clase de regalos -a cada cual mejor- para ver si elegía de, entre todos ellos, al hombre de su vida. A sus 50 años recién cumplidos aquella misma mañana, pensó que, tras tan bello sueño, había llegado ya la hora de salir de casa todo lo elegante que pudiera y buscar marido. La viudez, que había llevado hasta el límite de lo imposible, la había hecho parecer hasta huraña con todos los hombres que se acercaban a ella para piropearla y salían "de naja" en cuanto ella les soltaba un tazo de "muy padre y señor mío". Manolita Torres sólo buscaba hombres para pedirles favores como ayudarla a poner en funcionamiento el motor de su Seal 600, cargar con las enormes bolsas de viandas compradas en el Supermercado Día o que le regalasen algún cigarrillo de marca tan deseada como el "Marlboro" o el "Winston" que, por supuesto, nunca agradecía. ¡Hasta esos extremos había llegado para honrar el nombre de su ex esposo Jaime Cayuela, muerto hacía ya 25 años, que la había dejado sin ganas de volver a casarse para estar viviendo sólo 1 año de matrimonio. 
 
Pero aquella mañana en que cumplía los 50 años de edad y habñia tenido aquel hermoso sueño de los 50 "príncipes azules" a cada cual más guapo, a cada cuál más apuesto y a cada cual más multimillonario, Manolita Torres se levantó de la cama, se dirigió al baño y se miró al espejo: ¡Todavía era una joven mujer de belleza inenarrable y una hermosa hembra de esas que quitan el hipo a los hombres que la miraban y se quedaban con la boca más abierta que las del buzón principal del Palacio de Correos de Madrid cuando la observaban, obesionados por poder ligar con ella, caminar hacia la boca del Metro de Cuatro Caminos! ¡Ella era la más ansiada por los carcamales millonarios de la barriada de todos los alrededores del Metropolitano colchonero pero aspiraba a mucho más y por eso sólo le apetecían los merengues de Chamartín! 
 
Dejando de lado a los ricos carcamales, todo un mundo de jóvenes galantes esperaban, con los nervios de punta y a flor de piel, verla aparecer por la calle de Raimundo Fernández Villaverde, tanto para verla salir de casa como para verla entrar a casa pero sin atreverse ni tan siquiera a respirar cuando pasaba muy cerca de ellos. ¡Era como la infranqueable Muralla China trasplantada entre "Los Titanic" proyectados por Don Casto Fernández Shaw! Por eso todos la conocían, más bien, como la Casta Susana, la más castiza y la más inabordable de todas las madrileñas nacidas en Madrid.
 
Así que encendió el aparato de radio y se dio un baño completo, se arregló como nunca se había arreglado después de la muerte de Jaime Cayuela (que había sido un experto tocador de vihuela pero con la cara picada de viruela) y comenzó a vestirse escuchando la voz de José Luis Perales. Puso mucha atención en la letra que cantaba el conquense. 
 
"Me llamas para decirme que te marchas que ya no aguantas más que ya estás jarta, de verle cada día de compartir su cama de domingos de fútbol metida en casa. Me dices que el amor igual que llega pasa y el tuyo se marchó por la ventana y se encontró un lugar en otra cama. Y te has pintado la sonrisa de carmín y te has colgado el bolso que te regaló y aquel vestido que nunca estrenaste lo estrenas hoy y sales a la calle buscando amor"
 
Manolita recordaba a aquel Jaime que en tan sólo un año de matrimonio la estuvo engañando, domingo tras domingo, con las mujeres de la calle Valverde; así que se acercó a la repisa del salón-comedor, tomó en sus manos la fotografçia encuadrada de Jaime Cayuela y la arrojó al cubo de la basura. Escogió aquel vestido que nunca había estrenado , lanzó un profundo suspiro de alivio, como si se hubiera quitado un peso de mil toneladas en su resplandeciente espalda, se dirigió hacia la puerta, la abrió y, cerrando con llave, se marchó a la calle... buscando amor...
 
El viento soplaba ligeramente y el cabello de Manolita Torres, libre ya del pesado y pasado moño pueblerino, se movía escandalosamente mientras ella caminaba, galante y elegante, en dirección al barrio de Salamanca. A cada paso que daba se escuchaban los correspondientes olés de los jovencitos que tomaban cervezas en las cafeterías y salían, ávidos y codiciosos, a su paso por ver si a alguno de ellos le tocaba el premio de la lotería para poder cruzar unas cuantas palabras con ella; pero que si quieres arroz Catalina porque Manolita Torres sólo tenía, en su mente, una única meta: llegar a tiempo para desayunar en la Cafetería Hontanares de la Avenida de América número 2, por ver si era ella la que conseguía el premion de la lotería para poder cruzar unas cuantas palabras con alguno de aquellos 50 príncipes azules con los que tan intensamente había estado soñando.
 
- Hola, niña... ¿podrías ayudarme a cruzar la calle?
 
Manolita Torres volvió a la realidad y se encontró ante un ciego, de mediana edad, que la miraba sonriente...
 
- ¿Cómo sabe usted que soy una niña?
- Tengo solamente un veinte por ciento de visión en mis dos ojos, pero la suficiente como para distinguir a una jovencita veinteañera.
- Es usted demasiado galante, caballero.
- Al pan pan y al vino vino. Si no lo veo no lo creo pero lo creo porque lo estoy viendo.
- ¿Le gustan los trabalenguas?
- Los aprendí en la Escuela de Ingenieros de Caminos cuando yo era un verdadero caminante pero, lo que es la vida, para una vez que dejé de caminar y monté en bicicleta... ¡zas!... un accidente contra un camión que venía sin frenos me dejó tal como ahora estoy y doy gracias a Dios de estar todavía vivo para contarlo.
 
Manolita Torres agarró el brazo derecho del pobre ciego y cruzó, junto a él, la calle de Alcalá a la altura de El Corte Inglés.
 
- ¿Se puede saber hacia sónde vas, jovencita?
- Los secretos dejan de ser secretos cuando se cuentan. Lo aprendí trabajando de secretaria.
- Dios sabe que no quise molestarla.
- Entonces siga su camino, caballero caminante...
- Casimiro. Me llamo Casimiro.
 
A Manolita Torres se le escapó una inevitable risa infantil sin ninguna clase de malicia alguna.
 
- ¡Jajajajaja! ¿Es usted ciego y se llama Casimiro?
- No ciego del todo. Soy Casimiro. Cosas de Dios, señorita.
- Llámeme Manolita, por favor.
- ¿Tal vez Manuela de los Dolores?
- Los dolores ya los dejé en el olvido. Me llamo Manuela de los Olvidos.
- Entonces, Manolita... ¿aceptarías desayunar conmigo?
- Espere un momento y pare el carro, carretero. Una cosa es cruzar la calle juntos y otra es tomarse ciertas licencias. No soy ninguna licenciosa.
- Comprendo que usted prefiera a los jovencitos. A ojo de buen cubero... 
 
A Manolita Torres se le volvió a escapar una risa inocente.
 
- ¡Jajajajaja! Me hace gracia eso de a ojo de buen cubero dicho por alguien como usted.
- Humor no me falta, Manolita. Lo que quiero decir es que no la echo más de veinticico años. Digamos que veintiuno.
 
Manolita se sintió profundametne halagada, algo así como si estuviera en sus épocas de oros y dispuesta a sacar las espadas de matar a los moscardones que le salieran a su paso con deseos irrefrenables a través de sus lujuriosas miradas. 
 
- Si usted quisiera conocer a mi hijo...
- ¿Dónde vive su hijo?
- En la Avenida de San Maximiliano número 3. 
- ¡Dejemosno de zarandajas! ¡No me interesan las medianías de la clase media! Gracias, Casimiro. Y ahora que cada uno viva su propio futuro.
 
Se despidieron con un amistoso saludo estrechándose sus manos derechas.
 
- Tienes una mano muy refrescante, Manolita.
- Y usted tiene una mano demasiado caliente, Casimiro.
- De siempre.
- Pues espero que siga así para que usted pueda ganarse la vida. Como usted bien dice, al pan pan y al vino vino. Buena vida tenga usted.
- No me puedo quejar...
- ¿Eso quiere decir que está casado como Dios manda?
- En efecto. Casado y, como ya le dije, con un hijo soltero en edad de merecer.
- Pues dele saludos de mi parte a su amada esposa y a su querido hijo. Y ahora perdone pero tengo prisa ya que el reloj no se detiene.
 
Mientras Manolita Torres se perdía de vista al entrar en la boca del Metro de Goya, Casimiro lanzó un suspiro y continuó su marcha ayudándose del bastón de color blanco.
 
La entrada de Manolita Torres en la Cafetería Hontanares fue más revolucionaria que "La Gloriosa" de 1868 debido al alboroto que produjo. Un joven bien trajeado, pero completamente barbilampiño, que estaba sentado junto a otros tres de la misma calaña, no pudo contenerse y, levantándose de su silla, cantó en voz muy alta...
 
- ¡¡Yo soy la gloria por que lo sigo a todos lados y no me importa donde juegues te voy a alentar pasan los años pasan los jugadores y yo siempre a tu lado el sentimiento no se quita no puedo parar vamos la gloria no podemos perder vamos la gloria que tenes que ganar vamos la gloria que para salir campeón yo te voy a alentar!!
 
Desde otra mesa bastante alejada se levantó otro joven, pero este con un fino bigotito rubio al estilo de Errol Flynn, y se le enfrentó violentamente...
 
- ¡¡Bien que se nota que debes vivir en la Avenida de la República Argentina, pero si tú eres argentino yo soy polinesio!! 
- ¡¡Cállate tú que con ese bigotito te pareces a Rigoberto Picaporte pero solterón sin nada de porte!!
- ¡¡Y tú eres más jocoso que Sandrini, tío patético!!
 
Asustada por el fuego de palabras que se cruzaban los dos mozalbetes, Manolita Torres se refugió en la barra y se le acercó el camarero.
 
- Me llamo Martino pero tú puedes llamarme Martini si lo deseas.
- Yo sólo deseo un martini si puede ser... pero no un animal...
- ¡Oiga, jovencita, que peino canas!
- Ya se nota... ya se nota que se las pinta usted de verde...
- ¿Me está insinuando que soy un viejo verde?
- Usted solamente sírvame un martini y piérdase de vista lo más lejos posible porque no quiero que me espante la caza.
 
El camarero, ante la desafiante mirada de aquella belleza morena, no tuvo más remedio que retirarse a tiempo y servir lo que le pedía ante el enorme alboroto que se armó en la cafetería entre unos contra otros y otros contra unos. Ella se limitaba solamente a esperar de manera abstraída...
 
- A esto lo llamo yo comenzar con buen pie... señorita...
 
Manolita Torres salió de su ensimismamiento y contempló a todo un verdadero ejemplar de hombre, ya treintañero, junto a ella.
 
- ¡Qué susto me ha dado usted, caballero!
- ¿Tan feo soy?
- Precisamente me ha dado usted miedo por lo contrario. Es usted más guapo que un cromo de Marcelino el del Real Zaragoza que hasta sale en películas de cine.
- ¡Jajajajaja! ¿Quién  es ese tal Marcelino?
- El héroe de las chicas de este barrio desde que metió el gol a la URSS.
- La verdad es que no sé de quién me está hablando...
- ¿Es que no lee usted la prensa?
- Por mis muchas obligaciones no puedo leer demasiado y mucho menos los periódicos... pero me sé toda la serie completa del Tigre de Bengala...
- ¿Y se puede saber qué hace aquí todo un "tigretón" como usted?
- ¿Puedo invitarla al martini?
- Puede aunque no sé si debe.
- ¿Tan peligroso es acercarse a su lado?
- Depende. Sólo depende de si es usted inteligente o se quiere hacer el inteligente... que son dos cosas más bien opuestas... aunque... claro está que las cosas opuestas se atraen...
 
El guapísimo treintañero cayó en las redes de las miradas de ella...
 
- ¡Jajajajaja! Además de invitarla al martini dulce que se está bebiendo... ¿puedo invitarla a una cena de gala con baile incluído?
 
La especial y perspicaz inteligencia de Manolita Torres comprendió, rápidamente, que se debía tratar de todo un personaje de leyenda entre las mujeres casaderas...
 
- ¿Una cela de gala con baile incluído?
- Eso he dicho. Y espero que no rechace mi invitación.
 
El guapísimo y musculoso personaje treintañero sacó una tarjeta de color crema muy elegantemente escrita del interior de su chaqueta de boutique especializada.  
 
- Se trata de una cela de gala con baile incluído que se va a celebrar esta misma noche en el Palacio Real.
 
Ella contuvo su emoción para no ser descubierta...
 
- Espere que consulte mi agenda de citas por ver si tengo libre esta noche.
- Le advierto que sólo van a acudir príncipes y otros altos cargos de la realeza mundial. Y para que vea que voy en serio tenga mi tarjeta personal.
 
El para ella desconocido personaje sacó una tarjeta personal del interior de su bolsillo y ella leyó con la rapidez de un rayo...
 
- Caramba. ¿Es usted de verdad Darío IV de Persia?
- Efectivamente, señorita. Soy el último descendiente vivo de los reyes aqueménidas. ¿Puedo tener el placer de saber con quién estoy hablando?
- Con la Gran Manuela de los Olvidos de Madrid.
- ¡Debe ser un título de mucha grandeza!
- Por supuesto que lo es. En cuanto a aceptar su invitación  déjeme que lo piense antes de contestar.
 
El Príncipe Darío IV de Persia pidió una copa de champán mientras ella se hacía la interesante y el resto de hombres y mujeres que se encontraban en Hontanares guardaron silencio para poder enterarse bien de lo que hablaban aquellos dos personajes en la barra.
 
- ¿Ha terminado usted ya de pensárselo?
- Acabo de recordar que esta noche no tengo ningún otro compromiso y eso que es verdaderamente difícil que tenga alguna noche libre.
 
El Príncipe sonrió amablemente y su rostro se encendió de alegría...
 
- Cuando yo digo que a esto lo llamo yo comenzar con buen pie no me refiero solamente a usted, Manolita, sino de manera especial a mí mismo.
- Pero todavía no he aceptado...
- Pero estoy seguro de que aceptará...
- Jajaja. Me río yo de la seguridad de los hombres. 
- ¿Alguna mala experiencia quizás?
- Digamos que solamente un accidente sin importancia.
- Todos podemos tener algún accidente sin importancia. Yo recuerdo que una vez, cazando antílopes con el Gobernador de Kikuyu...
- ¿De verdad ha estado usted cazando con un gobernador keniata?
- Observo que tiene usted una elevada cultura, Manolita.
- Es que en los tiempos en que vivimos las mujeres de alta clase somos así.
- No todas. No todas son tan bellas como usted. Si yo le contara la cantidad de cardos borriqueros que existen entre las mejores familias reales del mundo entero quizás se sorprendería.
- A mí ya no me sorprende nada en esta vida.
- ¿Con lo joven que es usted la vida ya no le da ninguna clase de sorpresas?
- De vez en cuando. Solamente de muy en vez en cuando.
- Pues hablando de esto... ¿se decide ya a ser mi invitada de honor para la fiesta palaciega?
- ¿Puedo recitarle algo antes de aceptar o no aceptar?
- Recite, recite usted, bella dama.
- Por dondequiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé y a las mujeres vendí. Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo a los claustros escalé y en todas partes dejé memoria amarga de mí.
- No se ha equivocado usted ni en una sola letra, ni en una sola coma, ni en una sola tilde, ni en un sólo acento... ¿de verdad es usted así?
- No lo sabe usted bien, Don Darío.
- Llámeme solamente Darío. Lo de Don ante una belleza como usted ya está de sobra.
- Pues mire usted que a mí también me sobra tiempo esta noche... así que acepto sus invitaciones.
- Entonces dígame a qué hora debo ir a buscarla con mi Ferrari a su digno domicilio.
- Estoy pensando que lo mejor es la sorpresa.
- ¿Otra sospresa más? De verdad que es usted sorprendente.
- Sí. Soy sorprendente. Mucho más sorprendente de lo que usted piensa aunque, diciendo la verdad, usted debe estar acostumbrado a conocer bellísimas mujeres.
- No se lo crea, Manuelita. Le repito que si yo le contara la cantidad de cardos borriqueros que se encuentra uno entre las mujeres de las realezas de todo el mundo y de la alta clase social...
 
Ella puso cara de inocente...
 
- No me lo creo.
- Puede usted creerlo. De cada diez sólo se salva una y desde luego usted es una de esas raras excepciones.
- Ya estamos de acuerdo, al menos, en un punto de vista.
- ¿Sabe usted que hay muchas loras entre las más grandes fortunas del mundo?
- Según me contaba mi abuelito, que en paz descanse, eso es verdad.
- Lo que sucede, créame a mí, es que tanto el "Hola" como el "Semana" y todas esas revistas del corazón eligen solamente al uno por ciento de todas ellas.
- ¿Tanto adefesio hay por los mundos de las grandezas señoriales?
- Si yo le contara, Manuelita, ay si yo le contara.  
 
El Príncipe de Persia pidió la cuenta, pagó religiosamente y se quedó mirando, por un momento, los ojos de ella mientras esta se guardaba en su bolso la invitación a la cena de gala y la tarjeta personal del Príncipe que, ante el asombro de todos, se bebió rápidamente el champán. 
- No ha dejado usted ni una sola gota. 
- Lo excelente es lo excelente. Con el champán sucede lo mismo que con las mujeres. Cuando es excelente no hay que dejar ni una sola gota.
- ¿Y no se agota usted nunca?
- ¡Jajajajaja! Buen chiste, jovencita.
 
Ella volvió a hacerse la inocente...
 
- ¿He dicho algún chiste?
- Veo que es usted todavía muy tierna pero mejor... mucho mejor que sea así... algunas son duros huesos de roer...
- ¡Jajajajaja! ¡Eso sí que es un buen chiste!
- Pues tampoco yo estaba contando chiste alguno.
- Ese es otro punto que nos une, Señor Príncipe.
- Darío. Simplemente Darío.  
 
 
FIN
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Foto del autor Jos Orero De Julin
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Relato.

Palabras Clave: Literatura Prosa Relatos Narrativa Ficcin.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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