Semántica de la oscuridad (Relato)
Publicado en Nov 14, 2013
Me asomo, una vez más, al vacío de la calle oscura. Siempre la semántica de la oscuridad enredada en la bombilla de la farola que, soldado de la noche, me hace distinguir los perfiles de mi sombra. Y descubro la luz de las paredes llenas de permisividad junto al leve resplandor del escaparate de la perfumería y el comercio de ultramarinos. Las largas experiencias de haber caminado entre las acacias me hacen recordar el desmonte de los guijarros lisos, el montículo habitado por las ortigas y, de vez en cuando, el paso lento de un transeúnte que, hostigado por el frío, se arrebuja en su abrigo.
- Buenas noches. Quizás le haya respondido con un igualmente para usted pero no recuerdo haber soltado ninguna palabra excepto esa sensación de haberle saludado mientras enciendo el cigarrillo y me quedo observando la llama incandescente mientras pasan los últimos minutos del siempre eterno sentimiento; esa sensación de haber vivido muchas veces entre la fila de los que caminan por la costanilla de los ciegos hasta llegar a la ancha plaza donde sigue todavía abierta la vieja taberna del vino dulce con pastas y el olor del aguardiente seco en la garganta del viejo Gervasio, el de la pierna tullida y el montón de recuerdos de cuando era torero y Celia Gámez le dedicaba sonrisas en las tardes de sol caliente. Me subo las solapas de la gabardina y observo un grupo de muchachas que corren hacia la parada del búho para poder llegar a tiempo de no ser salmodiadas por esos terribles padres de bigotes anchos y de boca estrecha. Una de ellas me mira como de soslayo mientras codea a su compañera más cercana. - ¿Te ha dicho algo? - Creo que buenas noches. - ¡Vaya sinvergüenza será ese tipo! Lo de tipo me hace sonreír mientras sigo caminando y las farolas parecen cada vez más confidenciales que nunca para una pareja de adolescentes que inician la tarea de aprender a besarse. La catedral se yergue con su cúspide en forma de aguja de coser sueños en medio del rezo de los rosarios y, por el suelo de las baldosas grises, un gato de color blanco cruza como una exhalación persiguiendo no sé qué clase de misterioso animal. He aprendido ya a escuchar tantas leyendas sobre los gatos de la ciudad que para mí son como compañía de misterios sagrados. Cada vez que una vieja los cuenta cambia la condición. Mi condición, mientras cruzo la avenida, justo por el costado del puente donde los suicidas dejan su paso por la vida para estrellarse en el vacío de la soledad, es seguir adelante y entro en la taberna para sentarme junto al tocador del acordeón, el tuerto Sigfrido Guillem que no deja de charlar en catalán mientras los demás no entienden nada y sonríe como si hubiese sido entendido por todos. La pátina del tiempo ha dejado descoloridas las fotografías en las paredes y, mirando fijamente a la de la mujer dando de comer a las gallinas, se me reproduce en la mente el recuerdo de mi tía Ramona cuando me hacía leer, a cambio de un buen puñado de céntimos, lo de la novelita por entregas del médico rural que se enamora de una malagueña de Ronda perteneciente a la clase social inalcanzable para él. El folletín siempre acababa en un continuará que hacía imposible saber si el amorío terminaba en boda o acababan todos como el rosario de la aurora. Aquí, en la calle Bailén, los ojos de los automóviles encendidos alumbran los años de Gervasio y el vaso de vino tinto baila, en las manos de Carmela, una especie de peteneras sin denominación de origen. Supongo que será la misma que, con su vestido flamenco va a debutar en El Corral de la Morería esta misma noche y los nervios le hacen beber. Así que saco el libro de mi bolsillo y me pongo a leer "Mayra en la encrucijada de sus deseos". Mayra tiembla como una copa rota. Miles de veces se está sintiendo así, reteniendo una lágrima ardiente en el pecho, notando disparos de fuego en infinita procesión y procurando ser prolija para incluir todas aquellas sensaciones apenas inolvidables. En su cielo protector hay un momento devastador que ve y vive. Está ahora recostada sobre el piso, llorando desconsolada, comprendiendo su silencio, enferma, agonizante de soledad... pero a su lado está el milagro de la vida salvándola de los abismos, el miedo y la tristeza superados por la alegría del amor y la pasión de la gran intensidad de su llanto; sobre todo porque hay un compromiso de fe y porque la historia le comunica el sentir de los corazones en celo. Y se promete a sí misma que nunca más habrá treguas para la melancolía, pero ésta crece en ella, la confiada Mayra, para trabajar duro y enviarla un mensaje amoroso, todavía no pergeñado del todo, todavía tierno en las altas horas de su madrugada. Mayra baja ahora, en su sueño, la colina, atravesando el bosque espeso y verde, sintiendo el corazón con su ser y su sed de mujer y confiando en superar la tristeza. Tantos son los momentos con que se conmueve; tantos son los instantes con que conoce sus límites; tantos son los tiernos deseos con que mira los primeros regalos de la pubertad... que Mayra suspira y se quita las lágrimas de los ojos. También rememora el ofrecimiento de un amante adolescente. Es, para ella, la ternura más elevada aquel momento que, extraño a toda ella, estudia con todos sus sentidos recién abiertos mientras, al fondo, una música de Garfunkel le acompaña y ella se marcha embarcada en la enternecedora vida de niña decapitada, de feroz infante, pasando de la incomprensión al desengaño de todo su pasado. Y huye de la realidad para llegar a su úiltima frontera, a su infinita e indescifrable imagen de placer envuelta en sentimientos sin escapatoria. Mayra ya puede empezar a llorar de nuevo con el llanto en la mano, perdiendo progresivamente esa ansiedad de solitaria que necesita para trabajar en sus esfuerzos montados salvajemente para quedarse libre de ausencias. Lucha de niña que pasa a ser mujer. Recóndita vacilación de sentimientos que le roban la calma. Es fácil, para ella, estremecerse ahora porque se enfrenta a un relato amoroso donde la pasión es intensa, roja sangre, predestinada como está pero quedándose unida a su respiración. Irse muriendo poco a poco su pasado para nacer de nuevo como una joven promesa de bello rostro, bello pelo largo que queda flotando en el vacío, lacio, levitando, inmadura todavía, como un bebé en calma, detenida en el tiempo, con legítimas lágrimas invisibles en los ojos, matando el pasado y viviendo el futuro. Y así, envuelta en las brumas de la crisálida, Mayra nace como vuelo de paloma, traspasa el umbral de los púber, y se produce en su cuerpo una desazón de joven reviviendo la inocencia y superando, a su vez, la ignorancia; reviviendo lo sencillo que es amarlo todo; prefiriendo vivir en la comodidad que es sentir todo lo ajeno como cosa nueva; viviendo con furor en medio del concierto diario de las rosas y los jazmines; queriendo vida para su crecimiento corporal y conciliándose con la mujer-compañía de volar junto a sus deseos. Termino de leer mientras escucho el acordeón de Sigfrido Guillem que está recien pintado y por eso suena como de manera nueva aunque la canción sea de otros tiempos más cercanos a sus recuerdos. Yo no recuerdo haber oído nunca a un señor tan bien compuesto tocar serenatas tan desafiantes. Entorno los ojos y comienzo a recordar: Estalla la bombilla de la luna en pálidos reflejos de fulgor. Suena el acordeón tanguista. En el callejón riela la plata de la lluvia y los versos que desgrana el poeta se llenan de café y tabaco. Bajo la sombra del teatro los arlequines dialogan con las damas y hay un farol encendido que habla... Más acá, en el centro de un coloquio de artistas, toca sinfonías un pianista. Se asoma a la esquina del quejido la pública mujer de las cerillas y un cadencioso rumor de nostálgicas pulsaciones late en un corazón de enamorados. Duerme una paloma blanca entre las ramas del árbol, suena el silbido del aire entre las solapas del sentimiento y con los dedos se juega a ser prestidigitadores del sueño. Termino de beber el vaso del vino dulce, salgo de nuevo a la luz de las farolas, algo así como enfermizas por culpa del otoño, me vuelvo a subir las solapas de la gabardina que lleva perfumes de mujer y bajo hacia el abismo del vacío de la calle oscura. - Buenas noches. Me parece que era la voz del sereno...
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