Para bien o para mal
Publicado en Sep 04, 2009
En aquella casa se respiraba un aire diferente a las demás. Era un tenue olor a duelo, a despedida y a adiós. Desde afuera de la casa se podían ver dos siluetas proyectadas sobre las cortinas. Madre e hijo diciéndose palabras difíciles, diciéndose adiós. _La vida es un viaje, con muchas estaciones, días de tormenta, tardes de sol, noches de invierno y amaneceres de oro. _ ¿Para qué tanta reflexión si no estaremos ni tan lejos? Mejor me voy ya, antes que me aferre al perchero o me amarre a la puerta del baño_. Dijo el joven abrazando a su madre, dándole un abrazo prolongado, como si fuese el último, o al menos así lo recordaba él, sentado en frente del terminal esperando su bus. No quería irse, quería que todo fuese solo un mal sueño, se pellizcó el brazo y se dio cuenta que aun vivía en el mundo real. Para bien o para mal todo seguía siendo igual. El joven Tomás. Sus padres opinaban que su estatura era acorde a sus 16 años de edad, su pelo rubio y crespo siempre encantó a la tía Berta la cual cada que tenía la oportunidad le despeinaba, así por el estilo era el gusto de la abuela Magnolia por los ojos claros de Tomás. Con ojos azules o no nunca resaltó en los deportes, o por lo menos eso cuenta su pared, la cual jamás vio alguna medalla colgada ni ningún diploma de excelencia académica. Dicho de otro modo era un muchacho promedio, sin grandes ambiciones ni habilidades. Todo aquel que hozo alguna vez en preguntar cuales eran las pretensiones de Tomás recibió la misma respuesta, "Quiero conquistar el mundo para así conocerlo". Para sumar otra a su larga lista de cosas que no hace muy bien, se le podría agregar su incompetencia para hablar con muchachas de su edad; eso lo asegura Lorena sin dudarlo, en todo caso opiniones de la niña más linda del curso. Ahí estaba él, tan imperfecto. Cuidando celosamente su morral hinchado a punto de reventar, relleno de ropa embutida con rapidez, al igual que unos cuantos libros y su cuaderno de garabatos. Una maleta improvisada, pero con todo aquello realmente suyo. Tomó súbitamente la maleta, su bus había llegado por fin, luego de una larga espera amortiguada por un libro de poesía. Pagó el tiquete presuroso. Era extraño que quisiese subir tan deprisa al bus, si nadie lo esperaba en la ciudad. En cualquier caso, se apresuró a pisar las pequeñas escalerillas resbalosas del roído colectivo. Posando firmemente los pies en el corredor, miraba las caras impávidas de los demás pasajeros. Lo más seguro era que jamás los volviera a ver en su vida. Paso a paso, mano a mano se hizo camino entre los hacinados asientos, esquivando maletas y miradas ajenas. Reconocía sombreros, pero no cabezas; ojos pero no rostros. No los conocía y ellos tampoco a él, por razones del destino ahora se cruzaban para verse las caras y seguir su paso. Al menos eso pensaba Tomás en medio de una de sus meditaciones casi psicodélicas; curiosamente todo cambio de golpe al ver una joven recostada en el vidrio de la ventana, con la frente al frío cristal viendo la gente pasar. Quería conocerla. Por una vez en su vida quería conocer a alguien por casualidad. Tomás quería vivir, conocer muchas tierras, y a la larga muchas personas, aun cuando nunca ha sido alguien de muchas palabras. Cada vez la veía más cerca, crecía su expectativa conforme caminaba. Su corazón se desbocó, su nerviosismo afloro. Si Tomás fuese un atrevido nudista todos verían una gota espontanea de sudor cruzar por su pálida espalda. Mientras se sentaba nerviosamente, advirtió que aun tenía el morral al hombro, el mismo que sé interponía entre él y el asiento. Intentando descargarlo golpeó por error a la chica. Para Tomás el instante pasó en cámara lenta, poco a poco el morral chocaba, la joven se despegaba del empañado vidrio y le miraba de manera despectiva; Si las miradas matasen ya estaría más que fusilado. Fue cuando tomó rápido su morral y sin decir nada se sentó en la silla de atrás, con la cara casi fundida de vergüenza le pidió una sincera disculpa. Nada dijo ella. Unos metros más tarde, ya estando el viaje sobre ruedas, ninguno de los dos había mencionado nada de lo ocurrido en el terminal. Ella no pretendía determinarlo, ahora le odiaba, tenía ganas de matarlo, bueno, al menos eso pensaba Tomás afligido por lo sucedido. Sin darle más vueltas al asunto se contentó recordando su típica frase: "ya no volveré a ver a esta gente nunca más". Perdió su mirada entre las montañas que se entre cruzan, aquellas que recubren el paisaje, que inundan el horizonte, extravían los ojos y liberan la cautiva imaginación. Al mismo tiempo la joven sentada a una silla de distancia perdía su mente entre los mismos arboles y las mismas cumbres. El carro paró de golpe en medio de la carretera, cerca a un gran tronco quemado, partido semanas antes por un rayo casual, causal de muerte para un conductor desprevenido. De cualquier forma todos en el colectivo ignoraban lo sucedido, incluso algunos ni pretendían indagar el porqué de la mancha negra en el árbol, otros simplemente dormían. Una pareja de campesinos de pie sobre el asfalto paró el bus. Iban de vuelta a la ciudad como todos los fines de mes. La historia de estos dos nunca fue bien contada y no se sabe con certeza. De cualquier forma, tomaron sus maletas y subieron al bus. Sólo quedaban dos puestos libres, uno de ellos al lado de la joven, el lugar donde se suponía se sentaría Tomás. El otro asiento vacío estaba, curiosamente, al lado del avergonzado muchacho. La pareja escrutaba los rostros de los pasajeros en busca de un hueco, esperanzados en que alguno de esos rostros ignorados no estuviese. Tan sólo encontraron dos puestos libres, ellos pretendían irse juntos, disfrutar del atardecer que dentro de poco florecería en la distancia. Picados por el bichito del amor querían estar siempre y en todo lugar juntos, casi mesclados, fundidos. Tomás imaginaba sonriente como seria si por razones inesperadas de la vida la joven sentada al frente suyo de un momento a otro se sentase a su lado. Su ensueño fue roto por una persona que se sentaba a su lado, la cual Tomás ignoro, estaba inmerso en sus pensamientos. ¿Cómo se llamaría? Se preguntaba insistentemente. Inesperadamente Una suave voz le pidió: _ ¿Podrías abrir la ventana? Tomás la abrió con cierto desdén, prefería seguir tumbado sobre el vidrio. _Listo, algo más_. Dijo Tomás casi con sarcasmo, mientras volteaba a ver a su compañero de asiento. Era ella, justo ella, la joven anónima. _ Si quieres la puedes cerrar_. Respondió ella algo contrariada. _ ¿Porqué terminaste sentada aquí? _ Esos de adelante me pidieron que me cambiara, por mi no hay problemas de todas formas me pareces interesante. Tomás sentía que iba a colapsar de la emoción, jamás le habían dicho nada igual. Entraron rápidamente en confianza, como si tuviesen química, una espontanea camaradería se sentía en sus voces. Cualquiera que los viera diría que son amigos desde hacía ya un buen tiempo. Ella se describía como una persona demente, diferente, divertida, leal y altamente sentimental. Hizo hincapié en que llora por todo. A las preguntas de rigor respondió sin vacilar: Su nombre es Laura, vive en la ciudad, visita el pueblo decadente regularmente y ha vivido quince años. De un momento a otro los dos guardaron silencio, ignorando algo mejor que decir. Laura preguntó por fin: _ ¿A qué vas a la ciudad? _ Bueno, yo vivo allá, estaba de vacaciones, pero tuve que subir antes de tiempo debo presentarme a un nuevo colegio. _ ¿Hombre revoltoso?_. Preguntó Laura con picardía. _ No, hombre tímido_. Respondió Tomás mirando por la ventana. _ Eso pensé yo, que lástima. Si algo odiaba Tomás era la lástima, fue entonces cuando se giró y con fuerzas sobre humanas la besó. Nunca se había atrevido a hacer algo semejante, la valentía no eran muy comunes en él. Aquel beso se prolongó casi hasta el final del viaje, los dos se encontraban fascinados y atraídos. Cuando el bus se detuvo despegaron sus rostros fundidos. Incrédulo Tomás se pellizcó un brazo, para su sorpresa no le dolió. Por más que apretó nada sintió. Mientras los pasajeros empezaban a bajar del bus Tomás la besaba una vez más, una que valiera por mil. Un sólo beso. Para bien o para mal, el segundo o el último beso.
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doris melo