Memorias de un líder inesperado - Capítulo 1 (Diario)
Publicado en Dec 17, 2013
En nuestro negociado bancario regía la misma convivencia que en el resto de negociados bancarios. Luchábamos contra las absurdas decisiones de los jefes y subjefes que, mal preparados culturalmente, querían imponernos sus antojos cuando sabían que se encontraban a años luz de distancia con arreglo a nuestros conocimientos. Por estas causas, nuestros jefes y subjefes sufrían de complejos de inferioridad que ellos intentaban siempre superar elevando la voz, chillando, gritando o maldiciendo al no poder comprender nuestras inteligentes formas y maneras de laborar. Maestros del miedo cuando les daba por pensar que nosotros intentábamos superarles para quitarles sus cargos en el Banco, la única arma que siempre esgrimían era aplicar el despotismo más vulgar intentando dárselas de personas importantes cuando sus importancias eran prácticamente nulas para nuestras aspiraciones que no pasaban, por supuesto, por querer aspirar a ocupar sus lugares.
Desde antes de salir a tomar el bocadillo, teníamos que soportar aquel suplicio diario esperando, con ansiedad, a que el reloj marcase las once de la mañana. Yo siempre llevaba zapatos deportivos, cuando me daba la real gana aunque otras veces no los llevaba, pero lo común de nuestros jefes y subjefes era que sufrieran apretones de pies por culpa de sus zapatos, como de cuero forjado, que les hacían parecer cangrejos enrojecidos con caras de estreñidos ya que tenían que soportar aquellos zapatones ajustados a sus pinreles y, además, el nudo de aquellas corbatas (que yo llevaba cuando me daba la real gana y cuando me daba la real gana no las llevaba) baratas que les pinzaban las nueces de sus gargantas hasta el paroxismo más increíble. Aquello me producía un placer infantil, como si no tuviera otra cosa que hacer más que observarles y no dejar de reír por lo bajo mientras que mis dedos componían una verdadera sinfonía de melodías sonoras en el teclado de las máquinas. Estos momentos siempre los vivíamos en silenciosa complicidad mientras los jefes y subjefes no podían aguantar el dolor de sus juanetes y la sequedad de sus gargantas llegaba al límite de lo insoportable. Por allí nos movíamos nosotros con nuestras zapatillas deportivas, nuestros pantalones vaqueros y nuestras camisetas de manga corta que tanto deseaban vestir ellos pero que, incapaces de ser otra cosa sino simples mandados de las ordenanzas laborales, les hacían sentir envidias y hasta odios reconcentrados que se reflejaban en sus torvas miradas. Ya era bastante haber llegado desde ordenanzas a jefes y subjefes nombrados a dedo por sus "padrinos"; aquellos pequeños directivos que se habían encargado de auparles a puestos de poca monta tras montar a algunas de sus mujeres (como decían algunos mientras yo sólo escuchaba sin decir nada) que, silenciosas para no ser descubiertas, callaban el ser objetos de compra y venta porque lo importante, para ellos y ellas, era obtener muchas cantidades de dinero para poder pagar los plazos del automóvil familiar y el chalecito adosado de la costa o de la sierra, a donde iban a descansar, escondiendo sus vergüenzas, los fines de semana que empezaban algún viernes por la tarde y terminaban algún domingo también por las tardes. Y todo ello... ¿merecía la pena vivirlo sin dignidad alguna? Nadie revelaba lo que sucedía pero, en solemnes confidencias junto a las máquinas del café, a algunos se les escapaba el secreto y, de murmullo en murmullo, todos conocíamos que lo que pasaba eran verdaderas historias de camas y camastros. El único que no podía darse por aludido y que trataba de disimular su deshonra era Grogüe, al que todos conocíamos como "El Mellado", no por la falta de dientes sino porque tenía por los suelos una fama que yo no pagaría ni tan siquiera una peseta por ella. Duro sí que era aquel tal Grogüe con los más inocentes. Duro sí que era aquel tal Grogüe con los que tenían que soportar las soeces palabrotas en medio de la rutina de la jornada laboral. Nosotros, en tales ocasiones, sólo esperábamos a las once de la mañana para poder intercambiar nuestras emocionantes aventuras sin darle mayor importancia ni a Grogüe ni a todos los que eran como Grogüe. ¡Qué bello y emocionante era aquello de narrarnos nuestras aventuras ajenos, por completo, a los trajines que se traían entre manos nuestros jefes y subjefes para ponerse la zancadilla los unos a los otros y poder superar algún que otro escalón en aquel maremagnum de cargos administrativos que a nosotros, la verdad sea dicha, ni tan siquiera nos interesaban mencionar en nuestras charlas del bocadillo! ¡Las charlas del bocadillo! ¡Había muchas otras cuestiones que nos interesaban a nosotros y entre ellas, cómo no, las que se referían a las compañeras de muy buen ver, de carácter agradable y que nos llenaban las mañanas de sueños tan enriquecedores para nuestras fantasías que yo las recogía en mis historias literarias! Eran charlas tan llenas de inocencia que nunca rebasaban el límite de los resabios y los esdrújulos acosos que tenían que soportar de parte de los otros, de los de falta de estudios y conocimientos que querían, en el fondo de sus innobles deseos, poder aprovecharse de alguna de ellas para luego ir fardando de chavalas ante los que les hacían caso. Y es que, además de nuestros jefes y subjefes, había muchos pequeño burgueses entre los administrativos e incluso entre los ordenanzas que aspiraban a ser como ellos algún día más o menos lejano. Así transcurrían los minutos del bocadillo soñando con preciosas princesas y viajes a lejanas e inhóspitas tierras donde yo me convertía en heroico personaje que había aprendido a imitar a través de mis lecturas juveniles. Ser joven no era sólo tener edad juvenil sino corazón juvenil y hasta alma juvenil. No era posible entender a aquellos otros que sólo aspiraban a ser como Grogüe aunque tuvieran que estar pensando, hablando y comentando, durante todo el santo día, de operaciones bancarias, sumas del Debe y del Haber, balances cuadrados o descuadrados, saldos de cuentas corrientes, porcentajes de interés simple o interés compuesto, corretajes y otras muchas plúmbeas zarandajas de las que yo no quería ni tan siquiera pensar cuando el reloj anunciaba el fin de la jornada laboral. Nosotros nos animábamos mutuamente, mientras fumábamos despacio y tranquilos, en lugar de despotricar contra los demás, que eran formas y maneras de actuar de nuestros jefes, nuestros subjefes y los administrativos y ordenanzas que querían llegar a ser jefes y subjefes aunque tuviesen que pagar aquel indigno precio de prestar a sus mujeres o a sus novias para las fiestas lujuriosas de los ejecutivos a quienes querían encelar para que les nominaran ante el Consejo Superior de aquella empresa bancaria donde envejecían como partes de ella. Eso era lo máximo a lo que aspiraban aquellos seres tan diferentes a nosotros que nos tildaban de rebeldes sin causa. Pero ¿cuál era la causa que tenían ellos y cuáles eran nuestros sueños? Puestos a comparar en la balanza de la vida, ellos perdían siempre porque tenían que aguantar, todo el santo día, unos zapatos que les producían callos; unas corbatas que les asfixiaban y les ponía las caras más rojas que los cangrejos y que, sobre todo, no sabían cómo hablar con las compañeras más atractivas, más inteligentes y más interesantes (todo ello a la vez) porque carecían de gracia para hacerlas sonreír y tenían que recurrir a la palabrería soez, a la guarrería fuera de lugar, al chiste asqueroso y a toda aquella parafernalia del acoso laboral. Era muchísimo mejor narrarlas historias de caballeros andantes en busca de peleas contra los enigmáticos seres que inventábamos para hacernos más interesantes ante los ojos de ellas. ¡Merecía la pena ver los ojos de ellas brillar de entusiasmo y de emociones infinitas, mientras que, a cambio de ello, nosotros soportábamos los trabajos más duros y pesados de la oficina! Si Grogüe y los que eran como Grogüe creían que haciéndonos cargar con los trabajos más pesados y menos ostentosos "de cara a la galería" nos hacían un flaco favor, se equivocaban totalmente porque aquellos sacrificios nos servían para parecer más heroicos, más mitológicos, más sobresalientes ante los brillantes ojos de las que nos interesaban no perder de vista. Cuestión de objetivos. A mí, particularmente, mi único objetivo dentro de aquella jungla salvaje de papeles, máquinas y archivos, era quedar liberado al sonar las tres de la tarde que era cuando, realmente feliz, podía aventurarme por todos los ambientes de la gran ciudad de Madrid y seguir aprendiendo a contar historias cada vez más desbordantes, cada vez más emotivas y, además, cada vez más reales. Porque daba la casualidad de que, a la vez que eran más desbordantes y más emotivas, eran reales, bien reales, tan reales que muchas yo las adornaba con palabras nacidas desde el interior de mi alma y desde el fondo de mi corazón. Hasta ahí me alcanzaba la ocultación del sol y la aparición de la luna. Y, bohemio de los contraluces, amontonaba vivencias para poder producir ese puzzle sorprendente con el que poder entablar charlas, conversaciones y hasta sentimientos con las chavalas de los ojos brillantes que no comprendían aquello de castigar con trabajos arduos y pesados a un chaval que era capaz de transformar la gris jornada laboral en todo un caleidoscopio de luces y colores. Perdido entre los montones de papeles y documentos bancarios, yo nunca me perdía en discusiones absurdas con el absurdo Grogüe. Lo único que me interesaba, de toda la jornada laboral, era cumplir como el mejor en la realización de mis trabajos mientras inventaba especies de greguerías más allá de la corta inteligencia de los jefes, los subjefes y todos aquellos administrativos y hasta ordenanzas que querían ser como los jefes y los subjefes. Los gritos no me interesaban para nada. Los gritos suponían ataques de histeria que se cruzaban, por ejemplo, entre Grogüe y Casdemó, los cuales tan pronto eran amigos como se convertían en enemigos acérrimos el uno contra el otro. Fue precisamente Casdemó quien había ido diciendo lo de las compras y ventas de las señoras de los que ascendían a jefes y subjefes desde la categoría de los ordenanzas, elegidos a dedo, por aquello de desear a toda costa el coche familiar y el chalecito adosado en la costa o en la sierra. ¿Merecía la pena aquel precio si es que era verdad lo que decía Casdemó o Casdemó mentía porque no le habían nombrado a él? No me importaba saberlo ni me interesaba saberlo. Pero así transcurrían mis minutos del bocadillo soñando con preciosas princesas y viajes a lejanas e inhóspitas tierras conde me convertía en heroico personaje que había aprendido a imitar a través de mis lecturas juveniles. Ser joven no era sólo tener edad juvenil sino corazón juvenil y hasta alma juvenil. La convivencia de los otros, como por ejemplo entre Grogüe y Casdemó (sea o no sea verdad los que uno y otro dijeran) se les convertía en un verdadero infierno lleno de injurias demostrables o no demostrables, falsas o verídica... ¡vaya Dios a saber!... ante lo cual yo nunca ponía la mano sobre el fuego para no quemarme; porque lo nuestro, lo de los que pasábamos de todo aquello, era no perder ni un sólo minuto de los pocos que teníamos (por culpa de los trabajos arduos y pesados con los que nos castigaban) para charlar o solamente quedarnos mirando, sin decir nada pero soñando mucho, con todas aquellas compañeras que nos gustaban de verdad, pero con las cuales no pasábamos los límites de la indiscreción. Un día, Grogüe y Casdemó terminaron por no dirgirse más la palabra. No era un problema mío. ¡Yo sólo añoraba ver pasar a las chavalas que me gustaban de verdad porque eran las más atractivas, las más inteligentes y las más interesantes (todo ello junto) y, además, eran las más divertidas y con las que mejor podía sonreír y hasta partirme de risa a pesar de los castigos que me imponían los jefes y los subjefes que no entendían aquella noble manera de actuar porque ellos podían ser cualquier cosa menos nobles!.
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