Diez meses ( 15 y 16 )
Publicado en Jan 06, 2014
15
Le gustaba sentir, en la suya, la mano pequeña y arrugada de Emilia cuando la acompañaba a la habitación; le conmovía la sonrisa perdida de Eugenia y sus caricias, aunque no fueran para ella; le dolía la vulnerabilidad y el miedo en los ojos de Rosario; odiaba meter prisa a Juan para que comiera y no escuchar a Pilar como ella necesitaba. Alicia palpó el cable hasta dar con el interruptor. Sin ser brillante, la luz la obligo a cerrar, momentáneamente, los ojos. –Es lo que siempre he hecho – repitió, esta vez, en voz alta. ¿Qué tipo de respuesta era esa? ¿Cuánto tiempo era siempre? Tras un rápido recuento concluyó que eran seis años. A los que había de añadir alguno más si quería remontarse a los días en que decidió su profesión, una elección que creyó definitiva. Fue durante el verano que cumplió quince años cuando se aficionó a observar el cielo. Lo tenía muy a mano en la décima planta del hospital. Lo contemplaba sobre todo por las noches, al cerrar la puerta de la habitación y quedarse a solas con su madre. A veces bajaba la mirada y veía a la gente apresurándose hacia sus casas, un autobús semivacío o la luz verde de un taxi solitario esperando a la entrada del hospital la salida de algún familiar rezagado. Apenas permanecía unos segundos en aquella actividad ilusoria que transcurría a escasos metros de distancia. Prefería la proximidad de las estrellas que, sobreponiéndose a las potentes luces de la ciudad, brillaban en un cielo sereno y confiado. Cuando el cansancio la vencía, se reclinaba en la cama y su madre, a quien suponía dormida, ponía la mano sobre su cabeza y, así, entre breves intervalos de sueño, esperaban la llegada de otro día. Raudos y sigilosos, los uniformes desfilaban por la habitación desde primera hora de la mañana. Los había de tres colores: azul, verde y blanco. Colocaban el termómetro, extraían sangre, dejaban comida, hacían la cama y pasaban consulta; por la tarde desaparecían. Por la tarde, con la ayuda de Elena o Amalia bañaban a su madre. Dos años más tarde, en el aula de prácticas, aprendió el protocolo correcto a seguir ante cualquier intervención con un paciente. Pero, últimamente, tenía la desagradable sensación de que los ancianos sólo veían en ella un uniforme blanco corriendo por los pasillos. 16 Resultaba difícil caminar por las calles más céntricas, aquellas donde se concentraban la mayoría de los comercios. Toda la ciudad era un exceso, un desenfreno en el que Alicia se había sumergido resignada, pero del que estaba resuelta a emerger esa misma tarde. Se encontraba a un solo regalo de conseguirlo. Se aferró a este pensamiento mientras hacía un nuevo esfuerzo por no quedarse rezagada. Le costaba mantener entre el gentío el paso decidido de María, pero no la convino a andar más despacio. Gracias a su entusiasmo y al conocimiento que tenía de las tiendas más económicas y originales, iba a zanjar el molesto asunto de las compras en unas horas. La elección de un perfume para Elena le provocó un incipiente dolor de cabeza, muy oportuno para convencer a María de que buscaran un lugar tranquilo donde refugiarse del espíritu navideño. María limpió con una servilleta de papel su parte de la mesa, examinó la taza, en la que no se distinguía el nombre del bar, y miró, abiertamente, a los dos hombres que bebían en la barra, antes de fijarse en Alicia. –Te encuentro más animada. Menos moleta, pensó Alicia, que durante la ajetreada conversación de tienda en tienda; se había limitado a tocar temas convencionales, sin hacer ninguna alusión a cómo se sentía. –Es posible. – ¿Y tiene algo que ver en ese cambio el misterioso hombre con el que pasas las tardes? Alicia sacó la extenuada bolsita del agua y la dejó en el borde del plato. A Elena le había faltado tiempo para contarle a María lo poco que sabía de Pedro. –No tiene nada de misterioso. –Bueno, pues cuéntame cosas de él. –Se llama Pedro. – ¿Está casado? Alicia se encogió de hombros. – ¿Dónde vive? –No lo sé. – ¿De que habláis?, eso si lo sabrás. Alicia sonrió ante la posibilidad de compartir sus conversaciones con Pedro. –De todo, con él se puede hablar de cualquier cosa. – ¿Cómo es? Alicia dejó la taza en el plato y miró por encima de María. –Le gusta la música clásica, leer poesía, subrayar y hacer anotaciones en los márgenes de los libros, hablar, aunque prefiere escuchar… –Físicamente –dijo María. –Normal. No hay nada de particular en su aspecto–dijo Alicia volviendo a coger la taza. – ¿Cuántos años tiene? –No se lo he preguntado. –Pero es mayor… Alicia asintió. –No te conviene. –Sólo es un amigo – dijo Alicia, confiando en que la aclaración llegaría a oídos de Elena. –Necesitas divertirte, salir con gente de tu edad. – ¿Y no es eso lo que estamos haciendo? María la miró sin decir nada. Apartó, a un lado de la mesa, su taza vacía haciendo sitio a una voluminosa agenda. – ¿Cuándo vas a hacer el seguro de la casa? –No te preocupes, te llamaré cuando lo vaya a hacer. –Pero no tardes mucho, en las casa antiguas, antes o después surgen problemas – dijo Elena cerrando la agenda. Mientras que María consultaba los cambios que se habían producido en su teléfono en el tiempo que llevaban en el bar, Alicia reunió todas las bolsas. La tarde no estaba perdida; si se daba prisa, todavía podía dejar los regalos en casa y pasarse por la librería.
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