Diez Meses ( 23, 24 )
Publicado en Feb 19, 2014
23
Un intenso olor a perfume precedía la agitada conversación que, solapada por un ruidoso taconeo, recorría el pasillo. El hijo y la nuera de Pilar se callaron cuando vieron a Alicia en el control de enfermería. La mujer le sonrió y Alicia le devolvió la sonrisa como un cometido más de su trabajo. Se hacía cargo. La preocupación por un familiar enfermo podía derivar fácilmente en tensión, lo había visto otras veces. Regresó al formulario. Leyó lo escrito y reanudó el relato de lo ocurrido aquella mañana, precisamente con Pilar. ¿Qué podía escribir de ella? Sus constantes vitales eran correctas, tenía buen apetito y estaba más tranquila que antes de la caída. Todo iba bien, excepto en la conformidad con la que había aceptado estar confinada en una silla de ruedas. Probablemente creía que era una situación transitoria. Pero la fractura de una pierna, en una mujer de edad avanzada y con serios problemas en las articulaciones, no era un asunto menor. Pensar en una recuperación completa era improbable. Como las conjeturas no tenían cabida en el formulario, pasó a visualizar la siguiente habitación. El hijo de Pilar hizo un comentario alusivo al funcionamiento del ascensor, mientras pulsaba el botón ya iluminado. –Tenemos que adelantarlo. Le hace mucha ilusión ir – dijo retrocediendo hasta quedar a la altura de su mujer. –El médico ha dicho que está bien – respondió ella. Tenían un hijo, recordó Alicia, ausente del formulario, pero sin levantar la cabeza de él. Después de su casa, su nieto era el tema de conversación preferido de Pilar. Le había visto en un par de ocasiones. Un joven silencioso que ya apuntaba los evidentes problemas de peso de su padre. Ninguno de los dos había salido a Pilar, menuda y ligera. En su caso, el peso no representaba un impedimento para tomar el dulce de manzana que le había traído para merendar. –Buenas tardes – dijo la nuera de Pilar. –Buenas tardes – respondió Alicia viendo como se precipitaban en el ascensor. Sin permitirse más distracciones, terminó de anotar las incidencias acontecidas en su turno y firmó al final de un apretado párrafo. Por una vez no lamentaba el exceso de trabajo. Un nuevo ingreso y la inesperada ausencia de Susana le habían mantenido muy ocupada para pensar en lo sucedido ayer en la galería. Pero ahora que disponía de unos segundos de tranquilidad, era inevitable que el incidente con Pedro volviera a ocupar su atención. Sobre todo porque no alcanzaba a comprender cómo le había podido molestar un comentario sin importancia. No era una decisión, ni un proyecto, sólo una idea, eso si, muy atractiva. La paz y los bellos paisajes se aunaban en el pueblo de Amalia creando un entorno amable donde comenzar una nueva vida, huir lo había llamado Pedro. Y para darle la razón se fue de la librería, apresuradamente, sin despedirse. Desde que comenzó a ir por la librería se había propuesto no abusar de la amabilidad de Pedro, aunque con desigual fortuna. Si Pedro estaba enfadado con ella o con su actitud, poco importaba. Lo más seguro era que estuviera cansado de ella, pero era muy correcto para decírselo. Ella le evitaría ese trabajo, era lo menos que podía hacer para agradecerle el que la hubiera acogido durante estos meses. 24 – ¿Pretendes que me lea todo esto? – dijo Alicia abriendo el cuaderno donde se recogían los términos del seguro. –Sólo por encima, ya te he explicado lo fundamental. Alicia empezó a leer en silencio. Los primeros párrafos aludían al compromiso que adquirían las dos partes; el asegurado, en este caso ella, y la compañía de seguros. No pudo pasar de la primera página. Cerró el cuaderno y vio como, sin necesidad de ayuda, María rellenaba el apartado reservado a los datos personales del asegurado. –Firma aquí. Alicia realizó un veloz trazo sobre su nombre. El mismo trazo que María consideró muy simple cuando con catorce años ensayaban la que sería su firma definitiva. –Ya tienes seguro – dijo María. Estupendo, pensó Alicia, aburrida como estaba de oír hablar de riesgos, cláusulas y coberturas. Mientras que María decidía qué papeles volvían a su carpeta y cuáles se quedaban en la mesa, Alicia cogió de la despensa de cartón una botella de vino dulce y un paquete de pastas. Regresó de la cocina con dos copas y una bandeja. Antes de sentarse, retiró el visillo del balcón para dejar entrar el inesperado sol que iniciaba la tarde. –Las vistas no son muy buenas. ¿Qué es, un colegio? – preguntó María al ver el muro en la acera de enfrente. –Un convento. – ¿Qué clase de convento? –De clausura. – ¿No salen nunca? –Yo no las he visto. –Por lo menos será una calle tranquila – dijo María dando la espalda a la ventana. Alicia se humedeció los labios con el vino. No estaba acostumbrada a beber alcohol y temía que le provocara dolor de cabeza, precisamente el único día de la semana que se había visto libre de él. –Muy tranquila. – ¿Cuándo vas a terminar de decorar el salón? –Ya he terminado. – ¿No vas a poner nada en las paredes? ¿Algún cuadro? –Las prefiero así. María hizo un gesto de desaprobación al ver la caja de cartón junto al sofá. –Aquí te quedaría bien una estantería para los libros que tienes tirados en la habitación. –No están tirados – reaccionó Alicia. –Están en el suelo. –Me gusta tenerlos a mano. – ¿Te los ha regalado ese hombre? ¿Cómo se llamaba? –Pedro, y no, los he comprado yo. Alicia recordó el pacto que había entre Pedro y ella, comprar los libros si le servían de ayuda. Ese era el pacto oficial pero el real era el que mantenía con Luís, a quien abonaba puntualmente cada libro que sacaba de la librería. Creer que Pedro ignoraba lo que pasaba en su librería fue muy inocente por su parte. A las pocas semanas de frecuentar la librería, Pedro empezó a prestarle libros de su biblioteca particular y sólo, ocasionalmente, le sugería algún titulo de la librería. –La mecedora te quita mucho espacio. –Ahí me siento a leer. – ¿Es eso lo que haces cuando no estás metida en esa librería? Eso es lo que hago todo el tiempo, pensó Alicia. –Si continúas así, acabarás tan aislada como ellas – dijo María girando la cabeza hacia el balcón. Alicia sonrió. Hacía más de dos años que se sentía así. – ¿Por qué sonríes? –Creo que tienes razón. –Claro que la tengo. Alicia hizo ademán de llenar nuevamente la copa de María, pero ésta se lo impidió interrumpiendo con la mano la trayectoria descendente de la botella. –Está buenísimo, pero tengo que ver a otro cliente dentro de una hora. Alicia dejó la pasta mordida en la solitaria bandeja. Los productos enviados por Amalia seguían cosechando éxito entre quienes los probaban. Cogió las dos copas vacías y las llevo a la cocina. Volvió a por la bandeja y dio otro mordisco a la pasta, aún sabiendo que no haría desaparecer el amargor que le habían dejado las palabras de María. No debía permitir que le afectara lo que con toda seguridad había sido una equivocación. Después de todo, el encuentro de esa tarde estaba relacionado con el trabajo de María. No era de extrañar que la hubiera equiparado con uno de sus clientes. Si cogiera el tren que salía a medianoche, se dijo, siguiendo con el dedo el contorno de las montañas comprimidas en la etiqueta de la botella, estaría en el pueblo al amanecer. Lo estoy haciendo otra vez, se censuró, soltando la pasta. Hasta que no se había propuesto dejar de soñar no había sido consciente de con cuanta insistencia lo hacía. El sol ya no entraba por el balcón. Oscurecía cuando todavía no eran las seis de la tarde. Llevaba días planteándose solicitar un cambio de turno en el trabajo. Las tardes se le hacían muy cuesta arriba desde que no iba por la librería. El vino no le había provocado dolor de cabeza, tal y como temía, pero si sueño. No se veía capaz de concentrarse en la lectura con la que llenaba las tardes. Sin ninguna luz, a excepción del titubeante resplandor que entraba de la calle, se encogió en la mecedora y dejó que su mente vagara a su antojo, cansada del esfuerzo que suponía estar encauzando continuamente su trayectoria. Pensó en Pedro, y en si habría retirado de la ventana la leche, el azúcar y las cucharillas, innecesarios, para el café negro que él tomaba. María se interpuso en aquella imagen. De pie en el salón, contemplaba satisfecha los cambios que había realizado en la casa. La mecedora había desaparecido. Los libros se apretujaban incómodos y olvidados en una estantería; cuando intentó rescatar uno de ellos, le resultó imposible. Quiso recriminar a María aquellos cambios, pero ya se había ido. El salón estaba a oscuras. Unas espesas cortinas ocultaban el balcón. Se peleó con ellas hasta dar con la puerta. Su corazón latía descontrolado. El muro del convento, no sólo era más alto, sino que se estaba acercando a la casa. –Eso no importa – dijo la voz de Amalia – lo que importa es que tú estés bien. ¿Lo estás? Abrió los ojos. Sus manos se aferraban a los brazos de la mecedora que se balanceó violentamente cuando se levantó. Sabía que era absurdo, pero miró a la calle para comprobar que el muro no se había movido de su sitio. Encendió la luz. Las sombras desaparecieron del salón, no de su cabeza. Por lo general no solía retener los sueños; sin embargo, aquella imagen del muro avanzando hacia ella la acompañaría siempre.
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