Diez meses ( 29, 30)
Publicado en Mar 04, 2014
29
Alicia esperó a que el tren alcanzara una velocidad constante antes de realizar un nuevo intento para colocar la maleta en el fondo del compartimiento destinado al equipaje. La escasez de pasajeros le había permitido cambiar su asiento, contiguo a la puerta, por otro en la parte central del vagón. Respiró tranquila sabiéndose camino del pueblo, pero echó de menos un poco más de ilusión en ese momento tan ansiado. Fuera de la estación el tren ganaba en ligereza y estabilidad. Cuando, subida en el borde del asiento, asestó el empujón definitivo a su flamante maleta, el movimiento era inapreciable. Se desprendió de la bufanda pero, entumecida por la prolongada espera en la estación, conservó puesto el abrigo. Se recostó en la ventana. Edificios, naves, chabolas y escombreras se sucedían en el límite de la ciudad, aún por despertar. Durante la hora siguiente contempló un apacible paisaje de campos ondulados que se mantendría inalterable hasta la segunda mitad del viaje. Al abrir los ojos, el sol daba de lleno en la ventana. La mitad de la cara le ardía y un molesto hormigueo subía por su brazo derecho en el que había apoyado la cabeza mientras dormía. “Necesito un café”, pensó, enderezándose en el asiento. Después de disimular la mochila con el abrigo recordó que en su interior estaba el diario y, sin dudar, la llevo consigo camino del vagón restaurante. Lo encontró semivacío, como el resto del tren. Viajar a destiempo tenía sus ventajas. El camarero se dirigió a ella nada más verla entrar y pudo elegir donde sentarse, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un hombre enfrascado en extender, de manera uniforme, la mermelada que había depositado sobre una gruesa tostada. Se sentó de espaldas a él y tomó lentamente el café comprobando como el tren iba ganado altura y las vistas interés. – ¿Cómo son las montañas? – le había preguntado Marta cuando fue a despedirse de ella. Empleó numerosos adjetivos para tratar de describirlas, pero supo que no lo había conseguido cuando Marta abandonó corriendo el salón y regresó con una cámara sin estrenar. –Haz fotos. Tal vez, si le hubiera explicado lo que sentía no sólo al estar cerca de las montañas, también cuando admiraba las dos diminutas estrellas desde su balcón o al intentar localizar una luna huidiza entre los tejados de la ciudad, siempre la misma certeza, vivir no podía ser tan difícil, Marta hubiera comprendido por que le brillaban los ojos al hablar de ellas. El primer túnel la cogió por sorpresa cuando regresaba a su vagón. El segundo consiguió que apartara la mirada del libro durante los breves instantes que precisó el tren para salir, nuevamente, a la luz del día. Al atravesar el tercero y último de los túneles, faltarían dos horas para llegar al pueblo. Y sintió miedo. Miedo porque las expectativas en torno al viaje se habían disparado en los días previos a su partida. El objetivo inicial de descansar y relajarse ya no le bastaba. Quería recuperar la voz que la previno ante el semblante desmejorado de Susana, la misma voz que le mostró lo que se resistía a aceptar cada vez que acudía a ver a su padre al hospital. Esa voz, su voz, le diría lo que debía hacer para volver a sentirse bien. Pero, ¿y si no ocurría nada? ¿De verdad pensaba que era posible recuperar la voz, intuición o como quisiera llamarlo, a su conveniencia? 30 Aquella mañana el aroma de las tortas de anís se imponía al del pan recién hecho; barras anchas, crujientes, con mucha miga y hogazas, menos sabrosas pero más prácticas si no se quería ir al mercado a diario. Si una semana antes le hubieran dicho a Alicia que disfrutaría realizando la compra, hubiera sonreído escéptica. Comprar era una actividad molesta que trataba de agilizar adquiriendo buena parte de la comida envasada para no tener que aguardar más turno que el inevitable delante de la caja registradora. Pero comprar en el mercado del pueblo se parecía mucho a lo que hacía, de niña, con su madre. En aquella época su puesto preferido era el de variantes. Le encantaba ver como se sumergía el cazo agujereado en los diferentes barreños para volver a aparecer dejando escapar el líquido y reteniendo las aceitunas. Habían pasado muchos años como para que le fascinara ver despachar aceitunas o cualquier otro alimento; sin embargo, desde el primer día que piso el mercado sintió una especial predilección por la singular mercancía de uno de sus puestos. No era un herbolario, pero vendía plantas; ni una floristería, pero en las banastas de mimbre había semillas y especias, todo a granel. Tenía miel, la miel estaba presente en todas partes, incluso en la estación del tren, jabones y perfumes, muy suaves y ligeros, como el que ella se había puesto esa mañana. Pasaron de largo por la panadería, el pan lo recogerían al finalizar la compra, y por la pescadería. Amalia pidió la vez en la carnicería. Las tres mujeres que aguardaban su turno no engañaron a Alicia, estarían allí un buen rato. El carnicero mantuvo una conversación a medida con cada una de las mujeres. Así fue como Alicia conoció los achaques de salud de la primera mujer, el inminente nacimiento del nieto de la segunda y los problemas laborales del hijo de la tercera. La probabilidad de que fuera a llover, antes de que acabara el día, dividía a los clientes de la frutería a los que se sumaron Amalia y Alicia. El anciano que reducía al mínimo tal probabilidad, contaba con toda la simpatía de Alicia, que no quería renunciar a su paseo de cada tarde. Cuando salieron del mercado, Alicia miró al cielo con inquietud, pero las nubes que habían hablado al anciano guardaron silencio para ella.
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