Diez meses ( 31, 32 )
Publicado en Mar 10, 2014
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31
Alicia bajó el volumen de la televisión, giró la estufa hacia el sillón donde dormitaba Amalia y salió de la casa sin hacer ruido. No se cruzó con nadie hasta llegar a la carretera principal.
Divididas en dos grupos, seis mujeres caminaban en animada charla que interrumpieron para saludarla. Alicia devolvió el saludo. No las conocía ni sus caras le resultaban familiares pero, después de una semana en el pueblo, sabía que eso no era impedimento para desear a alguien un buen día. Pronto la dejaron atrás. De nuevo se restableció el silencio, matizado por el murmullo del río.
La primera tarde que salió a hurtadillas de la salita lo hizo provista de un libro. Cuando sentada en la orilla del río se dispuso a leer, encontró más atractivo ver como fluía el agua y durante un tiempo, que no sabría precisar, sólo el rumor del agua ocupó su mente. El sentimiento de paz que la embargó fue tan intenso que había vuelto cada tarde con la esperanza de revivir la experiencia, sin lograrlo.
Hoy había cambiado el libro por el diario. Quería hacer balance de su estancia en el pueblo. Su aspecto había mejorado, así lo aseguraban Amalia, el espejo del armario y los pantalones que, al fin, se mantenían por si solos en su cintura. Los objetivos sensatos que se había propuesto para este viaje se cumplían, los otros no. Aún quedaba una semana, se recordó mirando la fecha escrita en la página por lo demás en blanco. Cerró el diario, aprisionando el bolígrafo en su interior, y lo dejó sobre las piernas flexionadas que rodeó con los brazos. No tenía ganas de indagar en sus emociones, ni de identificar conflictos, allí no.
El paisaje tantas veces añorado era una realidad. El río se disputaba su atención con las montañas y éstas con el azul pálido del cielo. Aceptando la quietud a que invitaba el entorno se concentró en el discurrir del agua, en cómo sorteaba los obstáculos, con naturalidad, sin entretenerse en ellos.
Tampoco ella se detenía en sus preocupaciones, aplazadas en la ciudad. Sólo abandonaba el pueblo para regresar a la galería, al olor a nuevo de los libros, a las conversaciones con Pedro. Saber que Pedro estaba a cinco minutos de su casa le daba seguridad; los kilómetros que ahora les separaban, perspectiva.
Tenía que haber más personas como él, con quien poder hablar de lo mucho que le había emocionado un libro, permanecer en silencio sin sentirse incomoda y mostrarse tal cual era sin recibir a cambio una mirada perpleja. Pero, dónde encontrarlas.
 32
Alicia dejo de leer, cerró los ojos, intentó fijar la mirada en un punto concreto del camino, mantenerse erguida en el asiento; pero ninguno de estos remedios, rescatados trabajosamente de la memoria, conseguían aflojar la sensación de una mano estrujándole el estomago, que le atormentaba desde hacía más de una hora.
Tras interrogar a Amalia acerca del trayecto que aún les faltaba por recorrer, perdió toda esperanza de que la carretera dejara de retorcerse entre las montañas. Los que no parecían resignarse con las condiciones que imponía el sinuoso recorrido eran los coches que, retenidos detrás del autocar, acechaban la carretera en espera de un tramo recto que les permitiera adelantar, en unos minutos, la llegada.
A pesar de los inconvenientes del viaje no se arrepentía de haberle propuesto a Amalia aquella salida. Dudas y temores tomaban posiciones ante su inminente regreso a la ciudad y pensó que sería más sencillo ignorarlos haciendo turismo por la comarca.
No, no se arrepentía de estar en aquella tortuosa carretera apretando en la mano una sudada bolsa de plástico. El sol lucía generoso, en lo que aparentaba ser un anticipo de la primavera, y al malestar que sentía le quedaban, en ese instante, quinientos metros de vida.
No se equivocó. Olvidó las molestias tan pronto como vio lo que protegía la enojosa carretera.
El hostal de tres plantas era la construcción más alta del pueblo. Sus diminutos balcones, repletos de flores, daban a una plaza en silencio, pese a los numerosos visitantes que deambulaban por ella. Las tiendas de artesanía se desbordaban por las calles exhibiendo alfombras, vestidos, cerámica y un sin fin de artículos incitando a los turistas a dejar constancia de su paso por el pueblo.
El impulso de comprar se despertó en Alicia. Pensó en Marta y en Pedro. Aunque no confiaba en encontrar en aquellas tiendas nada equiparable a la compañía,  el afecto y los destellos de esperanza que Pedro le había regalado en estos meses. Lo mejor sería centrarse en Marta, decidió, mientras advertida por Amalia agachaba la cabeza para evitar el marco de la puerta.
Resultaba difícil moverse entre tantos objetos cuando la vista aún se esforzaba en adaptarse a la semioscuridad del interior de la tienda. Los artículos que no tenían cabida en las estanterías se agolpaban en el suelo dejando un estrecho pasillo para andar. La oferta era tan variada que los impactados visitantes daban vueltas y vueltas en una continua indecisión. Alicia se paseó dos veces por la tienda antes de descubrir un arcón de madera, con remaches en hierro, que había debajo de unos llamativos vestidos. El arcón estaba abierto. Al asomarse, unió su sonrisa a la de las caritas que la miraban desde el interior.
–No te encontraba – dijo Amalia.
– ¿Crees que le gustará a Marta?
–Es preciosa.
Alicia arregló los lazos blancos que recogían en dos coletas la lana, de color amarillo,  con la que estaba confeccionado el pelo de la muñeca.
–Si, pero no podrá peinarla ni cambiarle la ropa.
–Es diferente. Llamará su atención.
“Durante algún tiempo”, pensó Alicia, convencida de que tampoco aquel era el regalo de Marta.
En el exterior, la silenciosa concentración de gente iba en aumento. Sin aparcamientos, los coches quedaban estacionados a un lado de la carretera, lo que obligaba a los caminantes que, como Amalia y Alicia, recorrían a pie la distancia que les separaba del siguiente pueblo, a tomar ciertas precauciones. Todos consideraban más seguro caminar cerca del barranco que adentrarse en el asfalto y como si de una procesión se tratara, avanzaban uno detrás de otro, parándose de cuando en cuando para fotografiar o admirar el paisaje.
El pueblo al que se dirigían descendía por la montaña en una prolongada cascada de casas muy similares entre si. La carretera, que no había dejado de ascender, enseñaba y escondía el pueblo en un juego que se mantuvo a lo largo de tres kilómetros. Las casas se hicieron tangibles, de improviso, al bordear una curva.
En este segundo pueblo la prioridad de Alicia era descansar. El ayuno, que se había impuesto esa mañana, debía de ser el causante de la pesadez de piernas que arrastraba después de completar un trecho que ni de lejos se aproximaba al que realizaba a diario en la ciudad.
–Es muy ruidoso y tendremos que estar de pie –dijo Amalia cuando Alicia señaló un restaurante a la entrada del pueblo.
Alicia estaba dispuesta a pasar por alto el ruido, pero lo de desayunar de pie era otra cosa. Siguió a Amalia por calles estrechas, por poco tiempo solitarias. La curiosidad de los turistas pronto las invadiría. Tal vez, por ese motivo las persianas permanecían echadas en la mayoría de las ventanas. Qué otra explicación había para renunciar a un día tan espléndido. 
Un sencillo letrero delataba la presencia de un bar en la casa frente a la que se había detenido Amalia. Dentro había dos hombres, uno a cada lado de la barra. Sólo el hombre que estaba detrás de la barra mostró curiosidad al ver entrar a Alicia. Curiosidad que se transformó en sorpresa cuando la que cruzó la puerta fue Amalia.
– ¿No me conoces?– preguntó el hombre, saliendo de detrás de la barra y dirigiéndose hacia Amalia, pero mirando a Alicia.
La mente de ésta comenzó a trabajar a toda velocidad tratando de situar aquel rostro amable en un lugar concreto o relacionarlo con algún hecho en particular.
–Eres el primo de Amalia – dijo Alicia.
Tenía el pelo más largo y demasiadas canas para los cuarenta y pocos años que calculó debía de tener. Pero era su sonrisa lo que le había desconcertado. Cuando le conoció ninguno de los tres sonreía. Durante el funeral de su tío no se separó de Amalia.  
En esas circunstancias se conocieron.      
–No recuerdo tu nombre – admitió Alicia.
–Antonio – dijo él.
Alicia se quedó mirando al otro hombre que, desde la barra del bar, había presenciado la escena con muestras de satisfacción. ¿Debería recordarle? Amalia resolvió sus dudas al presentarlo como un amigo de la familia, en cuya mano se perdió, momentáneamente, la de Alicia. 
Antonio llamó a su mujer. La sonrisa de Lola era, incluso, más acogedora que la de su marido. Al enterarse del mareo sufrido por Alicia y que estaba en ayunas, desapareció en el interior de la cocina.
El otro miembro de la familia era Manuel, un niño de ocho años que examinaba a conciencia a Alicia. Al oír su nombre, bajó del taburete en el que se había encaramado y empujó la puerta oscilante por la que, minutos antes, había desaparecido su madre. Regresó con un mantel y unas servilletas.
– ¿Podemos desayunar en la terraza? – preguntó Amalia.
–Si, ahora da el sol y se está muy bien – dijo Antonio.
Alicia siguió a Amalia, esta vez hasta el fondo del bar.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Descripción

Diez meses

Palabras Clave: Diez meses

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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