Chpale que no siento
Publicado en May 23, 2014
Es una cálida noche de primavera en el mes de marzo. El semáforo que adorna el cruce de Reforma y Avenida Hidalgo funciona, con cansancio, como si supiera que es hora de ir a dormir.
Sobre la atmósfera bochornosa, azulada y oscura del Centro de la Ciudad de México se percibe el murmullo permanente que canta al ritmo del silbido de un carrito de camotes, también de una bocina emitiendo éxitos de música popular en discos compactos que se anuncian en la esquina de la Alameda Central, entremezclándose con los sonidos chillantes del convoy del Metrobús que hace parada en uno de los sitios por donde tras su derrota, Hernán Cortés y su ejército caminó con la cara baja rumbo a Tacuba protagonizando La Noche Triste. De frente a mí, en la colonia Guerrero, se postra erguida y un tanto altiva la Iglesia de San Hipólito, sitio que como ya es costumbre, los días 28 de cada mes se ve atiborrada de cientos de personas que acuden para venerar a San Juditas, aquella figura de yeso bicolor que se mira a cada segundo en las principales estaciones del Metro circundantes a la estación Hidalgo. Dichas estatuas, con caras pintadas de manera tétrica, son cargadas por manos morenas, duras y agrietadas de personas en cuyos rostros serios, rígidos y a la defensiva se puede apreciar un rayo de satisfacción y orgullo por acudir un mes más, a la celebración del “patrono de las causas imposibles”. Permanezco inmóvil agradeciendo a la vida porque este día no sea 28. Doy una vuelta de 90 grados y ante mis ojos yace la Alameda Central. Tan majestuosa, tan maquillada, tan modernizada. Fuentes con focos de mil colores pintan el agua que brota de sus bases, tonos rosados, azules y verdosos se miran en cada pasillo que se adorna por bancas apenas pintadas y árboles frondosos. Estatuas recién pulidas y pastos bien cuidados son el marco ideal para que familias completas acudan a pasar un rato y olvidar la rutina de la semana, escenas que tanto han sido plasmadas por Payno, Novo, Ortega, Benítez, Rivera, Zarco y muchos otros tantos; se reproducen de la misma manera, sólo que ahora a través de Facebook, twitter e Instagram. Desde el sitio donde me encuentro, debajo de lo que era el Real Cinema y que un ingenioso publicista optó por cambiar a Cinemex Real, puedo ver el transitar de un domingo taciturno que se blande ante el filo de un anochecer calmado y que me dan la pauta para disfrutar de esta sustancia que el adorado Hoffman nos proporcionó para la posteridad. Camino hacia el sur, de lado de izquierdo de la acera, justo por donde se entra al famoso Hotel Fontán, cuyo acceso convive con un restaurante de comida rápida llamado Subway y con una farmacia que luce, como dirían las abuelas “rascuache”. Pasando la esquina, justo frente al famoso y no menos histórico diario La Prensa y a uno pasos de La Esquina de la Información, como esperando algún escritor al estilo Bukowski región cuatro, se encuentra un tugurio maloliente, a media luz y muy similar al que describe el Sal Paradise de Jack Kerouac por el norte de México en “On the Road”. Luce sombrío y retador, justo como si esperara pacientemente la llegada de nuevas historias que desembocarán en placer, dolor, frustración y resacas; absorbidas todas éstas sensaciones a través de tragos amargos de cerveza almacenados en caguamas e ingeridos al ritmo del famoso proverbio que decimos la plebe: “Chúpale que no siento”. He llegado a la entrada del Go Bar. El nombre me parece como una metáfora de “Ir a la destrucción”. Para llegar al salón que resguarda la pista de baile y las periqueras donde degustan los clientes su bebida favorita (Caguama Sol o Indio; no hay más), hay que subir unas escaleras en forma de caracol de acero negro, que permanecen listas para proporcionar fuertes lecciones de autocontrol mediante caídas inolvidables a todos aquellos que exceden la dosis recomendada de alcohol por hora, que dictan las buenas costumbres. -Pero aquí eso de las buenas costumbres no existe, así que más vale bajar con cuidado a la salida-, me digo al momento que subo por esta escalera aleccionadora de vidas y por qué no, de muertes. Ya en el salón principal te recibe un anuncio neón de color rosado que dice Go Bar, muy similar a esos que sobresalen de los techos en la ciudad y en cuya estructura se puede leer “Hotel Garage”. El anuncio hace más intensa la atmósfera morada y taciturna del lugar. Es un espacio de unos 12 metros de largo por unos ocho de ancho. Desde la entrada, del lado derecho se observa la barra improvisada de una cantina muy parecida a las que uno se encuentra en pueblos alejados de la ciudad. Entre la barra y la “paquetería” (espacio de medio metro de largo con unos 15 guacales de mercado donde guardan los bultos y pertenencias de los asistentes) yace una rockola “touch screen” que contrasta ampliamente con las decenas de cartones de cerveza apilados justo un lado de ella. De lado izquierdo del lugar abundan alrededor de 40 periqueras de madera vieja, pintadas de color negro con vivos fluorescentes que emulan un toque de modernidad al ambiente. Justo en la parte superior de un refrigerador de cervezas, del mismo lado de la barra, destaca en la pared un cuadro luminoso alumbrado por una veladora y desde donde la Virgen de Guadalupe y el Sagrado Corazón de Jesús cuida a los asistentes a tan pintoresca juerga dominical. A lado del Sagrado Corazón, el botiquín de emergencia luce triste e inútil, sabe que en estos lugares, la única forma de controlar una emergencia es mediante la riña o con más violencia. De fondo se escucha: “Urge, una persona que me arrulle entre sus brazos, a quien contarle de mis triunfos y fracasos, que me despierte con un beso enamorado”. Todos cantan la canción con un sentimiento similar al de los mundiales cuando se interpreta el Himno Nacional. Tarareo la canción mientras me aborda un sujeto de alrededor de 1.60 de estatura, de no más de 30 años, de tez morena, cabellos abundantes, lacios, rebeldes y con mirada libre de toda expresión y me pregunta: ¿Qué vas a tomar, Sol o Indio? En seguida se dirige hacia la barra y trae hasta mi mesa la Caguama Indio. Me indica que son 45 pesos, le extiendo un billete de 50 y como buscando las llaves de su domicilio en su bolsillo, o un alfiler en un pajar; me indica que no tiene cambio, que irá a cambiar; vuelto que por cierto, jamás vi en mi mano. Ya colocado en dietilamida y en mi silla del Go Bar, mis ojos se movían de manera similar al de los niños cuando acuden a una dulcería, una tienda de tabletas o de celulares. Alrededor se podían observar todo tipo de sujetos y sujetas (para aquellos inquisidores del género) que alzaban su vasito de plástico al ritmo de canciones de Jenny Rivera, Yuridia, José José, Ana Gabriel y Los Temerarios; por citar algunos de los más conocidos. Indudablemente y gracias a los efectos del así, evito cualquier tipo de contacto visual, físico o verbal con alguno de los asistentes. Sin embargo, ello no es impedimento para notar algunos de los rasgos más característicos de los asistentes, de los que se puede decir, la mayoría de ellos se alejan claramente de los estereotipos con que tanto se atormenta a la comunidad homosexual en estos tiempos.Sujetos de tonos morenos en sus distintos matices, ropas sencillas y usadas que lo único que buscan es vestir, no lucir. Caras brillosas, cejas pobladas, cuerpos redondos, miradas extrañas; toda esa mezcolanza de manchas atigradas en mi mente similar al animal print en leggins de gordas, me traen una sensación extraña, que necesariamente tuve que achacar al también llamado “aceite”. Buscando una presa de mis cochambrosos e hirientes pensamientos, selecciono a una sujeta que se encontraba en el sitio, dicho ser humano llamó mi atención por su perturbador, pero no menos interesante aspecto. Tenía unos 30 años, era de complexión gruesa, con brazos oscuros, de rostro cacarizo, con piernas flacas y encorvadas por el peso de la vida. Yacía dormida en una de las periqueras que se encontraba al fondo, justo por el acceso a los baños en el ala oriente sur del lugar. Usaba medias negras, falda corta de mezclilla vieja, blusa oscura de corte ajustado sostenida por a un par de hombreras blancas, que se transparentaban bajo la tela desgastada del blusón. Por lo tenue de la luz del sitio no pude apreciar el tono exacto de la peluca, no obstante lo que sí era visible y para lo cual no se necesitaba lupa o luz de estudio, era la pésima calidad de la peluca de aquel travesti, que se veía de lado, con orzuela sintética y a punto de mojarse las mechas gracias al vaso medio lleno de cerveza que se encontraba frente a sus brazos cruzados e inertes que sostenían con cansancio, la cabeza perdida de aquella sujeta. Zapatos blancos de tacón pequeño y punta prominente, arropaban un par de pies que lucían anchos y grandes, dichos zapatos me recordaron invariablemente a los que usó la tía Ángela durante su boda por ahí de los ochenta y que posteriormente; sirvieron para que yo pudiera declinar mi intención de usar tacones en mi vida adulta, sobre todo por lo incómodo que resultaba realizar labores domésticas con ellos puestos durante mi adolescencia. Se escucha de fondo: “Diciembre me gustó pa’ que te vayas… que sea tu cruel adiós mi navidad…”. -Chale- pienso, alguien se quedó en la fiesta de navidad y de año nuevo, como el protagonista de (la no muy recomendada) “Chin chin El Teporocho” de mi compatriota de barrio, Armando Ramírez. Han pasado dos horas desde mi estancia en el Go Bar. Comienza a bajar el efecto del así y mis ojos se empiezan a cansar de ver oscuro y fúnebre. No me he podido terminar la caguama y al paladar ya se siente caliente; caliente y espesa como la mirada de los sujetos y sujetas que cada vez están más ebrios. Al principio eran sólo risas pequeñas y ademanes mesurados los que se veían en las distintas mesas. Ahora son carcajadas y modales exagerados los que se intercambian entre los integrantes de las distintas mesas que convergen en el sitio. Los otros, aquellos que al igual que yo, contemplan el ambiente de manera solitaria en aquel bar, ya se les notan los ojos más despiertos, similares al de un lobo queriendo comerse a la oveja como en la canción de la adorada Banquells. Unos se empiezan a frotar con frenesí el paquete, otros; levantan el vasito de plástico con cerveza, ya mordido; en señal de fraternidad con las otras mesas y los menos tantos; divagan en sus pensamientos y analizan a las personas, quizá como yo, embriagándose de imágenes para después plasmarlas de alguna forma. Es más de la media noche. De las 40 mesas-periqueras que sirven para el lugar, ya sólo se encuentran ocupadas unas 5. El recinto alberga a unas 20 personas, ya la mayoría atravesadas por el rayo embriagante de la bebida y algunos de los que llegaron solos; ya avanzan tomados de la mano rumbo al hotel más cercano que se encuentra en la colonia Guerrero, cruzando Paseo de la Reforma. Cansado por el efecto del ajo y harto de un ambiente, taciturno, oscuro y deprimente; bajo con mucho cuidado de las escaleras negras y peligrosas que conducen a la salida a Reforma. Atónito por el repentino cambio del paisaje visual que me ofrece el ex llamado Paseo de la Emperatriz, se vislumbra soberbia y claramente iluminada la Columna del Ángel de la Independencia, el Monumento a Colón y “El Caballito” de Enrique Carbajal, mejor conocido como Sebastian. Ya es una noche fría. El Metro está cerrado y se aprecia menos cantidad de personas en la calle. El semáforo sigue funcionando. El anuncio luminoso del Cinemex Real se ha apagado y han dejado de chillar las bocinas desafinadas de los vende discos. Entre las sombras que ofrece la explanada del Centro Cultural José Martí, se pueden apreciar siluetas de sujetas y sujetos que buscan placer carnal, placer adictivo o simplemente, compañía al amanecer de un lunes. Espero solo en medio de un paradero ahogado por la madrugada. Llega el autobús que recorre todo el Paseo de la Reforma a la luz de la luna y en la oscuridad de la noche. Lo abordo. Voy a casa. Verde en su exterior, gris en su interior y con una capacidad para unos 40 pasajeros; el camión recorre vacío y gracias a un conductor con cara de frustración; colonias de diferente nivel sin discriminación alguna; desde la zona exclusiva de Santa Fe, pasando por Lomas de Chapultepec, Juárez, Centro, Guerrero, Morelos, Tlatelolco y La Joya para descansar finalmente en La Vila, donde se dice, se apareció la Madre de los Mexicanos un 12 de diciembre. Hoy ya es lunes. Y una vez más, la Ciudad de México despierta temprano, puntual y sin la necesidad de una alarma más que la natural del ruido citadino. Bosteza y se despabila para seguir ofreciendo historias que contar a todos los que de manera voluntaria e involuntaria; han amado, al menos alguna vez, esta grandiosa Ciudad de México, en cuyas entrañas se esconden los tesoros más valiosos de lo que alguna vez fue la capital del imperio Mexica.
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