Tlatelolco. Crnica de un viaje hacia el barrio vecino
Publicado en May 31, 2014
Era medio día, momento perfecto para partir. Como todos los días a esa misma hora, el vecino del edificio F, tenía a todo volumen canciones de José José que hacían cimbrar las ventanas de todos nuestros departamentos. Al salir, pude observar a Toño, el conocido ratero de la colonia, cómo se persignaba frente al altar de la Virgen de Guadalupe que se encuentra a la entrada de la vecindad en la que vivimos. Se detuvo frente a ella, con la cabeza baja y balbuceando unas palabras, dibujó una serie de trazos al aire sobre su tórax que simularon una cruz que lo ha de proteger durante su jornada de labores delincuenciales.
El número 54 de la Avenida Peralvillo se encuentra justo frente a la galería de arte José María Velasco, razón suficiente para que ante los amigos y en tono sarcástico, pueda yo alardearles que vivo en la zona cultural de Tepito, por lo que no hay peligro alguno si me traen a casa en auto después de una noche de juerga. Pero es hora de partir. Hoy se trata de un día especial, es para turistear. La atmósfera espesa y gris de un jueves 29 de mayo del 2014, anuncia el tempo perfecto para adentrarse rítmica, solemne y profundamente sobre esta región situada al norte de la Ciudad de México: Tlatelolco. Región que ha sido testigo del avance del tiempo y del espacio, con ello, transformando constantemente la vida cotidiana de los habitantes de este complejo prehispánico-cultural- habitacional. Paseo de la Reforma es la frontera que divide a Tepito de Tlatelolco. Ya en tierra tlatelolca y frente a mis ojos yace el Tecpan de Tlatelolco. Una construcción blanca y fría que se sostiene por columnas y arcos realizadas de tezontle y cantera, inmediatamente después de la Conquista y que en cuyo interior se muestra siempre perfecto y colorido el mural “Cuauhtémoc contra el mito” de David Alfaro Siqueiros, realizado en 1944. Siempre pavoroso y con la esperanza de retrasar el olvido de las nuevas generaciones que apenas saben de su existencia, el mural es vigilado por un policía de uniforme azul, regordete y de la tercera edad que permanece sentado frente a la obra durante todo su turno de más de 12 horas. Caminando bajo el techo de pasillos un tanto angostos y con piso de piedra roja, se erige hermosa y desafiante esta mini ciudad de edificios, rojos, negros, rosas y de diversos tonos por donde centenares de estudiantes corrieron despavoridos y con miedo en los trágicos hechos de octubre de 1968. Sigo avanzando. De mi chaqueta rompe vientos azul marino comprada en un tianguis de segunda mano y previo regateo, extraigo una cajetilla de cigarros mentolados en cuyo interior se encuentra también, un encendedor rojo de los famosos Tonkai que ocasiona que el cigarro emita un humo blanquecino y espeso que conjuga armónicamente con la iluminación triste y grisácea de este jueves de expedición. Frente a mis ojos se encuentra el ex Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, que en sus mejores tiempos fue el único centro de aprendizaje para indígenas de América y que durante la Revolución Mexicana sirvió de cárcel militar albergando a presos políticos y que hoy luce elegante, apacible y con paredes maquilladas en un tono amarillo canario que se combina perfectamente con el arco de cantera y tezontle ubicado en la parte exterior poniente. A medida que camino lentamente rumbo al poniente de la Unidad, puedo sentir las ráfagas despeinantes de aire frío, contaminado, brumoso y tan familiar que me anuncia la llegada a la Plaza de las Tres Culturas. El cigarro se consume más rápido. Parece mentira. Hace 10 años, cuando tenía 14, caminaba el mismo trayecto que hasta ahora, sólo que con otro objetivo: ir a la secundaria. En aquél entonces la plaza me parecía estresante dado que recorrerla, representaba los minutos de retraso con los que siempre llegué a la secundaria. Gracias a la decisión de mi progenitura, una madre soltera y con muchas expectativas en el hijo, resulté inscrito una secundaria alejada del barrio bravo, esto para que según el entonces niño, no cayera en las garras del vicio o de “los malos pasos”. La Plaza es idéntica. Tan cuadrada, tan gris, tan fría, tan grande. En la fotografía mental que vislumbran mis ojos yace la zona del Tlatelolco prehispánico, área comercial más importante del Imperio Mexica, último bastión de los naturales cuya derrota significó el inicio de la Conquista española encabezada por Hernán Cortés. Junto a la zona prehispánica y hecha del mismo material, se encuentra la Iglesia Parroquial de Santiago Tlatelolco. Ambas estructuras se miran contemplándose una a la otra con un aire de desconfianza sin perder ese lazo de hermandad que las une. Del lado derecho de la Plaza de las Tres Culturas hay una superficie que alberga 18 asta banderas en donde se signó en 1967 el Tratado de Tlatelolco, dando paso a la declaración de América Latina como zona libre de armas nucleares. Ahora los bastiones de acero negro y sombrío, lucen abandonadas, erectas, tocando el cielo que está próximo a soltar un diluvio citadino. En la plancha se observan todo tipo de seres humanos que van a distintos sitios. Se mira a la anciana que camina como perdonando al viento, arrastrando un carrito de mandado con ruedas negras en cuyo interior se entrevén tortillas, ramas de apio, papel higiénico, tintura artificial para cabello y un cúmulo de recuerdos, experiencias y anécdotas que arrastra una mano blanca matizada por un verde venoso, con pecas rosas que contrastan mágicamente por un esmalte rojo precioso, recién pulido. También se dejan observar los niños de las diferentes escuelas de la zona. Llevan consigo ese par de alambres en sus oídos conectados a una cajita que le llaman celular. No miran a ningún lado, enamorados por el contenido que emana de ese aparato, los jóvenes caminan inmersos en sus ilusiones, sin expresión. Detenido unos instantes por la melancolía de aquellos años de estudiante secundariano, decido continuar mi recorrido turístico por esta ciudad de modernidad y soberbia que el sismo de 1985 dio una lección de humildad, cuyos paganos fueron los cientos de cadáveres que se encontraron entre los escombros de aquel catastrófico 19 de septiembre. Avanzo de oriente a poniente por un pasillo largo y ancho rumbo a Eje Central. Recuerdo que en el pasado, justo por ese pasillo cuando tenía unos 14 años de edad, corría velozmente rumbo a la secundaria con un el habitual desayuno de un niño obeso y de clase media: torta de tamal verde con atole de fresa. Del lado derecho de ese pasillo y justo frente a la zona arqueológica, había un hospital del IMSS que fue demolido. El recorrido durante este pasillo permite ver a lo lejos la Torre Mayor, parte de Cuajimalpa y allá, más ligeramente la Torre del Pantalón. También se admira con mayor precisión y aun en contra de las nubes grises, la orografía de esta capital mexicana: unas extensiones de tierra más altas que otras se dibujan ante mis ojos que nunca habían admirado con sensación de orgullo por pertenecer a esta magnífica ciudad de los palacios, en donde cada uno hace de su estancia la mansión que desea. Mis pasos son más hábiles, la lluvia que está por caer. Mis tenis Nike comprados en rebajas y desgastados por el tiempo pero llenos de experiencias de todo tipo, se adentran por el pórtico Antonio Caso, ubicado de manera subterránea para sostener el paso de cientos de autos, camiones y el servicio trolebús que atraviesan el Eje Central ubicado exactamente en la superficie externa. Dicho pórtico interior aguarda una biblioteca pública y un módulo de información para que adultos puedan terminar primaria y secundaria en un sólo examen. Salgo del pórtico y con un tono azul celeste que la hace lucir inteligente y delicada, se muestra la Secundaria Diurna Número 16 Pedro Díaz. Institución pública que me alojó durante dos largos y aleccionadores años, aquella escuela donde aprendí a fumar cigarro y donde aprendí también, a controlar el ego y no hacer alarde a mis apariciones en el cuadro de honor por las altas calificaciones. Me detengo en la pequeña plaza que alberga tanto a la secundaria como al magnánimo edificio ISSSTE que junto con el Chihuahua que está del lado opuesto del Eje Central, muestran con la ceja levantada al estilo María Félix, la vulnerabilidad de la zona y el recuerdo inminente de ese tatuaje que lleva Tlatelolco en marcado en el alma: 1985. Continúo con la expedición hacia esta tierra lejana y tan cercana a la vez. Sigo caminando hacia el poniente de la zona. Ya estoy ubicado en la segunda sección de Tlatelolco. Reparo un momento en la belleza del Parque de la Pera que ahora luce más pequeño, aquel parque en donde se llevaban a cabo las peleas infantiles entre los alumnos de la secundaria “a la salida” y que ahora es llamado “bullying”, pero que en mis tiempos era conocido como “carrilla”. Avanzo. En la parte baja de los edificios más grandes, como en el que me encuentro, es decir, en el Benito Juárez, existen diversos comercios tanto para los habitantes como para los visitantes a la zona. Es hora de realizar una parada técnica en una tienda para adquirir los víveres que han de acompañar este viaje de expedición y aventura: unos chicles de menta y una botella de agua natural. Sigo caminando. Detenido justo en la plaza que dirige al Metro Tlatelolco, justo a un lado del edificio Arteaga, al fondo, se puede apreciar el famoso “puente rojo” o “puente de piedra”, aquél del que tanto escuché hablar a la abuela tepiteña en los domingos familiares, ese mismo puente donde se filmaron películas con Pedro Infante y Dolores del Río que a más de una madre de familia le sacó lágrimas a través de un televisor blanco y negro de la marcha RCA. El pasillo que conecta el Puente de Piedra con el Metro Tlatelolco y que colinda con el edificio Ignacio Ramírez, es la sede perfecta para que alrededor de 20 comerciantes ofrezcan sus productos a los niños de las primarias cercanas. Algodones de azúcar rosas y azules, chicharrones preparados con cueritos y salsa valentina, congeladas de coco o vainilla o limón, botellas con agua y jabón que junto con un limpia pipas crean burbujas de amor que se rompen a medida que avanzan en la atmósfera chilanga de la capital. Subo lentamente los escalones discretos y amplios del famoso Puente Rojo. Me sitúo en la parte central y más alta. Hacia la izquierda se aprecia grismente “El Caballito” de Sebastian, también se vislumbra el trayecto del Metrobús que avanza tranquilamente hacia Bucareli. Al derecho del puente se dibuja el Cerro del Chiquihuite y el Hospital de la Raza. La atmósfera es cada vez más pesada y empieza a brisnear ligeramente. Parado y apreciando el paisaje que me brinda la altura del Puente Rojo, decido que es éste el punto final del viaje. Es hora de regresar a casa. Convencido del fracaso de la expedición y ante la imposibilidad de entrevistarme con algún ciudadano que a mi parecer resulte ser figura central de una crónica, emprendo el viaje de regreso hacia Tepito. Recorro la misma ruta que al inicio, sólo que ahora de manera contraria, es decir, de poniente a oriente en la unidad. El señor que vende flores de distintos colores y especies frente al teatro María Rojo me mira con sospecha. Sigo avanzando ahora hacia el oriente, cuando de pronto, un par de policías en sus motocicletas me detienen. Argumentan que les reportaron la presencia de un sujeto sospechoso que caminaba por las calles de la segunda sección. Ya valió, pensé. Chamarra azul, bermuda negra, gorra verde y tennis Nike; fueron la descripción que le dieron a los agentes. Me indican que se trata de una revisión de rutina y cuestionan de manera insistente y un tanto amenazante si no traigo algo comprometedor. Niego con la cabeza, extiendo mis extremidades y comienza la revisión colocándome con las piernas abiertas frente a la pared gris y fría del edificio Benito Juárez. Termina la revisión. Convencidos de que estoy “limpio” los agentes abordan sus motocicletas y continúan con su recorrido por Tlatelolco. A manera de justificación, argumentan que las revisiones son por motivos de seguridad y ambos sujetos se alejan lentamente con cara de resignación, en busca de una víctima con placeres culposos o ilegales. Con las piernas temblorosas por la revisión, sigo mi camino de regreso a casa. Analizo una vez más sin llegar a una respuesta, el por qué de mi fobia a los policías y cualquier asunto relacionado con la ley o la justicia. Suspiro. Sigo Caminando. En el Parque de la Pera, justo en el área donde los jóvenes hacen ejercicio para obtener los cuerpos que marcan las nuevas tendencias de la sociedad, y como ya mencioné, donde se agarraban a guamazos mis compañeros de secundaria; se aprecia una pareja de adolescentes con uniformes de secundaria técnica. Tanto él como ella intercambian besos frenéticos y pasionales que han despertado más que buenas intenciones por parte del chico, que con la mochila donde guarda libros, cuadernos y reglas; hace hasta lo imposible por evitar que su acompañante perciba la erección que emerge de su pantalón. Sonrío. Sigo avanzando. He dejado atrás mi ex secundaria. Me lamento por la aparente imposibilidad de escribir un texto sobre Tlatelolco y resignado, obtengo otro cigarro de la misma cajetilla y lo enciendo con el mismo encendedor rojo. Decido que cambiaré la ruta a casa y que lo haré por el Jardín de Santiago, ubicado en la esquina de Flores Magón y Reforma, justo a un lado del actual CCU Tlatelolco y en lo que fuera el edificio de la SRE, diseñada por Pedro Ramírez Vázquez. Ya en la Plaza de las Tres Culturas, justo antes de doblar a la derecha para iniciar la nueva ruta, aparece ante mis ojos un hombre con cabeza blanca, cuerpo cansado pero elegante, con porte de caballero y pasos pequeños pero sólidos y firmes; barriendo apaciblemente el extremo sur-oriente de la explanada. Se encuentra con la mirada en el piso, barriendo con detenimiento cuadro por cuadro de esa plaza, cuadros que quizá fueron camas fúnebres de jóvenes abatidos aquel 2 de octubre. A medida que me acerco puedo ver más de ese hombre de unos 80 años, que con una escoba de palo verde y mechas amarillas, barre suavemente el suelo de cemento de la explanada. Su nombre es Jesús Medina, viste una chamarra de franela gris, un pantalón de casimir azul marino, una camisa que algún día fue blanca, pero que ahora luce amarilla por el tiempo, un anillo de plata grande en el dedo anular de la mano izquierda y un sombrero de ala corta desgastado. Sus pantuflas planas y color ocre danzan al ritmo de los pies de don Chucho, que en tono benevolente y sin dejar de barrer, me informa que esta práctica de barrer la explanada, la hace desde hace un año y cuyo objetivo principal es borrar el pasado bochornoso de esta explanada. Estaba acompañado de su hija Judith, una mujer de unos 45 años de baja estatura, cabellos rizados, lentes con moldeadura de metal y una amabilidad inquietante. Me informó que su padre padecía Alzheimer y ésta, se trataba de una práctica que don Chucho llevaba a cabo para saciar su ansiedad. Práctica que dijo, le ha valido valiosos reconocimientos a don Chucho por parte de los vecinos de la unidad. Lo particular era, creo, la concentración que don Chucho ponía en cada movimiento transversal que realizaba con la escoba. Un movimiento similar al de un barrendero en la escena de “Rojo Amanecer” al otro día de la tragedia. Justo cuando don Jesús Medina me terminaba de contar que de joven se dedicó a la venta de libros antiguos y reliquias de la Revolución Mexicana, empezaron a caer gruesas y pesadas gotas de agua mojando la escena y con ello, el final de la intempestiva y fugaz conversación que sostuve con don Chucho y su hija. Ambos se despidieron amablemente y difuminados por la neblina que ocasionó la lluvia, caminaron rumbo al norte de la unidad, adentrándose en las entrañas del edificio Chihuahua que con los temblores, emite ruidos y gemidos subterráneos que calan en lo más profundo de las entrañas del edificio y que pone nerviosos a más de un habitante de dicha estructura. Bajo la lluvia, empapado de pies a cabeza y confundido por la fugaz e interesante charla con los Medina, puedo sentir la fuerza que Tláloc ejerce sobre lo que una vez fue su centro comercial más importante. El agua no distingue ninguna de las tres culturas de Tlatelolco y moja por igual la zona prehispánica, la iglesia de Santiago y los edificios modernos, considerados por Monsiváis, como la utopía de un México sin vecindades. Metafóricamente, camino yo despacio y con las ropas mojadas a la realidad de mi México, que sigue siendo de vecindades. Vecindades como la mía, ubicadas en barrios populares donde siempre existirá el altar de la Virgen de Guadalupe que lo mismo cuida a rateros católicos, que a viajeros del tiempo y del espacio, que con este viaje celebró los 50 años del barrio vecino, el barrio amigo, Tlatelolco.
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