Matar a la vieja
Publicado en Aug 03, 2014
I No me preguntés cómo se originó en mi cabeza la idea de matar a la vieja. De repente estaba ahí, bien clarita. Yo la había visto mirarme con ganas, descaradamente y sabía que le gustaba. También sabía que estaba sola en la vida. Viuda desde joven, los hijos habían abandonado el hogar hace años. Desde aquel tiempo se refugió en sus negocios, que crecían día a día gracias a su voluntad inquebrantable para el trabajo. Sus dominios se extendían a lo largo de varias cuadras: una verdulería, una panadería y un minimercado eran algunos de los comercios que la mujer poseía en el barrio. Pero su astucia para esas artes contrastaba abismalmente con la candidez de adolescente que evidenciaba cada vez que me atendía. Yo, que siempre fui un vago y un muerto de hambre, tenía a la señora en la palma de una mano. Pero de ahí a planear paso a paso el crimen perfecto hay un abismo. “El asesinato perfecto es el que jamás se descubre. Pero aún con errores, es muy difícil develar un crimen”, leí una vez. Esa idea fue reveladora. Eso y la necesidad urgente de conseguir una importante suma de dinero en pocos días. Caso contrario, las deudas que había contraído apostando serían cobradas por un par de monos ansiosos por quebrarme varios huesos. Creo que en medio de esa desesperante situación mi ingenio se agudizó y de pronto el plan estaba listo. Bueno, decir “el plan” es pretencioso, fue apenas un boceto confuso, como un chico que recibió una mala calificación en la escuela e inventa una mentira a las apuradas antes de llegar a casa. Un dato decisivo terminó por animarme. Una tarde, mientras hacía unas compras, escuché a la vieja contarle a una vecina amiga suya que acababa de sacar una fuerte cantidad de efectivo del banco. Era viernes. El lunes, iba a cerrar la compra de una casa de fin de semana. “Tengo la plata en casa, guardaba en el ropero”, le confió. II Volví al negocio a media tarde. Apenas me vio entrar, dejó la caja registradora y se acercó a atenderme. La seduje descaradamente. Le dije mil mentiras. Quedamos en vernos por la noche. Mientras me preparaba para la cita repasaba el arrebatado plan. Una excitación indescriptible me recorría el cuerpo. A la hora acordaba toqué el portero. Ella bajó. Recién bañada y perfumada. Con un vestido que dejaba poco a la imaginación. “Pobre mina, está regalada”, pensé. Matarla fue fácil. Dos pastillas de dormicum en su bebida bastaron para sedarla. Ahora estaba a mi merced. Saqué el martillo de mi bolso y le destrocé la cabeza a mazazos. Luego busqué el dinero y lo guardé en mi mochila. Finalmente, forcé la cerradura y tomé algunos objetos de valor para simular un robo. Era como si no fuera yo ese miserable que acababa con la vida de una inocente por un par de monedas también miserables, destinadas a pagar sus vicios. Era como si yo viera desde arriba cómo otro cometía ese atroz acto. Salí de la casa antes de la madrugada. Tomé un taxi y me fui hasta un bar del centro. Después de un par de tragos todo parecía como un sueño. Entonces regresé al departamento. Me dormí en el acto. La Policía, por su parte, compró de entrada la hipótesis del robo y los diarios la rubricaron con su habitual inocencia. Lo cierto es que siempre fui un tipo frío, así que no me sorprendió no sentir el menor remordimiento. Lo que en verdad me mortificó, lo que realmente me impidió dormir durante varios días fue haber tenido que entregarle la guita a esos usureros hijos de mil puta. Eso sí me pareció una verdadera injusticia.
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