LIBRE DE PECADOS / 3 CUENTOS ENAMORADOS
Publicado en Sep 10, 2009
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UNA PACIENTE MIRADA PASIONAL   
Brenda Whrite es una de las tantas turistas norteamericanas que recaló en Buenos Aires beneficiada por el dólar devaluado. Tiene escasa referencia sobre éste país "al sur del Brasil". Habla un castellano pobre y gesticula permanentemente para hacerse entender. Su economía se ajusta a unos 25 dólares diarios. Decidió alojarse en una modesta habitación de un hostel de la calle Chile al 300, que le recomendaron en la cadena Hosteling Internacional.
Llegó a la ciudad con algunos mitos urbanos preestablecidos: la noche porteña, el Teatro Colón, los bailarines de tango de la calle Florida, la magia del barrio de La Boca, la bohemia de San Telmo, el choripán, el mate y un dato preciso sobre los lugares de sexo libre. Es lesbiana. Acaba de quebrar una relación de cinco años con una antropóloga alemana. El viaje es una cortina para el olvido y un cambio para el corazón. Tendrá unos treinta años, es mestiza, nada vistosa, fuma desmesuradamente y pasa inadvertida. En su mochila carga las guías turísticas de Buenos Aires, un spray paralizante, una petaca  llena de Jack Daniels, un reloj Movado de 1943, un par de cigarrillos de marihuana, un vibrador, una crema balsámica y un anotador gastado por el uso donde anota referencias históricas. Su tarjeta de identificación reza: Brenda Dollys Whrite. 37 street / B. Cassideus. San Diego- California- Portadora HIV.
La conocí en medio de un incidente en "Medio y Medio". Eran aproximadamente las 23.30 y un español borracho molestaba a los comensales que, enojados, alertaron al encargado del restorán. Uno de los mozos, bastante corpulento, se acercó al turista y ahí se produjo una discusión que terminó cuando el extranjero, al ser retirado del lugar, forcejeó y cayó al piso. Brenda se levantó indignada y se quejó del maltrato. Fue entonces cuando un dependiente altanero la empujó y yo salté de la silla para defenderla. Resultado: todos a la comisaría 2da. bajo expediente caratulado de averiguación de antecedentes y lesiones leves.
A las siete de la mañana estábamos desayunando en un café indecente de Avenida Independencia y Tacuarí. Brenda me había relatado, con bastante angustia, que necesariamente tenía que volver al hostel que quedaba a pasos del bar y que, cada vez que ganara la calle, se encontraría con algunos de los matones. Le ofrecí ante  los hechos mi departamento, que tampoco  estaba  lejos del lugar, pero en vista de la circunstancia y en tanto se calmaran los ánimos, podría ser una salida. Aceptó. Después de esa malograda noche nos fumamos un cigarrillo y nos desplomamos sobre la cama. Despertamos a las cuatro de la tarde con un hambre atroz y el deseo incontrolable de beber algo fresco. En la heladera había medio litro de gaseosa y un paquete de salchichas. Un almuerzo magnífico para dos reclusos.
Brenda volvió a la cama completamente desnuda. Un ventilador rudimentario  y ruidoso colocado sobre la silla del cuarto, poco podía remediar los 34 grados que calentaban la desidia del domingo. La observé. Sus caderas parecían fuertes, sus piernas extremadamente largas. El volumen  de los pechos desentonaba con el resto. En rigor, Brenda no representaba un atractivo. Era nada más que una mujer despojada de ropas. Dormía serenamente, con una calma envidiable. Mientras la miraba pensaba en la historia que me había contado sobre su amiga Edith Burton, responsable de una revista de poesía de escasa tirada que falleció a  causa  de una sobredosis. Con ella solía almorzar en el clásico restorán  Oyster Bar, en la Gran Terminal de Nueva York, en el mismo corazón de Manhattan. Hablaban sobre cine y pintura. En ese espacio programaron el viaje a Croacia para visitar Dubrovnik, la ciudad amurallada  a orillas del mar Adriático. Hasta allí llegaron los últimos días del año 1999, para darle la bienvenida al nuevo milenio. La noche del 31 de diciembre cenaron brodet, un pescado que se come guisado con arroz y al que agregaron vegeta, un condimento a base de verduras. Bebieron vino francés y terminaron con los pasteles kolaci. En la calle Stradun, se detuvieron en un pubs para paladear cerveza negra y fumar cannabis. Con sorpresa, un inglés les comentó "lo costoso que eran los puros". Los precios en el Reino Unido parecían más acomodados. "Una raya de coca cuesta menos que un capuchino. Tu le puedes sacar 20 rayas a un gramo y eso te cuesta 4 dólares, menos que un café con espuma", enfatizó alegremente mientras terminaba su lata de cerveza.
Notablemente eufóricas pasearon por el barrio de Babin Kuk y desmayaron en Place, cerca de las playas, mirando la isla de Lokrum. Después llegaría la tragedia. Edith Burton se cargó de heroína y nunca supo más del Viejo Continente.
Brenda regresó sola a Nueva York, con los libros de Edith: Un arroyo que corre hacia el oeste y Poesía Completa de Robert Lee Frost.
No dejo de pensar al tenerla tan cerca, sobre la necesidad que siento de oler el perfume de una mujer. Desde niño cerraba los ojos para descubrir quién pasaba a mi lado. El aroma de hembra es único, perfecto, inconfundible. Brenda no me seduce. Rechazo la cultura del vello en las axilas y la sombra del pelo crecido en esas piernas interminables. No encuentro un detalle saludable en sus pies agudos. Trato de buscar algo que me sorprenda de ese cuerpo que no me conmueve, que no despierta un instinto oculto, un sortilegio. Nada. Mientras estoy en la búsqueda de algo diferente, no hago otra cosa que desviar mi atención sobre los próximos pasos. Mañana, cuando otra vez tenga que enfrentar al grupo de estúpidos turistas que lo único que hacen es comer y gastar dinero en baratijas, no sabré si Brenda seguirá ocupando mi cama o duchándose en mi tina. Si el uso de la heladera será pactado y el orden tendrá lugar. Si a este remolino norteamericano se sumará otra insurgente, no menos tempestuosa compañera, que descaradamente se desvestirá para jugar con un amor sin límites.
Tengo fundadas dudas sobre sus placeres musicales. Yo sé que soy medio asqueroso en mis gustos y pretendo encontrar en otros esa forma de adhesión. Cuando le hablé de Cesaria Evora, de la fuerza mística de Hassan Hakmolen, del "león africano del pop", Baaba Maal y de los Hermanos Dagar, su rostro parecía una máscara afelpada de dudas y sospechas. Esos nombres no eran otra cosa que extrañas identidades, anónimos desconocidos o inventados individuos de alguna comunidad primitiva. Brenda es básica, casi elemental su conocimiento sobre la plástica americana. La referencia se limita a Fernando Botero y Oswaldo Guayasamín. Desconoce a los muralistas mejicanos, a Torres García, a Xul Solar.
Habla por la página leída en algún semanario especializado. Repite textos de  los críticos y hace propio los conceptos de los periodistas, sin darse cuenta que en su boca, resultan obvios como inconsistentes.
A esta altura, es un hecho que Brenda tiene la seguridad de no regresar al hostel. La advierto cómoda. Lo presiento porque su descansar es relajado. Si pudiera conectarme con sus sueños, ninguna señal de alarma me obligaría a estar intranquilo. Me parece que esto es mi penúltimo fracaso, la montaña de basura que no puedo escalar, el hueco de una caverna por donde no me animo a ingresar. Brenda no me conoce, yo tampoco a ella. No tiene idea de mis problemas de relación, no sabe absolutamente nada de mis miedos y angustias. Yo no sé sobre los rollos de este cadáver que tengo sobre mi cama.
Creo que seguirá allí, muerta, dura, a la espera de una decisión o simplemente aguardando que le señale la puerta de salida.
Valentina apareció una tarde con la excusa de arrimarme su hombro para liberarme de Brenda Whrite. No le tenía confianza. Siempre me pareció una oportunista. Ya en dos anteriores aventuras me había demostrado que no funcionaban sus estrategias. Sin embargo, cierta lógica indicaba que podía ser ésta la instancia para cambiar de opinión.
Estoy convencido que no me agrada de Valentina su recurrencia a la formulación de torpes acertijos. Siempre ponía a prueba mi capacidad de resolución y siempre, como un idiota, caía en su redada. La primera travesura fue con aquello de: una botella de vino cuesta diez dólares. El vino vale nueve dólares más que la botella. ¿Cuánto vale la botella? Yo contesté: "un dólar". Error - dijo Valentina -, la respuesta es que la botella vale 50 centavos y el vino 9.50, porque si la botella valiese en realidad un dólar, entonces el vino, valiendo 9 dólares más que la botella, costaría 10 dólares. Por consiguiente, el vino y la botella juntos valdrían 11 dólares.
Otra estupidez con que me vapuleó fue: Suponte que vos y yo tenemos la misma cantidad de dinero. ¿Cuánto debo darte para que tengas 10 pesos más que yo? Respondí: "diez pesos". Valentina fabricó una mueca de satisfacción y segura me abofeteó: Digamos que cada uno de nosotros tenía, por ejemplo, 50 pesos. Si yo te diera 10 pesos, vos tendrías 60 pesos y yo 40, por lo tanto, vos sumarías 20 pesos más que yo y no 10 pesos. Mi querido amigo, la respuesta correcta es 5 pesos.
Reconozco que con las matemáticas nunca me llevé bien. Es algo que tengo incorporado a mi vida como el displacer a levantarme temprano. Pero a medida que fui sorteando mis falencias, todas estas pequeñeces pasaron a formar parte del anecdotario.
A Valentina le sucedió lo que yo esperaba: se enamoró de Brenda y ante ésta suerte de amor magnánimo, me sentí como un gato mirando pasar la vida por el tragaluz del departamento. Ellas dejaron que el hervor de la sangre se adulterara con la candidez fatua de lo prohibido. Poco les importó si yo estaba en el medio, si aceptaba el vínculo en mi propio espacio, si me quedaba resto para opinar. Ambas decidieron ser mis invitadas, las comensales sentadas a la mesa, las regentes de mis pasos.
De Brenda poco puedo opinar. En verdad, me resulta indiferente, pero sobre Valentina, tengo acumuladas muchas historias compartidas de las que no puedo  descarnarme y otras que desearía pasarlas al baúl del olvido.
Valentina me enseño la doctrina del homúnculo, dada a conocer por Paracelso en su De naturarerum: "He aquí - nos dice - cómo hay que proceder para lograrlo: Encerrad durante cuarenta días, en un alambique, licor espermático de hombre; que se putrifique hasta que empiece a vivir y a moverse, lo que es fácil de reconocer. Después de este tiempo aparecerá una forma semejante a la de un hombre, pero transparente y casi sin sustancias. Si después de esto se nutre todos los días ese joven producto, prudente y cuidadosamente, con sangre humana, y se lo conserva durante cuarenta semanas en un calor constante igual al del vientre de un caballo, ese producto se transforma en un verdadero niño viviente, con todos sus miembros, como  el nacido de una mujer, aunque más pequeño".
A Valentina, la creencia sencillamente absurda, le parecía simpática. Yo traté de afirmarle que el elemento masculino aislado, jamás puede engendrar, pero ella insistía porque muchos sabios de la Edad Media y del Renacimiento habían avalado esta locura. Una y otra vez cuando se disgustaba conmigo, su insulto era: homúnculo de mierda. Tanto asumí la humillación que, finalmente, he llegado a creer que en el macabro juego de roles, ellas eran las alquimistas que inventaron al homúnculo llamado  Nicanor.
Desde pequeño me agrada ser mirado. Con los años descubrí que la mirada erotiza, desnuda, es un pincel que dibuja sensaciones íntimas. Mirar y ser mirado es el código del cuerpo como objeto de consumo. No es vano me dejé llevar con el encanto íntimo de Brenda Whrite. Ella no era una mujer deseada, no tenía belleza, ni el mínimo secreto que esconde la geometría global o el volumen perfecto  que permite el goce del tacto. Seguramente su infantil forma de exhibirse me despertó cierto placer y satisfacción. No entiendo bien cuáles son los límites de la mirada.
Mostrarse es un juego que invita a la fantasía y las reglas, decididamente, no son normas precisas.
Hay sin embargo en Brenda algo de seducción. Posiblemente un rubor no revelado. No sé concluir si después de su intimidad con Valentina y de la cohabitación obligada, los tres fuimos creciendo y aprendiendo a ser distintos sin que esto me obligara a dejar de lado los códigos particulares.
Valentina sabía de mis impulsos de Peeping Tom. Conocía mi necesidad de mostrarme, mi sensación de mareo antes de ver el gesto de horror en el otro o la carcajada ruin al advertir mis genitales. Ella muchas veces me permitió reafirmar mi identidad sexual, comprendió mi malograda educación moralista y respetó mis excitaciones repentinas. Alguna vez nos preguntamos, cuál era la frontera de la exhibición. Nunca hallamos respuesta ¿Acaso mostrarse en pareja no es un juego amoroso? ¡Quién determina las reglas !
Yo no soy el personaje de la fantasía popular que se viste con una gabardina y la abre en una calle sin salida, esperando que pase una mujer para sorprenderla y gozar con el gesto de espanto.
No quiero creer que ahora vivo una suma de fracasos, que Brenda Whrite se hubiera vestido de impostora para engañarme y que Valentina haya dejado de ser mi espejo.
 
 
Brenda Whrite, actualmente, es editora de la revista "Border Blue", en San Diego (California).
Valentina Katz, dirige un portal telefónico de encuentros en Caracas (Venezuela).
Nicanor Navarro abandonó su tarea de guía turístico y es gerente del hotel "boutique" Gladiador, en Neuquén (Argentina).
Después de aquella convivencia, en el verano de 2004, no volvieron a verse.
 
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Descripción

La mirada.

Palabras Clave: Ojos.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: SI

Derechos de Autor: JOSE MARIA GATTI

Enlace: Josemariagatti@terra.com


Comentarios (1)add comment
menos espacio | mas espacio

miguel cabeza

Relato-cuadro sicológico (?) con la calidad literaria a la que nos tienes acostumbrados

Un abrazo
Responder
October 01, 2009
 

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busy