En un país tan lejano... (Cuento)
Publicado en Sep 03, 2014
Érase una vez en un país tan lejano tan lejano que sólo las golondrinas sabían su nombre, una bella princesa rodeada de cisnes en un lago azul donde las ondas reflejaban su cuerpo lánguido y misterioso. Se sentía una fresca brisa de aires marineros en torno a todo aquel paraje palaciego donde los bosques suntuosos, repletos de coníferas, rodeaban la mansión en que ella descansaba sus horas pensando. Y estaba triste la princesa aquella tarde de abril en que los pájaros habían abandonado sus trinos para escucuchar el suave rumor de las aguas y aquella tonadilla que algún zagal tocaba en las laderas del semi escondido valle. Corrió entonces la princesa hasta el laberinto de cipreses y, dejándose caer sobre el blando lecho, durmió un tiempo impreciso pero sereno e inmediatamente toda la floresta se encendió para dar la bienvenida al cortejo de las ánades violetas que, en forma de ejército salvador, se acercaron a ella y, hablándola de emociones encontradas en el bosque, le hicieron despertar de su sueño. Entonces la paloma blanca y mensajera allegóse a la sombra donde ella discurría sus pesares y se posó en el hombro derecho para que pudiese descubrir aquel pedazo de papel que la princesa leyó ávidamente, sin más conciencia que su silencioso pensamiento envuelto en una mirada azul que la transportó hacia el último límite de los abedules. Y el pastor habló a la princesa de ninfas de las aguas, dríades de los bosques, hadas de los aires... pero ella sabía ya demasiado de los mundos incorpóreos y sutiles y sólo ansiaba encontrar la materia lúcida y transparente del bohemio soñador de los mameys; alguien que la ofreciese un tributo a la placentera ensoñación de los trinares y la elevase a la tricúspide corazonal de su perdida sonrisa. Cuando el pastor marchó tan lejos que sus huellas en el prado quedaron vencidas por el sollozo, quedó en el pensamiento de ella una sensación de abismo insondable. Ansiaba encontrar el verdadero porqué de sus misteriosos antojos y la realidad de todo aquello que se reflejaba en las ramas de los árboles del parterre. Su majestad el rey no sabía hallar el verdadero principio del mal de la princesa y mandó venir a un rajá de madréporas que embelleció el mundo de ella con péndulos dorados y plateadas sinuosidades en forma de collares y sortilegios de marfil. Le ofreció diamantinos objetos para enriquecer su hermosura y una vida llena de placeres ardientes. Pero la princesa conocía ya demasiado bien que toda aquella parafernalesca multitud de materia y de gozo era solamente vanidad de vanidades y rechazó rotundamente aquellos viajes con retornos por los andamiajes de la rutilante y mayestática solemnidad. El rajá quedó colgado de su propia congoja. Los árboles inclinaron sus ramas para ofrecerla los jugosos frutos de su edénico transcurrir; mas ella quedó sumida en una larga continencia de sentires y pensó que ya era el momento de acudir a la fiesta de palacio sólo para hacer que el tiempo del desengaño se disipara en un mar de globulinas que hiciesen renovar su sangre. Y se divirtió ampliamente la princesa; sonrió a las gracias del saltimbanqui y se emocionó con los juegos del malabar... pero cuando más gozó fue en el baile de la mascarada donde, disfrazada de coloquios embaucadores, se sintió feliz ocultando a todos sus comparsas la verdadera identidad de sus misterios...
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