Hacía ya mucho tiempo que, en medio de la oscuridad, el poeta se inspiraba con las brillantes estrellas para hacer vagar su memoria entre la soledad y el silencio. En el frágil espacio de lo íntimamente circunflejo no podía distinguir entres las voces y los ecos de las voces. Sólo podía sentir una ambigua e indiscreta sensación que él llamaba desaparición. Y es que había desaparecido del resto del mundo y proyectaba su presencia en el éter de sus sueños.
 
El poeta se trasladaba desde el origen de sus pensamientos hasta ese estar sin ninguna clase de referencias en medio de un espacio en que aparecía y desaparecía continuamente mientras el poema se convertía en un ejercicio de acompañamiento casi musical, casi total, casi infinito... y la húmeda atmósfera del anochecer le había penetrado hasta convertirle en el héroe subterráneo de sus recuerdos. Y recordaba. El poeta recordaba los secretos que le habían envuelto en aquellas historias contadas, narradas, suspiradas... 
 
Entonces era cuando lo oscuro, lo neblinoso, la bruma del pasado, se iba convirtiendo poco a poco, muy lentamente, en un pequeño foco de felicidad. Narró el poeta su última leyenda a las estrellas que titilaban en medio de los versos dóciles, sencillos, amigables...  hasta que la curiosidad por saber quién era le hizo viajar y suspenderse en el vacío de la nocturnidad. Una oleada de viento fresco le perdonó. 
 
En la última hora de aquella noche, el poeta dejó de ser melancolía, dejó de ser dolor y dejó de ser tensión oculta para convertirse simplemente en recuerdo narrado bajo la Luz porque la Luz estaba dentro de su propia conciencia.