LIBRE DE PECADOS/ 1 CUENTOS ENAMORADOS
Publicado en Sep 12, 2009
VENTIQUATTROMILA BACI
Catalina fue la primera mujer que me besó en la boca. Por muchos años esa caricia húmeda y tibia me acompañó como una capa protectora que resguardaba mi secreto más íntimo y virginal. Yo entorné los ojos por vergüenza. Ella fue tan tierna y dulce, tan precisa y segura para lograr su cometido que, a pesar del tiempo y la distancia, aún hoy me declaro ennoblecido con su instigación. Catalina era amiga de mi hermana. Se conocieron en la Facultad de Ciencias Económicas. Trabajaba en una empresa familiar dedicada a la venta de lámparas de incandescencia. Su padre, el ingeniero Vittorio Falcuchi, oriundo de Bérgamo, había llegado a la Argentina, en 1943, con su esposa Antonella Rimma y sus tres hijas: Sofía, Danina y Catalina. Vivían en Bernal, en una amplia casa donde funcionaba el depósito de la pequeña sociedad. Catalina era la mayor de las jóvenes. Tenía 24 años, cabello castaño claro, ojos color miel, piel blanca y un cuerpo al límite de la obesidad. La compañía en la capital ocupaba una oficina en la calle Belgrano 884. Durante la semana, por lo general, la familia descansaba en el departamento alquilado en el barrio de Almagro. Esta situación les permitía a las hermanas, estudiar, moverse con total tranquilidad y no pensar en el viaje de regreso al Gran Buenos Aires. Catalina no estaba comprometida con el trabajo. Por una precisa orden paterna, quien no se amoldara a la estructurada economía, sabía que el camino estaba cerrado. Y cuando se hablaba de "cerrado", significaba, ni más ni menos: olvido, ostracismo, exclusión. Vittorio era un tirano, un inquisidor despreciado por las cuatro mujeres. Sin embargo, sólo Catalina se atrevía a desafiarlo. Cuando lo provocaba, sabía de antemano el triste final. El resto, sin ningún problema, se mostraba diligente, discreto, sosegado. Falcuchi le decía a Catalina desde muy niña: "Lebbra...lebbra di merda" y ésta, irrespetuosamente le respondía: "¡spazzatura!". En verdad, el trato era parte de una serie de humillaciones mutuas que con los años se fue acrecentando. Catalina aumentó su odio y Vittorio no desmayó hasta lograr que su hija volara del nido. Con estos antecedentes, un buen día Catalina aterrizó en mi casa sin permiso ni equipaje, bajo la promesa de ser cuidadosa y sincera compañera de estudios de mi hermana. Mi padre recién tomo conocimiento del huésped, una semana después, cuando mi madre le certifico que "era una buena chica" y que "había que ayudarla porque de lo contrario terminaría mal". Yo comenzaba mi ciclo secundario. Todavía era más niño que adolescente. Aún me deslumbraban las estampillas y los banderines de las universidades norteamericanas que las curvas y volúmenes de las mujeres. Transcurrido un mes de su incorporación, Catalina me preguntó si tenía dificultad con las asignaturas. Le dije que mi problema era las matemáticas. Desde ese momento comprendí que me había adoptado. Digo adoptado, porque en mi ingenuidad no cabía el concepto de enamoramiento. Seguramente ella sabía que a un tallo tierno se lo puede tutelar sin caer en el exceso. Estoy seguro que ese fue su desafío. Jugaba al límite entre la hermana mayor y la madre incipiente, entre la amiga y la amante, entre la mujer capaz de borrarle a un niño sus últimos otoños y entregarlo a la primavera de la vida. Su primer elogio, o al menos, el primero que asimilé, fue sobre la calidez de mi mirada: "tus ojos son como una alborada, tienen transparencia", me azucaró. Unos días después me regaló un traje negro, una camisa blanca, una cinta negra de seda y un par de botas. "Esta es la vestimenta de un rebelde, de un rocker, sos como Adriano Celentano", sentenció. Ahora que ya pasaron los años, en verdad, en aquel momento, era bien parecido al enfermizo del twist que decía: "Yo no entendía el inglés, pero lo importante era el ritmo. Y eso sí que lo tenía bien agarrado". Cuando me vestí con esa ropa de mafioso siciliano, la risotada de mi padre fue tremenda. Me hizo sentir ridículo, estrafalario, un adefesio. Catalina, que no soportaba la burla, lo miró a mi padre y disparó: "¡Padrone Vittorio!". A los pocos días dejó nuestro departamento. Todos nos sentimos mal. Mi madre porque la reacción de Catalina no había sido tan grave. Mi hermana porque se distanciaba de su amiga y yo porque a partir de ese momento comenzaba a soñar por primera vez con una mujer. Catalina estaba sentada en el centro del salón. Había muy pocas personas en "El Greco". Eran las diez de la mañana. Durante tres días consecutivos una llovizna insistente arruinaba cualquier proyecto disciplinado. Desde aquella despedida inhumana habían pasado 2 años. Mi hermana Marta ya no respetaba las reglas de la casa, mi madre seguía atada a los malestares de mi padre y yo había abandonado los estudios. Todavía ninguno del núcleo familiar lo sabía. Los engañaba tratando de prolongar un período de mi vida donde las obligaciones no eran inmediatas y la responsabilidad les correspondía a los otros. Estaba bastante confundido con mi presente. Sabía que mi preparación era necesaria pero no encontraba placer ni estímulo suficiente para continuar con la tarea de estudiante. Por eso busqué a Catalina durante meses. Ella fue la única que me ayudó. La única que me dio una mano. Tenía con ella algo pendiente. No sabía si agradecerle o insultarla. Me había abandonado. Si su historia era con mi padre yo nada tenía que ver con el disgusto. Primero llamé a la empresa familiar diciendo que era un amigo. Secamente me respondieron que no trabajaba allí desde hacía bastante tiempo. Con mi hermana di mil rodeos para que no olfateara que estaba interesado en un reencuentro con Catalina. Finalmente me pasó el teléfono de una prima con quien supuestamente vivía. Era una señora mayor. Le entendí muy poco, porque hablaba más en italiano que en castellano. Catalina se había marchado de esa vivienda seis meses después de haberlo hecho de la casa de sus padres. Pero ahora estaba allí, muy cerca, en compañía de un hombre de avanzada edad. Tuve duda si efectivamente era ella. Parecía más delgada, a la distancia la veía más alta. Me acerqué cautelosamente sin que reconociera mi presencia. Seguí de largo. Me volví. Era ella. El hombre tenía aspecto de extranjero, gesticulaba demasiado. En varias oportunidades golpeó la mesa para afirmar su parlamento. Catalina sólo trataba de calmarlo. Me pareció oportuno interrumpirlos: "Catalina, soy Adriano... ¿te acuerdas de mí?", le dije con cierto reparo. "¡Adriano, que placer!", respondió. El anciano nos miró sin decir palabra. "Tenía ganas de verte, hace tanto tiempo"... confesé. "Yo también", afirmó. "Llámame a este teléfono". "Bueno, te hablo", terminé. Dejé la confitería y caminé hasta el Parque Rivadavia. A pesar de la llovizna me senté en la corona del ombú donde todos los domingos cambiaba estampillas. Aún guardaba en la mano su tarjeta. La leí: Catalina Falcuchi. Contadora Pública Nacional. Río de Janeiro 97. Teléfono: 922-2436. Tuve duda sobre el viejo: ¿Era su padre, algún tío, un enfermo que cuidaba, un amigo...su amante?¿Le habrá dicho quién era yo, por qué los interrumpí, qué hacía con ella en la confitería? Poco importa. Ahora todo parecía encaminarse. La encontré, le hablé, me dio su tarjeta. La llamaría a la noche. No, mejor a la tarde. De noche va estar cansada. Le voy a decir: "Catalina... ¡qué tal si nos vemos! Ella primero pondrá la excusa: "Tengo mucho trabajo y...". Ahí yo apuro: "Mañana a las diez...en Las Violetas". Acorralada me va a decir que sí porque es obvio que por mi tiene una especie de...de...¡de calentura! Me di cuenta por su sonrisa, por la forma que me miró, por lo rápido que me entregó la tarjeta. Tengo todo preparado: Adriano Celentano nació el 6 de enero de 1938. En 1961 obtuvo el segundo puesto en el festival de San Remo con el tema Ventiquattromila baci, donde dice "ogni minuto é tutto mío con ventiquattromila baci". Y después grita: "E un giorno splendido perché ogni secundo baci te". Con esto ya la tengo a mis pies. Antes que respire la sorprendo: en 1962 crea su sello discográfico y filma I Frenetici. Ahora su éxito es Peppermint Twist. La suerte está de mi lado. Lo único que me falta es encontrar la cinta de seda negra, la camisa blanca, el traje y las botas. Lo demás es un trámite. Se casaron en la Iglesia de La Candelaria el 20 de noviembre. Durante ocho meses en mi casa no se hablaba de otra cosa que no fuera el "casamiento de Marta". Para mí era tan ridículo todo ese ritual que terminé odiando la ceremonia y los preparativos. La discusión sobre mi indumentaria fue un verdadero tormento. Finalmente y después de mucho negociar logré vestirme como quería: saco blanco con solapa de seda, pantalón negro, camisa blanca, botas negras y la cinta al cuello. Yo tenía puestas todas las expectativas en el choque con Catalina. Aquella mañana que la esperé en "Las Violetas" fue interminable. Pensé lo peor, que ese viejo de mierda la había maltratado, que ella cansada lo hubiera castigado, que Catalina tomara una decisión equivocada. La esperé hasta después del mediodía. No quise volver a llamarla. Creo que cometí un error. Tal vez ella esperaba oír mi voz. Pero eso ya pasó. Ahora me va a ver y algo tendrá que decirme. Ahora ese beso va a tener otro sabor. Yo estoy dispuesto a todo. A pesar de la diferencia de edad, de las estúpidas opiniones en contra de mi padre, de la burla de mis amigos, de los consejos de mi madre. Yo sé que es tiempo de amarla para toda la vida, de cuidarla, de protegerla. Todo esto se lo voy a decir al oído mientras bailamos, mejilla contra mejilla, mientras me emborracho con su perfume, mientras siento sus pechos como una brasa ardiendo sobre mi corazón, mientras trato que mi sexo no malogre el encuentro, mientras mi mano acaricia su espalda y siento que su corpiño es un estorbo. Después saldremos al parque de la casa, le tomaré la mano, buscaremos un rincón oscuro y volveré a sentir ese beso único, fantástico, inolvidable. En nuestro caso no habrá casamiento. Yo no quiero ningún festival, ningún espectáculo, ninguna comedia. ¿Luna de miel? ¡Una locura! Todo en silencio, en secreto, íntimo. Nada de papeles, nada de anillos, nada de regalos, nada de invitados. Ella y yo. El amor no necesita fiesta. El amor es un beso, dos, tres...ventiquattromila baci. El ingeniero Vittorio Falcuchi falleció en su casa de Bernal en total soledad. Su esposa, Antonella Rimma, junto a Sofía y Danina, estaban de viaje por Italia. Catalina Falcuchi se casó con Aldo Brezzoni para recibir la importante pensión de guerra de su marido. Adriano Marini finalizó el ciclo secundario en una escuela de adultos, trabaja en la legislatura porteña y canta canciones italianas de la década del sesenta en un refugio de solas y solos.
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