El navegante de Badajoz (Cuento)
Publicado en Nov 27, 2014
Las velas estaban henchidas por el viento. Acurrucado junto a las lombardas observo la cebadera, la de mesana, la de trinquete, la vela mayor y la de gavia. Todas ellas con sus correspondientes vergas y sus mástiles bien amartillados para resistir los temporales. La escalera de la toldilla parece a punto de escoriarse y el vigía ha subido, por enésima vez, hasta la cola escalando por los obenques. Observa el mar pero ya nadie tiene esperanza alguna. El Almirante se encuentra en el bauprés intentando comprender qué es lo que está fallando mientras algunos marineros continúan utilizando la bomba para sacar el agua de la bodega. Me acerco, sigiloso, atento a cualquier movimiento extraño, y toco la espalda de Don Cristóbal quien, con los ojos secos de tanto mirar la carta de navegación, se vuelve lentamente...
- ¡Don Cristóbal! ¡La tripulación está preparando ya el motín a bordo! Cristóbal Colón, con el rostro más blanco que el papel de cebolla, me echó una mirada de arriba hacia abajo antes de hablar con el belfo temblándole de ira... - ¡Por la Serenísima Señora de Castilla! ¿Se puede saber que hace un rapaz como vos en medio de todos estos fieros marineros? - Puedo contarle mi historia rogando a Dios que la tormenta no desate su furia contra la voluntad de todos estos hombres que están más asustados que el gato de Cheles. - ¿El gato de Cheles? ¿Qué extraña cuestión es esa del gato de Cheles? Bajo los primero rayos del sol, cuando el horizonte se vuelve anaranjado y parece como si un fuego nos estuviese a punto de amenazar con dejarnos a todos totalmente incinerados, la chusma marinera está atareada, en la bodega y bebiendo vino sin parar, en cómo organizar el motín y deshacerse tanto del Almirante como de todos los que seguimos siendo fieles al Almirante. A lo lejos sólo se ve agua por todas partes. Mar. Olas que suben y bajan como torbellinos enfurecidos por Neptuno. Sólo falta el canto de las sirenas para quitarnos a todos la poca moral que nos queda. - Don Cristóbal, ¿podríamos hablar a solas en su camarote? - Está bien, rapaz; pero espero que esa extraña cuestión del gato de Cheles sea lo suficientemente creíble como para no lanzarte al agua como bocado de tiburones. Un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal mientras nos dirigiamos, siempre yo detrás de Cristóbal Colón, hacia el camarote del capitán. Alguien cantaba junto a las jarcias pero no eran las temidas sirenas sino algún marinero que sentía nostalgia de la patria hispana que tan lejos quedaba ya de allí. El camarote del capitán, aquel sacrosanto lugar que tanto imaginaba yo adornado de mil y una joyas, se componía, para mi más absoluta decepción, de un camastro, un pequeño escritorio y un mueble para los efectos personales de Don Cristóbal Colón. Estaba dispuesto sobre el exterior del casillaje y tenía un ojo de buey para ventilación e iluminación con luz natural. Dos taburetes de madera era los que usaba el Almirante cuando recibía la visita de algún personaje interesante. Yo me sentí interesante de verdad cuando aceptó que compartiéramos el vino de una gran jarra que sacó del mueble junto con dos tazas de latón ennegrecido por el paso del tiempo y llenos de abolladuras en toda su superficie. Supuse e imaginé que dichas abolladuras debían ser las consecuencias de las iras del Almirantre cuando, en plena crisis de nervios, las arrojaba contra las paredes del camarote maldiciendo más que el sacristán de la Parroquia de San Roque, en mi ciudad natal, cuando veía que alguien había metido mano en el cepillo de los dineros. - No sé si es bueno darte de beber o mandar que te den mil latigazos, muchacho. - Yo me preocuparía mucho más, Don Cristóbal, por la tormenta que se avecina... y no me refiero solamente a las iras del mar... Cristóbal Colón se dio cuenta de que yo no hablaba de balde... - Cuenta... cuenta ya de que se trata ese asunto del gato de Cheles... Y mientras dábamos el primer trago de vino me dispuse a hablar cómodamente sentado en el taburete que tenía una de las cuatro patas de madera más corta que las demás; lo cual me hacía reír bastante... - ¿Puedes estarte ya quieto y contarme dicha historia? - Pues veréis, mi Señor Almirante. Resulta que yo nací, por esas cosas de Dios y que Dios le acompañe todos los días de su vida... - ¡Habla ya del asunto pues me estás poniendo nervioso del todo! Me di cuenta de que debía abreviar lo más posible mi propia historia personal. - Quiero decirle, Señor Almirante, que yo nací en Badajoz pero como no tengo ni padre ni madre ni perro que a mí me ladre, fui recogido, nada más nacer, por una parienta mía, tía lejana supongo, que había llegado a la ciudad pacense procedente del pueblo de Cheles que, como sabéis, hace frontera con Portugal, la nación que os rechazó por completo... - ¡Déjate ya de tanta descripción geográfica y desventuras que me aturden el pensamiento! Se escuchó un pequeño alboroto procedente de la cocina pero fue solamente un amago de peleas entre aquellos forajidos metidos a marineros por culpa de la necesidad. - ¡Date prisa antes de que nos degüellen, pillastre! - Abreviaré, Don Cristóbal. Como aquella tía lejana, vecina de Badajoz pero nativa de Cheles, no vio el asunto muy claro decidió entregarme, aquella misma noche y antes de que el gallo cantara por tercera vez, y con la sola compañía de un gato recién nacido que traía desde su Cheles, a unos padres jerónimos que regresaban de viaje de peregrinación a Lisboa y de vuelta a la ciudad de Madrid. Así que de esta manera me crié, con dicho gato, en la ciudad bajo las atenciones de unos madrileños descendientes del rey armenio León V de Cilicia. Hice un alto en mi narración por escuchar si seguía el alboroto en la cocina pero ya eran las seis de la mañana y la tormenta no se desataba ni fuera de la "Santa María" ni dentro de ella... - ¿El rey León V de Cilicia has dicho? - Efectivamente, Don Cristóbal; el mismo que fue nombrado señor de Madrid cuando fue acogido por el rey castellano Juan I, el primero de los muchos Juanes que nuestra Historia nacional ha tenido. - ¡Continúa, muchacho! ¡Si has de beber bebe pero continúa! Bebí un pequeño trago de vino antes de continuar. - Para no hacerle demasiado pesado el relato tengo que admitir que yo vivía de forma muy diferente a toda aquella noble familia pues, cuando ya tuve uso de razón, me pasaba todos los días fuera del palacete, de travesura en travesura y, por las noches, me negaba a dormir si no era en un jergón junto al gato de Cheles quien, acostumbrado a mí, sólo se dejaba acariciar por mis manos mientras a los demás les hacía frente. ¡Era valiente aquel gato de Cheles! - ¿Cómo terminó el asunto? - ¡Como era de prever, el señor Jacobo se hartó de mi bohemia existencia y, cuando cumpí los catorce años de edad, se propuso internarme en un convento de frailes, de esos de los franciscanos descalzos, por ver si la vida religiosa me corregía todos mis defectos. Como dije antes, yo no era igual que nadie de aquella noble familia y, no estando dispuesto a terminar mi vida como un santo eremita en cualquier monasterio de los muchos que hay en la Castilla, una noche salí de incógnito, con mi gato de Cheles dentro de una pequeña cesta, y conocí a un truhán que se había enterado de que el día 3 de agosto del presente año, vos teníais la intención de partir desde Palos de la Frontera en busca de las Indias. Aquel truhán, ladrón y pendenciero para más señas, y persegudo durante años por los justicias se avino a que fuésemos compañeros de aventura pero, en llegando a Palos, me dejó abandonado para que yo me ganase la vida como Dios más se apiadara de mí. Estuve varios días rondando por la ciudad y con más hambre que un león africano en el Polo Norte, asé que en éstas estaba yo cuando me fijé en el gato de Cheles con la intención de asarlo vivo y comerme hasta lo último de su cola; pero el muy ladino se me escurrió de entre las manos y se fue a esconder a una de las naves que se encontraban en la bahía ; lo cual me dio una gran idea y, ni corto ni perezoso, entré en esta "Santa María" burlando toda clase de vigilancia, me escondí en la bodega y aquí estoy contándole mis cuitas, Don Cristóbal. Cristóbal Colón parecía como que se iba a dormir de un momento a otro. Después de un largo silencio, me dio las gracias por serle tan fiel y pareció volver de su letargo y del insomnio de las últimas noches de aquel riesgoso viaje hacia las Indias... - Graciosa cuestión, zagal, graciosa cuestión. ¿Y qué se hizo del gato de Cheles? - Supongo que encontraría buena compañía con las muchas gatas que hay en la provincia de Huelva porque no le he vuelto a ver en mi vida. Gracias a Doña Isabel de Castilla estoy en esta aventura de las mejores de mi socorrida vida. - ¿Cuántos años tienes, muchacho? - ¡Ya he cumplido los catorce! - ¿Y sabes tanto de la vida con tan sólo catorce años de edad? - Más se aprende viviendo que siendo solamente pensador aunque pensar pienso bastante... - ¡Jajaja! ¿Has conocido a la Reina Doña Iabel? - Alguna que otra vez he alcanzado a verla... gracias a sus visitas a la noble familia con la que me crié... Bajo la mirada satisfecha del Almirante que a mí me daba confianza, de pronto se escuchó un prolongado silbido seguido de grandes voces que armaron la consabida zapatiesta de todos los marineros; parecía como si estuvieran discutiendo fieramente entre sí y las voces eran cada vez más altas y más brusco el idioma que empleaban insultándose lo unos contra los otros. - ¡¡Escucha, muchacho! ¡Me caes bien y te voy a hacer una confesión! ¡Júrame que nunca se lo dirás a nadie si es que salimos vivos de esta desventura! - Como dijo una mujer muy sabia que encontré en mis correrias por los barrios bajos de Madrid, oidos que saben escuchar boca que no sabe hablar... o algo parecido a eso... - ¡Espero que cumplas con tu palabra! - No temáis, Don Cristóbal, pues le soy fiel y si alguien me interroga seré más mudo que lo poco que queda de la muralla cristiana de Madrid. - Tengo que confesarte que amo profundamente a Isabel pero no quiero que se entere Don Fernando para que no me quite ningún grande título de los muchos que he de ganar si Dios así lo quiere... Ya el tumulto era general y ya las voces de lanzar al agua, festín de los tiburones, a Cristóbal Colón y sus seguidores era una realidad cuando, de repente, se escuchó la potente voz de Rodrigo de Triana, proveniente de la cola del vigía de "La Pinta". - ¡¡¡Tierra a la vista!!!
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