No (Cuento)
Publicado en Nov 28, 2014
Lánguidamente caminando en dirección hacia el quiosco de la prensa, Antonio Sastre es la viva estampa del hombre despreocupado mientras, aquella mañana, se encontraba pensativo. Las agujas del reloj del Ayuntamiento parecían haberse quedado atrapadas en la posición de las diez en punto. La voluntad de Antonio Sastre era lo que tanto le envidiaban, mil y una veces repetidas, los que vaciaban sus existencias en una vida monótona, aburrida, indolente, pura carencia de sentido y lamentaciones sin ningún porqué definido.
Terminado su paseo, aquella mañana dominical y bajo un cielo totalmente despejado salvo pequeñas nubes blancas, él era como una fuerza espiritual que se centraba en el centro de aquella atmósfera de primavera. Antonio Sastre olía a colonia barata, propia de los rangos sociales más bajos; y su rostro, a simple vista, era como de acero, impenetrable, con la nariz chata de los trabajadores del servicio de la limpieza que tomaban coñac y ginebra para desperezar sus insomnios. Alguien pasó junto a Antonio Sastre y le saludó con un buenos días que resonó en su cerebro como una verdadera pedrada y al que contestó con un vaya usted con Dios que le surgió automático, como si la mente la tuviera situada más allá de la floristería en la que solía comprar los grandes ramos de dalias que enviaba, cada día 25 del mes de mayo, a su desconocida enamorada. Antonio Sastre era un hombre de la vida y sabía cómo debía promocionar su pequeña carpintería; pero todo eso no le emocionaba lo suficiente como para sentirse completamente realizado. Después de comprar la revista en el quiosco, se quedó perplejo al mirarse en el espejo del escaparate de la tienda de regalos. ¿Era él o ya había dejado de ser él? Podría ser un error de visión distorsionada pero, realmente, se veía distinto a como él siempre pensaba que había sido. Cuando llegó a la floristería de Doña Marcela Redondo, la cual ya frisaba los sesenta años de edad, lo primero que pensó era por qué hacía, cada 25 de mayo, aquel ritual de enviarla un gran ramo de dalias cuando, seguramente, ella las dejaría en cualquier rincón de su majestuosa vivienda sin dignarse, tan siquiera, en mirar el nombre de la tarjeta que, con tanto mimo, él escribía bajo la buena disposición de llamar su atención. Pedir disculpas ya era imposible porque hacía ya cinco largos años que la enviaba flores y el conspirador silencio de su secreto le empujaba a seguir intentando conquistar lo que sabía, de antemano, perdido para siempre. Él siempre había preferido vivir solo, sin la compañía de ningún otro ser humano y con su propia resignación de ver cómo pasaban los años de su plena juventud y empezaba a marchitarse, lentamente, en aquel viejo ático al que se subía por una escalera tan estropeada que, a la postre, no debería ser nada agradable ni atractiva para ninguna clase de visita interesante. Así que decidió enviar las flores, una vez más, para después terminar su recorrido y volver a casa. Aquel día, unos minutos antes de lo que tenía planeado hacer, recordó que la mujer de la limpieza se había despedido la semana pasada porque quiso regresar a su pueblo de origen. Y allí estaba él, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón de pana, caminando de un lado para otro por el angosto pasillo. Deambulando entre sus recuerdos, sólo le proporcionaba una compañía verdadera el gato siamés que, una vez sentado en el sillón, frente al ahora polvoriento televisor, se subió en su regazo para comenzar a ronronear mientras el corazón de Antonio Sastre empezaba como a pertenecer a otro ser humano desconocido. ¿Era él el mismo el que se reflejaba en el cristal de aparador? No podía ni creerlo. ¡El recuerdo! ¡Ay aquel fantasmal recuerdo de cuando la vio por vez primera! Había sido en sus últimos días de universitario fracasado; en aquella época en que, desencantado por completo ante la indiferencia de ella, desistió de seguir estudiando Filosofía. Ahora, apilados en un rincón del suelo de su habitación, los libros ya iban acumulando la pátina del paso del tiempo. El último cigarrillo de aquella mañana le había sabido a resignación. Si ella no le llamaba por teléfono para agradecerle los grandes ramos de dalias debería ser, por lógica natural, que estaba enamorada de otro distinto por completo a él; quizás algún alto cargo banquero donde, paradojas de su vida, él tenía abierta la pequeña cuenta de ahorros siempre con el saldo al borde de los números rojos. Empezó a sentirse mal. Empezó a notar un cansancio superior a sus deseos. ¿Por qué no acabar ya con aquella inveterada costumbre de enviarla grandes ramos de dalias? ¿Para qué seguir con aquel jueguecito si sabía que ella, con tan sólo veintidos años de edad y él, con sus ya de sobra cumplidos los treinta y cinco, no tenía ningún fin porque no tenía ningún principio? Aparte de su desánimo, Antonio Sastre pensó también que lo mejor era cerrar su pequeña carpintería, que apenas le daba para llegar a fin de mes sin beneficio alguno, e irse muy lejos, en el primer tren que le alejara tan lejos como fuera posible. Así evitaría cualquier encuentro inesperado con quien no tenia ni el mínimo detalle de llamarle por teléfono aunque sólo fuese para darle las gracias pero que no era necesario que le regalase ninguna flor más y así dejarle definitivamente sin ninguna oportunidad. Comió un par de sanduches de jamón de york con queso y sintió deseos de bajar a la cafetería por ver si allí, sentado en el mismo lugar de siempre, con los brazos apoyados en la misma mesa de siempre, podía dejar pasar el tiempo como siempre, aunque sólo fuese por eso, por dejar que el tiempo dejara de existir. Bajó a la cafetería e hizo lo que mejor podía hacer. Simplemente pensar mientras el tiempo, el mal tiempo, efectivamente se alejaba de su existencia. Para Antonio Sastre, el carpintero, toda la vida era de un mismo color. Una vida gris, monótona y aburrida que, desde su interior, luchaba por conducirle a otra forma de ser. Lo que no comprendía era por qué los demás sujetos del barrio bajo sentían tanta envidia de él.¡Ay si supieran que él vivía también una existencia tan monótona, tan indolente, tan aburrida, tan falta de sentido como la de los demás! La diferencia era que él era dueño de su propio tiempo mientras los demás estaban obligados a vivir el tiempo de sus patrones de las fábricas, de sus dueños de los comercios, de los jefecillos chupatintas de las oficinas públicas. Y guardó silencio. Dado que, en aquel momento, era el único parroquiano de la cafetería, se decidió por entretenerse leyendo la revista de automóviles que había comprado en el quiosco aquella misma mañana. ¿Y si algún día tenía la suerte de poseer un Ferrari deportivo, de esos de verdadero lujo, para ir conduciendo por el campus de la Universidad y pasearse una, dos, tres... hasta mil y una veces repetidas, por delante de ella, para demostrar que ya no le importaba su recuerdo? El inicio de una fabulosa imaginación le hacía soñar demasiado. Para él era verdad que daba vueltas por el campus y que todas las chavalas un¡versitarias, solamente las que le gustaban a él y nada más que las que le gustaban a él, se arremolinaban ante su Ferrari para tener la oportunidad de dar una vuelta completa mientras él se reía de ella lanzando sonoras carcajadas. Fue el camarero Horacio Quiroga quien le hizo saber que se estaba riendo solo. Entonces Antonio Sastre se dio cuenta de que algo no funcionaba bien en el interior de su cerebro. A nadie se le ocurriría soltar enormes carcajadas cuando nadie había contado ningún chiste. Eso fue lo que le dijo Horacio Quiroga y eso fue lo que le hizo pensar que, para mantenerse vivo, debía arrancar, y lanzar muy lejos de él, aquel continuo recuerdo. Hacía ya cinco años que enviaba los grandes ramos de dalias, cada día 25 de mayo, sin recibir respuesta alguna. La verdad era que Horacio Quiroga le había aceptado como un mueble más de su cafetería de barrio bajo; solamente como un mueble más. Él se dio cuenta de que la felicidad empezaba ya a alejarse, a grandes zancadas, de su vida. ¿Era él el que se reflejaba en el cristal de la vitrina de los trofeos deportivos que relucían como desafiándole a un reto imposible? O morir por ella u obligarse a hacer que ella desapareciera para siempre de sus pensamientos. Otra vez en su ático, pensó de nuevo. Los hombres quizás siempre tiendan a crear mundos ficticios con el silencio de sus ensoñaciones. Y Antonio Sastre era de esa clase de hombres de la cual siempre se quiere huir. Arrebujado dentro de su jersey de lana áspera, prolongó sus recuerdos hasta que sintió el sudor en medio de aquella interminable sensación de vacío. Sentado en el sillón, con el gato siamés de nuevo en su regazo, se quedó mirando las punteras de sus zapatos. El polvoriento televisor le invitaba a relajar su memoria, pero él sólo quería permanecer dentro del silencio. Siempre había algo nuevo que le hacía evolucionar hacia aquel infierno de pasiones en que se debatían sus razonamientos contra sus imaginaciones. Entablada la batalla con la resignación de quien se sabía siempre un perdedor, fingió que todo era solamente una apariencia y nada más. La primera impresión que le identificaba como Antonio Sastre, le dejaba a un nivel de dignidad tan bajo que quiso ser personaje de ficción. Buscó en su memoria.Tal vez lo absurdo de aquella situación le hizo elegir ser el kafkiano Señor K. Y aceptó su destino sin rechistar. Era mejor ser Nadie, como sucedía con el Señor K, que ser Antonio Sastre derrotado. Al menos, siendo el Señor K. podía inventarse una conquista que nunca jamás le ofrecería la realidad. ¿Y ella? ¿Fue por casualidad que la conoció en el ambiente universitario o era una consecuencia de algún éxito irreflexivo por parte de él? Quiso memorizar el primer contacto con la mirada de ella pero, al intentarlo, se le aumentaban las dudas y, levantándose con desgana del sillón, mientras el gato siamés, tras dar un salto, corría hacia la cocina, él se acercó a la ventana para observar el muro de la casa de enfrente. Contó ladrillo por ladrillo hasta quedar mentalmente agotado. ¡Cinco años enviándola grandes ramos de dalias y ni una sola respuesta de agradecimiento! Ya no sentía la luz del inicio del atardecer. No sentía ninguna otra cosa sino un desprecio hacia sí mismo. Así que hizo como si nada tuviera que ver con sus deseos y dejó la mente en blanco. Cien fuegos ardían dentro de su corazón. Extraviado en el mundo de las ilusiones se vio a sí mismo como alguien totalmente desconocido. Se apartó de la ventana y, recogiendo sus gafas nuevas, se las puso para interpretar qué era la vida para alguien como él, un simple carpintero de barrio bajo de ciudad buscando una cita amorosa con una muchacha trece años más joven que, sobre todo, estaba a mil años-luz de sus alcances. ¿A qué órbita social pertenecía ella? A esa clase de personas que nunca suspiran por un hombre hundido en el polvo del tiempo. Aquel día 25 de mayo le sublevaba y pensó que preferiría, mil y una veces, no haberla conocido; no tener que saber si existía como significado de su presencia en el mundo. Perdido en sus pensamientos planeaba desaparecer, quizás haber desaparecido ya, pero volvió a mirarse en el espejo. ¡No podía ser él! ¡Era del todo imposible que hubiese cambiado tanto en tan solo cinco años para ya no pertenecer a ninguna clase humana! Se acercó a la mesilla del minúsculo dormitorio y abrió el cajón. ¡Allí estaba la fotografía del grupo! Todos jóvenes veinteañeros, todas mujeres preciosas, y él al fondo de aquel final totalmente oculto mientras, trozo a trozo, la partitura de sus ilusiones se llenaba de fracaso tras fracaso. Abrió sus dos grandes ojos, como si fueran dos focos encendidos en medio de la penumbra de aquel ático insoportable, insufrible, inmisericorde... e intentó precisar aquel absurdo kafkiano en el que se había convertido toda su existencia. Comenzó a moverse lentamente, desde un lado hasta el otro lado del angosto pasillo y con sus manos dentros de los bolsillos de su pantaón de pana, recordando aquella infancia de las felices pequeñeces. Y quiso volver... pero ya no podía... Ahora su memoria era frágil. No le gustaba tener que incluir en ella todo aquel tiempo perdido estudiando Filosofía sabiendo que era un intento hacia lo imposible. Había podido llegar a pensar, por el ostracismo en el que se encontraba, que era una simple marioneta con tanto recordarla. Si no iba a ser nunca suya, ¿qué sentido tenía seguir enviándola aquellos grandes ramos de dalias, cada 25 de mayo de cada año, a un lugar donde nunca jamás sería invitado? Observó el reloj. Eran ya las siete de la tarde y también era ya muy tarde para poder evitarlo. Las dalias habían llegado ya a su destino; aquel lujoso domicilio que él conocía gracias a la ayuda de la profesora del Pensamiento Clásico. ¿En realidad aquella costumbre era tan absurda como considerarla ataques de locura? Y entonces fue cuando sonó el teléfono. Era la voz de ella dándole las gracias por el gran ramo de dalias e invitándole a su vivienda para pasar toda la noche juntos y así desahogar sus más íntimos deseos. Respondió que sí, que aceptaba aquella invitación. Después colgó el teléfono. ¡Ya lo había conseguido! ¡Lo decidió en un segundo de lucidez total! Sacó una hoja de papel en blanco y escribió un mensaje: "Perpetua cadena de eslabones montando una esperanza de ruidos, la silla de las cuatro patas balanceándose al borde del abismo, un terrícola silvestre que se hunde en el portal de las luces del sueño y el péndulo de plata de todas las vivencias acompañando la sinfonía de las parábolas del aire. Entre los dedos de la mano un atardecer rugiente, entre las agujas del reloj un brote de semillas y delante de una pantalla de colores fluorescentes un montón de calaveras que se ríen del alma. En el espeso calendario de hojas amarillas como el tiempo alguien escribe siempre un pensamiento otoñal. Y al final de la escalera un extraño ser viviente nos habla de la Razón". Bajó a la calle, se acercó a la floristería de la sesentona Marcela Redondo y le entregó la hoja escrita al recadero regalándole un puñado de monedas que sacó del bolsillo derecho de su pantalón de pana sin contar cuántas había y a cuando alcanzaba su valor. Rápidamente se fue hasta la estación y, subido en un vagón del primer tren que salía de la ciudad, se alejó definitivamente de toda su condena.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|