El velo maravilloso (Relato)
Publicado en Dec 17, 2014
Paseaba todas las mañánas el rey burgués para distraer sus brumosos pensamientos en medio de la atmósfera fría. Una poesía rondaba por su mente: "¿Dónde estará la princesa / que me llene el sentimiento? / Quizás es que la presiento / en alguna cárcel presa. / Y mi afán nunca cesa / pensando en el sufrimniento / de la falta de su aliento / como una firme promesa. / En medio de este mi llanto / que me produce su encanto / ya mi cerebro no cesa / en ahuyentar el espanto / de este callado canto / que su recuerdo procesa". El soberano era muy proclive a sentir nostalgias mientras las mujeres del reino luchaban entre ellas y porfiaban por ganarse el afecto de su corazón.
Las aves canoras lanzaban al viento sus tristes piares porque no podían comprender que aquel joven monarca no tuviese todavía una joven compañera con la que compartir el trono. Le saludaban los cisnes de cuello blanco cuando él se miraba en las cristalinas aguas del estanque y seguían las horas sonando en el reloj de la torre del palacio. Ya era todo un rumor conocido el hecho de que los campesinos pensaban que o estaba loco del todo o prefería la compañía de los animales en lugar de una hermosa y bella mujer. Después del paseo, el rey burgués sólia sentarse en la escalinata principal para leer novelas de caballerías. Las aventuras de Amadís de Gaula le fascinaban. ¡Bien podia darse el placer de devorarlas como si fuesen guisos de pavo en lugar de libros! Hacía ya tiempo que las jovencitas y bellas solteras de todos sus territorios empezaban a dudar de que aquel rey tuviese alma y es que el proceder de sentirse impasible ante todos sus encantos femeninos daba por pensar que sufría de una extraña melancolía que lo convertían en un ser lejano, ausente, incapaz de conmoverse ante sus espléndidas presencias. Muchas eran las que habían intentado hilvanar una conversación amena y calurosa con el joven rey burgués; pero nunca conseguían, a pesar de todos sus esfuerzos, más que un ligero saludo y una rápida despedida. ¿Qué le sucedía al joven rey burgués? El sátiro sordo de la corte real festejaba siempre, con gran alboroto y zalemas, el desconcierto general que existía entre todas aquellas aspirantes a la corona porque las odiaba profundamente y, mientras tañía su lira, soltaba estruondosas carcajadas intentando herir los sentimientos de todas aquellas damiselas que se arremolinaban alrededor del triste monarca con intención de satisfacerle todos sus gustos. Aquellas carcajadas del sátiro sordo era lo que más dolor producía en todas ellas. Y, mientras tanto, el joven rey burgués no abandonaba sus lecturas ni cuando el tiempo primaveral animaba a buscar compañía humana para observar la belleza de la naturaleza de los alrededores del palacio. Un placer que, al parecer, no le satisfacía demasiado porque no creía demasiado en la bondad de las personas. Lo que se podía pensar es que algo o alguien le había producido tan hondo dolor que su alma se había apagado para siempre. A la vista estaba, y se podía comprobar continuamente, que el único ser feliz de todo aquel extraño suceso era el sátiro sordo que, además, solía emponzoñar el corazón del joven soberano lanzando falsas acusaciones sobre la pureza de todas ellas. Que el rey burgués se las creyese o no se las creyese era otra historia. Nadie podía saberlo con certeza porque él ni afirmaba ni negaba nada sobre lo que el viejo y arrugado sátiro le transmitía continuamente puesto que todo lo que tenía de sordo lo tenía de charlatán. El sátiro velludo y montaraz no dejaba de alimentar las habladurías de los campesinos haciendo correr aquellos rumores de que el rey burgués sufría de una terrible misoginia contra las jovencitas más bellas de su reinado. Anailil, la más linda de todas aquellas damiselas de la corte real era, en verdad, lo más parecido a la ninfa Eco, la más hermosa jovencita de toda la mitología griega; y era también la menos interesada en acercarse a aquel monarca que parecía desdeñar la belleza femenina para abstraerse en extraños pensamientos que nadie podía comprender. Anailil, la más bella de todas, no estaba interesada, para nada, en tener contacto alguno con aquel ingrato y, por supuesto, se alejaba todo lo que más podía de él. Su sabiduría era tan grandiosa como su belleza. No era ella, jamás, víctima de las mofas y burlas del sátiro sordo que había intentado miles de veces provocarla sin éxito alguno. Todos contemplaban, asombrados, la belleza de Anailil que, año tras año, seguía en aumento mientras también se iba aumentando su sabiduría y la rabia del sátiro viejo y arrugado que nunca conseguía hacerla caer en sus trampas de alcahuete celestino. Por todo eso la fama de la jovencísima Anailil superaba incluso a la del joven rey burgués. Y muchos eran los nobles caballeros que soñaban con tenerla entre sus brazos mientras la cortejaban sin más premio que las sonrisas alegres de ella que, al parecer, no tomaba jamás en serio a quienes se acercaban a ella con intereses donjuanescos. Todos quedaban rendidos y desalentados. Anailil había nacido para algo más pero nadie sabía qué era ese algo más y se cruzaban apuestas y cábalas sobre su futuro sin que nadie acertara nunca en la diana al apostar por alguno de todos aquellos nobles caballeros que, una vez rechazados, agachaban la cabeza en señal de derrota. Un atardecer de aquella florida primavera, apareció en el reino un joven a caballo portando un fardo. El joven llamaba poderosametne la atención de todos los caballeros y de todas las damas que, además de la curiosidad por conocerle, se preguntaban qué podía contener el fardo que llevaba sobre su montura. La figura de aquel joven desconocido, como si hubiera sido trazada por los pinceles del pintor renacentista Miguel Ángel, atraía todas las miradas. La bellísima Anailil sintió curiosidad por primera vez en su vida. Y el rey burgués, una vez enterado de su presencia, le hizo llamar a palacio. Lo más curioso era que el fardo siempre iba con él y con el fardo cargado a sus espaldas se presentó ante el monarca. Reunida toda la corte en el palacio del rey burgués, acudieron todos los caballeros y todas las damas atraídos por el extraño suceso. Lo primero que hizo el joven extranjero fue presentarse diciendo que se llamaba Leseid y que pertenecía al País de la Poesía. Contó que había recorrido varias veces el mundo y que había llegado a aquel reino en busca de alguien muy especial. El joven y solterón rey burgués, curioso como todos los demás allí reunidos por saber qué contenía el fardo, le rogó que mostrase su contenido. Leseid obedeció la orden real y extrajo un pequeño cofre de oro que hizo a todos y a todas lanzar exclamaciones de asombro. Pero no quedó ahí la sorpresa pues, abriendo el cofre, sacó de su interior un velo. Todos y todas querían saber qué misterio era aquel de llevar un velo femenino dentro de un cofre de oro. Así que Leseid, una vez hecho el completo silencio, explicó que aquelllo era el velo de la Reina Mab; que en el folclore inglés la Reina Mab era un hada que fue memorablemente descrita en un discurso en la obra "Romeo y Julieta", en la cual resultaba ser una criatura en miniatura que conducía su carro a través de las caras de personas durmientes y les obligaba a soñar y a cumplir sus deseos. Leseid afirmó que él había experimentado, en sí mismo, aquella gran verdad. Pero el viejo y arrugado sátiro sordo elevó su voz diciendo que aquello era mentira y, ante el alboroto que se armó, el joven y solterón rey burgués tuvo que ordenar, imperiosamente, que se volviera a guardar silencio para que Leseid pudiese contar cómo había llegado a su poder aquel maravilloso velo. Leseid siguió con su narración. Afirmó que él mismo había estado viviendo, por algún tiempo, en el Reino de las Hadas, donde desarrolló una grande y sincera amistad con una de ellas llamada Lullaby, que era una gran artista y que le había enseñado a cantar "La Nana de Zelda". Para demostrar que era cierto, Leseid cantó la nana. Más el viego y arrugado sátiro sordo, que no podía escuchar esta hermosa canción, completamente corroído su corazón por culpa de la envidia dijo, lanzando horribles gritos, que todo aquello era mentira, que sólo era producto de la imaginación de un loco y que aquel jovencito Leseid estaba totalmente loco si es que seguía empeñado en afirmar que aquello era verdad. El monarca no sabía que decisión tomar. El sátiro sordo le pedía, a gritos, que encerrase en una mazmorra a Leseid como escarmiento y para que nadie intentase otra vez engañarle; pero el rey burgués quiso saber si aquel joven extranjero tenía alguna clase de poder para creerle y le pidió que hiciese una demostración ante los ojos de todos los caballeros y todas las damas allí reunidos. Leseid desplegó completamente el velo de la Reina Mab y lo estiró a media altura. ¡La sopresa fue enorme cuando, ante la vista de todos y todas, apareció el Reino de las Hadas! Apareció flotando en el aire. El paisaje era increíble por su extraordinaria belleza. El cielo era de color violeta, las montañas eran de color rosado, el agua de los ríos eran de color azul. Por todas las praderas llenas de flores volaban mariposas multicolores que jugaban con multitud de hadas bellísimas y aladas. Un palacio de cristal situado en lo más alto de una colina de plata apareció como un ensueño. En el castillo, la reina de las hadas había preparado un banquete para recibir a Leseid con manjares y un gran baile. Luces de todos los colores se irradiaban por todas partes en forma de círculos concéntricos que se deshacían en multitudes de figuras de caleidoscopio. Una musica celestial procedente de un invisible piano llegaba a los oídos de todos los presentes excepto el sátiro sordo que se retorcía y pataleaba en el suelo, preso de un ataque de rabia incontenida por no poder detener aquel maravilloso escenario multicolor. En medio de todo aquell éxtasis de sensualidad emocional, sonó la canción del oro recitada por un poeta subido en lo alto de una columna de ágata y mármol. Resaltaba el dorado color de los hermosos frisos y las cúpulas de los edificios colindantes con el palacio de cristal. Extensos jardines se expandían por todas las partes del reino (grandes verdores salpicados de rosas) y las aguas de los ríos se mecían al ritmo de la canción. Cantaban todos los pájaros. El rubí del anillo de la reina de las hadas soltaba destellos luminosos. El palacio de cristal era, exactamente, el palacio del sol porque el sol penetraba por todas las paredes y alllí estaban el pájaro azul, palomas blancas y garzas morenas. Al terminar las volátiles visiones, Leseid recogió de nuevo el velo de la Reina Mab y lo introdujo en el cofre de oro que, a su vez, volvió a meter en el fardo y lo colgó a sus espaldas. El rey burgués, al igual que todos los allí presentes, quedaron enmudecidos hasta que el joven extranjero se dirigió a todos y a todas explicando que había llegado a aquel reino en busca de una persona que fuese la elegida para acompañarle al Pais de la Poesía para casarse con él y descubrió que él era el Príncipe de aquel País. La persona elegida debería ser la joven que tuviese los ojos más dulces y la sonrisa más alegre. Fue muy fácil para él acertar que la elegida era Anailil. El sátiro sordo intentó impedir por todos los medios de sus poderes mágicos que ella se fuese con él; pero Leseid poseía unos poderes hasta entonces desconocidos por todos y por todas, extendió su mano derecha hacia el sátiro y, mientras con la izquierda agarraba la mano de Anailil, le convirtió al instante en una estatua de sal; después sopló fuertemente a la estatua y el sátiro terminó convertido en polvo que una racha de viento huracanado lo esparció para hacerle definitivamente desaparecer. Fue entonces cuando el joven rey burgués recobró toda su alegría y, por primera vez liberado del maléfico poder hipnótico del ya inexistente sátiro sordo, sintió una enorme alegría y ganas de elegir ya a una de todas aquellas bellísimas damas como esposa. Hubiese preferido que fuese Anailil pero comprendió que Leseid tenía mucho más poder que él y que, sobre todas las demás cosas y poderes, se la merecía mucho más que él después de haber dado varias vueltas al mundo hasta poder encontrarla. Y así fue como, subidos los dos en el caballo de él, Anailil y Leseid se alejaron por el horizonte, cuando ya el sol se ocultaba tras las montañas y había salido una luna llena, con dirección al País de la Poesía.
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