Joaquina, la murciana pelirroja (Cuento)
Publicado en Jan 29, 2015
Trémula, y moteado su rostro de pequeñas ronchas amarillentas, Joaquina, murciana y pelirroja, vuelve a caer todos los días en el mismo error: confunde el lomo con la panceta. Y eso es lo que le tiene a mal traer a su colérico esposo Emiliano.
- ¡Cincuenta años casados y todavía no sabes distinguirlo! ¡Si lo llego a saber a tiempo me caso con Enriqueta! - ¿Con esa cartagenera que no sabe diferenciar entre un queso de cabra y un magro de cerdo? ¡Mejor me habría ido a mí que te hubieses ido con ella! ¡Corre! ¡Todavía estás a tiempo de arrejuntarte con esa tal Enriqueta con la que ta se han arrejuntado tantos tontos como tú! ¡Holgazán! ¡Eres más holgazán que el gabán de Gabino, el que siempre anda tumbado a la sombra del alcornoque de su hermano porque ni tan siquiera alcornoque propio tiene! Cuando Joaquina comienza a hablar nadie sabe cuándo va a terminar de hacerlo así que, siempre que las cosas se ponen feas, Emiliano sale del comedor dando un portazo y, dirigiéndose a la calle, busca a Amador. Y es que Amador es como si fuera su amante en los momentos que Emiliano necesita la mayor cantidad de consuelos. - ¿Qué ha pasado, querido Emiliano? - ¡Lo de siempre, Amador, lo de siempre! - ¡Mira que la gente ya está hablando muy mal de nosotros dos, Emiliano! - ¡Es más mala que la quina! No es que Joaquina, la murciana pelirroja, sea exactamente mala sino que la vida le ha demostrado que todo tiene un límite y ella ha llegado ya al límite por la terca manía que tiene Emiliano de estar casi todo su tiempo con el negocio de los marranos y, cuando llega a casa, sólo quiere dormir y ocultar su cabeza bajo la almohada para no seguir escuchando las quejas de ella. - ¡Algo tienes que hacer, Emiliano, para acabar con este infierno! - ¡No sé! ¡A lo mejor dinamito la casa entera con ella dentro! - ¡Eres más bruto que el caballo de Atila, Emiliano! - ¡A mi me gustaría verte en mi lugar! - ¡No, gracias! ¡Prefiero seguir siendo un misógino! ¡Me dan miedo las mujeres y, sobre todo, si son pelirrojas! Amador acertaba con la comparación que hacía citando al caballo de Atila porque, cuando las discusiones llegaban al límite de lo inaguantable, Emiliano zanjaba la cuestión soltando dos patadas, como si fuesen dos coces borriqueras, en las espinillas de Joaquina antes de salir bufando hacia la calle. - ¿Qué viste en ella para casarte tan a ciegas? - ¡Me deslumbró su larga melena pelirroja! Pero resulta que Emiliano, cuando se casó con Joaquina, era tan inocente en cuestión de mujeres, que no sabía que una pelirroja enfadada siempre resultaba más peligrosa que un incendio forestal. Arrasan con todo lo que encuentran en su camino y más de una docena de veces lo había podido sentir Emiliano en su propia persona cuando ella le lanzaba los platos a la cabeza como si fuesen pelotas de goma que siempre daban en la diana. Es por eso por lo que Emiliano lleva siempre largas melenas de león para tapar las descalabraduras que, a lo largo de cincuenta años ya de rifirrafes, le habían dejado cicatrices como condecoraciones de guerra. Era entonces, cuando se llegaba a estas alturas de la conversación, cuando Emiliano reclinaba su cabeza sobre el hombro derecho de Amador y lloraba como una magdalena. - ¡Venga, venga Emiliano! ¡Vuelve a casa y pídele perdón! Pero Emiliano, además de terco, es demasiado machista para aceptar tan buen consejo. - ¡Antes me tiro por un puente abajo! Eso era lo que continuamente le estaba recordando Joaquina, la murciana pelirroja, desde hacía ya cincuenta años, desde el primer día de casados, cuando comenzaron los problemas de verdad. A Emiliano, una vez ya casado con ella, le encantaban más los gorrinos que su propia esposa quien, una vez ya conquistada, había pasado a un lugar muy secundario y hasta terciario para él; porque primero eran los cerdos, después era Amador y, en tercer lugar, ella. Imposible de soportar para una mujer que sólo estaba deseando ser feliz tras haber experimentado una infancia y una juventud infernales en Alcantarilla, rodeada de brujas por todas partes; las que le aconsejaban tan mal que siempre le exigian que pidiera el divorcio exprés por incompatibilidad de caracteres. Así estaban las cosas entre Joaquina y Emiliano. Y todos los habitantes de la capital murciana sabían que aquello tenía que terminar mal o, para ser más exactos, muy mal del todo. Eso era lo que estaba pensando, desde hacía ya una década, la ofendida pelirroja. No se decidía entre cortarle el cuello con el hacha, de repente y sin preámbulo alguno, o eliminarlo poco a poco envenenando las salsas tártaras que tanto le gustaban a él. - Hace ya bastante tiempo, Amador, que estoy pensando que se quiere librar de mí. - ¿Me estás diciendo que está intentando eliminarte? - No dejo de pensar en eso... - ¿Y por qué no lo ha hecho todavía? - Porque cree que, al final, puede que se produzca un milagro... - ¿Y si quieres un milagro por qué no dejas ya de ser tan machista y reconoces la verdad? - ¿Qué verdad, Amador? - Que me quieres más a mí que a ella. - ¿Pero no te das cuenta de que si eso se hace público se viene abajo todo mi negocio con los guarros? - Siempre viviendo de las apariencias, Emiliano... - ¿Y qué tiene eso de malo? - Que resulta que, por eso mismo, no tienes ningún hijo con ella... A Emiliano se le tornó el rostro del color de la cera. - ¡Calla, insensato! ¿Es que quieres arruinarme? Para Emiliano el poder del dinero era el poder que más satisfacciones le daba en su vida. En ese sentido, la presencia de Joaquina como su inseparable pareja era algo que debía mantener de cara a la alta sociedad, pero la situación era ya casi imposible de sostener y eso que Joaquina no sabía, todavía, que el único hijo de Emiliano era ya un mozo de treinta y cinco años de edad, producto de sus escarceos amorosos con la cartagenera Enriqueta. Por eso se llamaba Enrique... - ¿Qué va a suceder cuando Enrique vuelva desde Buenos Aires, Emiliano? - No lo puedo pensar ni lo quiero pensar. - Pues piénsatelo bien antes de que Joaquina llegue a enterarse. - ¡Nadie se atreverá a destapar el asunto! - Te olvidas de Enriqueta... La cartagenera era el verdadero problema de Emiliano, porque estaba ya decidida a que su hijo Enrique dejara de estar escondido, allá en la Argentina, con sus abuelos maternos, y quería que viniese a Murcia para gozar de los privilegios que ella no había podido obtener. La espada de Damocles amenazaba la cabeza de Emiliano, sólo que en forma de mujer ya del todo desesperada. - ¡Tengo que matarla antes de que eso ocurrra! - ¿No se te ocurre otra cosa nada más que matarla? - ¿Qué me aconsejas tú, Amador? - Que te vayas a dar la vuelta al mundo durante tres largos años y deja tus negocios en manos de Joaquina. Lo que no sabía Amador es que la murciana pelirroja tenía muchos sueños pero ninguno de ellos era, precisamente, dirigir el negocio de los chanchos. Le repugnaba sólo el pensarlo. Cuando se casó con Emiliano sólo era una niña de dieciocho años de edad y siempre había soñado con viajes, miles de viajes por los cinco continentes de la Tierra, tal como le había prometido él. Eso es lo que jamás le iba a perdonar. Tenía ya cincuenta y ocho años y no había viajado nunca más allá de Mazarrón y solamente por asuntos de protocolo y de dar buena imagen para beneficio del negocio de Emiliano. - ¡Juntos somos más, Amador! - Eso me suena a publicidad de Movistar; pero no creo que sea cierto tal como se han puesto las cosas. - ¡Me siento ansioso, Amador, me siento ansioso y estoy a punto de cometer una locura! - ¿Por qué no invitas a Joaquina a pasar juntos un fin de semana a la Playa de Mar Menor y la haces feliz por primera vez en su vida? - ¿Tú crees que eso daría resultado, Amador? - ¡Anda, vete a casa y plantéaselo! Cuando Emiliano regresó a su casa, buscó a Joaquina por todas partes pero sólo se encontró con un silencio mortal y, sobre la almohada de la cama matrimonial, una nota escrita por ella. La leyó en voz alta. - ¡Estás muerto, Emiliano! Joaquina volaba, en un avión de Iberia, con rumbo a Buenos Aires.
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