Frisaba yo los 25 años de edad y era ya todo un veterano en esto de ser Cronista de la Villa de Madrid. A modo y manera del grande y célebre Ramón de Mesonero Romanos, yo recorría todas las calles madrileñas intentando captar y recoger inéditas anécdotas de las que dejar memoria para el pasar de los tiempos. Pasaba yo el tiempo, en aquellos años, recorriendo los más variopintos pasajes de la Villa donde me crié. Y, como sagaz reportero madrileño, recogía historias con las que engrandecer mi enorme colección de vivencias. Fue en una de aquellas tardes en las que la modorra veraniega invitaba a tomarse unas buenas cañas de cerveza cuando me topé con una aventura verdaderamente insólita aunque parece inverosímil. Sucedió en un bar de cuyo nombre ni me acuerdo pero que era muy célebre entre los bohemios de Madrid.
 
Un caballero muy bien vestido, de esos de camisa almidonada y chaquetilla sport con la que subyugar a las mozas de la calle de Alcalá, había pedido una gran jarra de la citada cerveza -quizás Águila, quizás Mahou, quizás San Miguel- cuando, por un descuido inevitable, el camarero dejó caer una aceituna verde -sé que era una aceituna verde porque brillaba en el fondo de la jarra- dentro de la cerveza. La situación parecía enojosa y de difícil arreglo, puesto que el caballero -más o menos cuarentón- que no debía tener buena tarde en lo de ligar mozas a pesar de su camisa almidonada y chaquetilla sport, estaba mucho más que mosqueado. Se entabló entonces un brevísimo diálogo.
 
Camarero.- ¿Me da su permiso, caballero?
 
Caballero.- Permiso concedido.
 
El caballero -que no tenía muchas ganas de charlar debido a sus fracasos sentimentales- pensaba que el camarero iba a retirar la jarra de cerveza y le serviría otra sin aceituna dentro pero, ante el asombro del caballero y mi expectación por ver cómo terminaría aquel peligroso lance, el camarero se arremangó la manga derecha de su chaqueta blanca -llena de pringues de estofados- y, metiendo toda la mano completa y parte de la muñeca dentro de la jarra de cerveza, extrajo la aceituna -que, efectivamente era verde como yo había adivinado- y la arrojó al cubo de la basura.
 
Lo más gracioso de todo aquel asunto no era que el camarero hubiese metido su sucia mano dentro de la cerveza sino que el caballero de la camisa almidonada y la chaquetilla sport se bebió de un solo trago todo el contenido de la cerveza. Debió alimentarle lo suficiente porque, momentos después, abandonó el bar como si no hubiese sucedido nada.
 
Yo no sabía si echarme a reír o empezar a llorar; así que lo que hice fue sonreír cuando vi en el rostro del camarero una leve señal de triunfo. Muchos de mis lectores pensarán que no fue cierto o que debe ser una historia inventada digna de "El repórter Tribulete" de las que publicaba Guillermo Cifré en el tebeo "Pulgarcito"; pero, sin embargo, fue real como la vida misma y estoy seguro de que si Don Pío Baroja hubiese estado presente le hubiese escrito una buena oda a aquella mano buscando y rebuscando en el fondo de la jarra de cerveza la escurridiza aceituna que, rebelde por naturaleza, se resistía a ser cogida. Figúrense el "meneo" que debió meterle el camarero a la cerveza y figúrense la pasmosa reacción del caballero cuarentón bebiéndosela de un solo trago y, además, dejando algunos céntimos de propina. No fue historieta de tebeo alguno sino una historia verdadera y real.
 
De paso, por si alguien no lo sabe, el verbo frisar significa "acercarse o aproximarse, de manera muy especial cuando se refiere a una edad determinada" o, en otras palabras, "tener aproximadamente la edad que se expresa".