Fuego (Relato)
Publicado en Apr 19, 2015
Llegaba ya Laín agitado, sudoroso, con el cuerpo cansado y el rostro macilento después del largo viaje. Y ahora venía a por ella... a por su Ana...
- ¿Dónde está Ana? ¿Dónde está mi Ana que no la veo entre vosotros? - ¡Calma, Laín! -se adelantó Camila a los demás- sólo está paseando... - ¿Con esta lluvia? Camila... me dijiste que la cuidarías y no la dejarías sola ni por un momento... esa fue la condición que puse para que viniese con vosotros. - No te preocupes, Laín -se apresuró a intervenir José Luis- tú descansa un poco porque yo voy a buscarla ahora mismo. Llegaba el momento trágico que José Luis estaba temiendo. Si la veía abrazada y besándose con Alberto, el instante iba a ser verdaderamente dramático. Laín no debía darse cuenta de lo que estaba pasando o la fiesta terminaría muy mal. Todos estaban intranquilos. Mariano e Isabel intentaban mantener viva la fogata. La tormenta estaba amainando. Pero en el rostro de Camila se dibujaba una misteriosa y pérfida sonrisa mientras pensaba para sus adentros. - Ahora sí, Ana, ahora te vas a enterar y se van a enterar todos, de paso, qué clase de zorra eres. Jajajá. Cómo me voy a divertir. ¡Ojalá te pille Laín en fuera de juego! Ana estaba ya muy lejos de todos. Embarcada en los brazos y en los besos de Alberto, se dejaba quitar el sostén y se tumbaba sobre la húmeda y fina arena de la playa. Él la besaba en los pechos mientras la lluvia resbalaba por sus senos. - Te devuelvo el anillo, Ana... venga... trae tu mano izquierda... es el anillo de Laín y sólo a él le perteneces. - ¡No, Alberto! ¡Tíralo! ¡Arrójalo al mar! ¡Muy lejos! ¡Muy lejos de mí! - No seas chiquilla, Ana. Es el anillo de tu próxima boda con él. Alberto colocó el anillo de Laín en el dedo corazón de la mano izquierda de Ana mientras la besaba en los pechos ardientes que se suavizaban con las últimas gotas de la lluvia. Súbitamente Ana se levantó como movida por un resorte y se lanzó, corriendo, hacia el mar. Tras unos segundos de incertidumbre, Alberto se dio cuenta de que aquello era una locura de Ana y salió corriendo tras ella; alcanzándola por la espalda cuado ya el agua le llegaba a la altura de los muslos. Alberto sujetó fuertemente por la cintura a Ana mientras ésta pataleaba en el agua intentando soltarse del férreo abrazo. - ¡Suéltame! ¡Te odio! ¡Súeltame! ¡No quiero verte más! ¡Ni a ti ni a nadie de la pandilla! ¿Me entiendes? ¡Suéltame! ¡Quiero irme muy lejos! - Pero Ana... razona... comprende... - Yo no tengo nada que razonar y sólo comprendo que estoy loca por ti. ¡Así que suéltame o chillo pidiendo socorro! ¡Te odio! ¡Te odio a ti y odio a toda la humanidad! Todos los de la pandilla sabían que Ana era una hembra salvaje cuando se ponía iracunda. De modo que Alberto la abrazaba fuertemente por detrás para evitar que el cuerpo de ella se le escapase mar adentro. Entonces fue cuando las manos de Alberto comenzaron a acariciar suavemente el plano vientre de Ana que sintió un gusto enorme con las caricias de aquellas finas manos de pintor puestas sobre su vientre. Y se relajó quedándose tensamente quieta. La luminosidad de la luna estallaba en el cuello de Ana. La hembra estaba hermosa de verdad. De repente, sin saber por qué, el resplandor de la luna en el cuello de Ana hizo enloquecer a Alberto y éste comenzó a besarla muy cerca de la yugular derecha. Ana se veía de nuevo introducida en el éxtasis del placer, muy lejos del mundo. Alberto comenzó a modisquearla suavementa le yugular. Ana lloraba producto de la emoción. Lloraba a lágrima viva. Entonces fue cuando les descubrió José Luis que venía a todo correr por la orilla de la playa. Él era el único que había intuido lo que estaba sucediendo entre Alberto y Ana a espaldas de Laín. Bueno, el único no. Tamben lo intuía la imaginación de la celosa Camila que estaba deseando ver cómo a Ana la pillaba Laín traicionándole con el barbudo pintor y cómo se convertiría aquel jueguecito en un escándalo mayúsculo para toda la alta sociedad a la que pertenecía aquella pandilla. José Luis llegó, agitado por los nervios, al lugar donde estaba Alberto mordiendo la yugular derecha de Ana mientras Ana lloraba a lágrima viva. - ¿Qué estáis haciendo, desdichados? La luminosidad de la luna seguía estallando en el cuello de Ana.
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