Salimos de los peones y me metí en la peonza (Diario)
Publicado en May 06, 2015
Empezamos los cuatro luchando contra todos los peones del barrio. Era muy masculino eso de jegar a destruir a los peones rivales dándoles con las puntas de acero de los nuestros y en medio de sus panzas de madera, hasta producirles unas grietas que los dejaran inservibles del todo e irrecuperables por completo. ¡Con razón éramos los más temidos del barrio! Sobre nuestros peones se comenzó a cimentar toda una leyenda. Que si eran eternos. Que si eran mágicos. Que si eran imbatibles. Que si esto y que si lo de más allá. La leyenda era cada vez más insólita; pero nosotros cuatro seguíamos siempre a lo nuestro y no nos inquietaban, para nada, las envidias ajenas. Pintábamos nuestros peones con los colores más llamativos de la época. Aquella época épica que ahora no voy a definir para no romper su misterio. Solamente diré que los pintábamos con lapiceros "Alpino" y alguna que otra tinta china que se encontraban en alguno de los rincones de la casa, escondidas entre las redondas cajas del betún "Búfalo". ¡Y cómo bufaban nuestros peones cuando volaban por los aires hasta caer en el suelo y comenzar su poética "danza del indio apache" alrededor del círculo de los sacrificados peones rivales que terminaban siempre "destripados" del todo!
En aquel mundo (a veces hasta inframundo incluso) de peones emponzoñados por las envidias ajenas, yo me movía con total libertad o, mejor dicho sea, con total liberación para ser más exactos. Aparecía cuando menos se lo esperaban los demás y desaparecía cuando los demás pensaban que ya estaba localizado. Aparecer y desaparecer era, para mí, algo más que un juego de sorpresas. Era una forma de subsistir en medio de toda aquella jauría de envidiosos, cuya área geográfica llegaba por el norte hasta la parte más septentrional de la Narváez y, por el sur, hasta la parte más meridional de Vallecas y hasta el barrio de Nazaret; sin olvidar que al este llegába hasta lo más profundo y duro del mundo de La Elipa y por el oeste todo el Buen Retiro de Madrid. Después de cada "baile de peones" yo me escapaba hacia los solitarios rincones de las vías del tren de Arganda y allí no dejaba de estudiar mis tácticas día tras día. Fue así, desapercibido por muchos (¡ya se ha enterado Gabi Muriarte pero a buenas horas mangas verdes!), mi leyenda personal superaba a la de mis propios hermanos. ¡Era una lucha sin cuartel cuando dejábamos de jugar a los peones y nos dedicábamos al fútbol! ¡Una lucha sin cuartel entre José Ángel Merino y yo para demostrar quien de los dos era mejor líder! Nuestras continuas y enlazadas victorias (tardes tras tardes y lunas tras lunas) dejó la cuestión aclarada del todo. Si él queria ser periodista yo ya lo era que, en palabras más castizas, significaba que mientras él iba yo ya volvía y "Cerros Verdes" era la comprobación definitiva. Así me fui forjando el sobrenombre que hoy se conoce como "Diesel". Pero volvamos a los peones. Yo siempre memorizaba las tácticas empleadas por los peones de la albañilería (Arpemaga) que trabajaban en el Puente de Vallecas y, en las cercanías del Puente de Esquerdo (para algo había nacido yo en el Puente de las Palmeras) empleabas técnicas inolvidables para pegar y no ser pegado. A mí no me asustaba el "canguelo" ni me entraba jamás el "baile de San Vito" porque no me asustaban aquellos fantasmas del barrio y, por eso, me limitaba a repartir "leña" de la que me mandaba mi madre a comprar en la carbonería donde hablaba un buen rato con los toreros para aprender a no tener miedo de nadie. Y, la verdad sea dicha, no tenía miedo de nadie mientras los "toreaba" con la diestra y con la siniestra y no me importaba, en absoluto, que estuviese Emilín presente o que estuviese ausente Emilín. Nadie me "mojaba" la oreja con Emilín o sin Emilín viendo la escena; porque yo ya era autónomo e independiente. Aquel valor sin límites lo transmitía en los preámbulos de aquellas batallas que sosteníamos como buenos caballeros conta los "merinos" de la artillería a los cuales siempre, absolutamente siempre, derrotábamos sin dejar ningún género de dudas tanto en lo de los peones, en lo del fútbol y en lo de las chicas. Y crecía nuestra leyenda en los campos pedregosos, areniscas y hasta cardos borriqueros y ortigas, que sorteábamos con estilo impecable e implacable hasta dejar a todos nuestros rivales del barrio "picándose" semana tras semana. Hasta que se aburrieron de tanto perder y los "merinos" terminaron por no lanzarnos ningún reto más usando a Ricardito como parlamentario que terminaba siempre con las orejas más agachadas que las de un pachón sin haber cazado nada. Una vez zanjada la cuestión de quiénes dominaban en todo el barrio, volvamos a los peones. Cuando yo los lanzaba al aire siempre lo hacía con los ojos mirando al cielo (como los grandes toreros de la época) por dos razones esenciales: la primera de ellas es que, de esta manera, daba mayor sensación de aplomo y serena seguridad; la segunda era para pedir a Dios que bailase (el peón y no Dios). Entonces se producía siempre el milagro de "la cuerda larga" y mi peón celebraba una coreografía tan celestial que parecía de otro mundo (el peón y no yo). Así que todos los rivales comenzaron a pensar que era cosa de extraterrestres mientras yo me partía de risa. Y, aplicando la técnica de los peones, yo siempre servía de "abrelatas" cuando los rivales se aferraban a férreas defensas (¡Vamos a seguir así vamos a seguir así decía siempre el ignorante "Tirapedos" de Ocaña!) a los cuales les destrozábamos una vez que las "latas" habían sido abiertas gracias a mis geniales goles. Doblegados del todo nuestros rivales nosotros íbamos de victoria en victoria; aunque lo de Victoria Abril vino algunos años después, cuando yo ya estaba bregado en miles de batallas de adolescente. Era indiscutible. En los descampados de La Elipa y Moratalaz había algo mucho más allá que los simples peones o las continuas victorias futbolísticas. Allí había toda una familia heterodoxa imponiendo su supremacía y autoridad sobre los ortodoxos del barrio que salían, noche tras noche y luna tras luna, más derrotados que las huestes de Doña Urraca en León. Nosotros y la certeza. Nosotros y la verdad. Nosotros y mi carisma dirigiendo todo en toda la extensión de la zona geográfica de Madrid en la que nos había tocado vivir. ¡Todavía lo estarán recordando los que entonces suspiraban por una vida mejor! Así que los peones empezaban a aburrirme un poco y, poco a poco, fui pensando en sustituirlos por algo más divertido. ¿Cuál podría ser la propuesta más efectiva para sustituir a aquellos peones masculinos? La respuesta estaba implícita en el hecho de afinar el punto de mira para fijarme en el mundo femenino del barrio. ¡Y encontré la solución! ¡Una solución que era perfecta! ¡La peonza metálica! Así que, por arte de magia, apareció en mis manos una peonza más multicolor que la famosa "serpiente" del Tour en que Bahamontes comenzaba sus famosas gestas ciclistas. ¡Me daba gusto darle sustos al gato "Micifuz" haciendo bailar a la peonza delante de sus propios bigotes! ¡"Micifuz" bufaba mientras yo preparaba toda mi caballería para rematar definitivamente a todos los "merinos" de la artillería que, además de pesados, tenían peones grises y aburridos! Se iniciaba otra etapa de mi vida. Dejaba ya la infancia y comenzaba con mi adolescencia. Dejé atrás a todos los envidiosos y comencé a "soltar cuerda para rato". Y es que la peonza multiculor hasta sonaba a música celestial cuando giraba y giraba sin cesar. Fue cuando aprendí que "el mundo gira y gira en el espacio infinito con amores que comienzan con amores que terminan" y etcétera. ¡Di un taconazo sensacional (tan sensacional que fue hasta magistral) en la puerta de Altamira y, dejando alelados a todos los de Moratalaz, no quise saber nada más de ellos porque yo ya me introducía de lleno en aquella nueva experiencia vital! "La Toti" ya sólo era un completo olvido y "La Nati" solamente un entretenimiento vacacional nada más. Yo me entiendo. ¿Tú me entiendes? Si me entiendes es que me has comprendido.
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José Orero De Julián