Las farolas de mi barrio (Diario)
Publicado en Aug 24, 2015
Las farolas de mi barrio eran arte de verdad. Allá por 1956, el oficio de farolero era uno de los más atrayentes y atractivos de aquella nuestra infancia mil veces maravillosa (quizás maravillada) vivida por la Alcalde Sáinz de Baranda y sus alrededores. Ahora bien, no era lo mismo encender farolas que tirarse faroles. El problema no consistía en tirarse o no tirarse faroles para poder fardar más en todo aquel mundillo madrileño que se ubicaba entre Narváez, Retiro, Baranda y Esquerdo, sino que alguno se pasaba de la rosca y en lugar de tirarse faroles se convertía en fantasmón. Recuerdo, de manera especial, a uno de aquellos adultos (quizás hasta adúltero posiblemente) que se tiraba faroles continuados (como si de serial radiofónico fuese) con los chavales del barrio, contándonos truculentas historietas de cáracter cómico pero muy poco edificantes para con las mujeres. Y en aquel mundo del Madrid de los 50, siempre había un fantasmón de más. A nosotros nos sobraban los fantasmones porque teníamos suficiente fantasía como para saber dónde estaba el límite de lo maravilloso y la frontera de lo prohibido.
Hablando de aquellas farolas de mi barrio, quizás un tal Guerra (o tal vez sería mejor llamarle Guerrita por aquello de que se creía ser un torero en bicicleta) recuerde el día que estuvo a punto de descabezarse del todo cuando venía lanzado y sin frenos en dirección al puente. A punto estuvo hasta de caerse por el puente abajo. Recuerdo lo de la bolsa de caramelos y que crucé la calle batiendo el récord de los 10 metros lisos y que entonces fue cuando Guerrita, sin frenos y sin prudencia, fue a caer de bruces quedando a tan sólo unos centímetros de la farola del 56. Y recuerdo que hasta se lo llevaron al Hospital del Niño Jesús para darle gracias a Dios por no haberse partido la chinostra. Aquella anécdota fue muy comentada y muy celebrada en nuestra casa ante la admiración de los que venían a visitarnos y el silencio de mi padre que ya descubría de qué materia de aventurero estaba hecho mi cuerpo con licencia para vivir. Recuerdo la garganta del túnel donde una familia muy pobre (mejor dicho paupérrima) estaba habitando cual si fueran algo así como Carpanta y compañía. ¿Creen ustedes que me lo estoy inventando? Pues no. Todo fue verdad y pueden ustedes indagarlo preguntando a quienes vivían cerca de aquel puente (Bar El Puente y Avenida Doctor Esquerdo por ejemplo) para saber que era verdad que tendían la ropa colgando de unos alambres, debajo del puente del tren de Arganda, para que la secara el sol porque entonces todavía los pobres no tenían lavadoras automáticas ni en sueños y por eso Cervantes había escrito "La ilustre fregona". Y es que las farolas de mi barrio reunían, alrededor de ellas mismas, expectación, nerviosismo, emociones y todo aquel misterio de competir en el "patio de los leones" del cole. Me refiero al Lope de Rueda y aquella jauría como de lobos hambrientos aunque yo nunca fui un caperucito y les di varios cortes de mangas. Quizás Guerra (o mejor dicho el Guerrita de aquellos tiempos) todavía tiene grabada en su memoria (menos mal que Dios no quiso que fuera en su cabeza) aquella sensacional e impactante escena que llevó a cabo volando sin motor por encima de la bici y terminando a escasos centímetros de mi querida farola del 56. Aquellas farolas de mi barrio me enseñaron a ser bohemio desde mi más tierna infancia. Por eso me encantaban tanto las aventuras de la selva bajo sus luces nocturnas.
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