A OPA CON CARIO
Publicado en Mar 06, 2009
Son las siete y treinta, afuera llueve. Mi café humeante despierta en mi muchos recuerdos. Uno relaciona e imagina, más cuando se tiene tiempo e intenta evocar otros instantes- La figura de mi suegro se hace viva. Si deseo buscar un personaje especial, aquí lo tengo. Estoy en mi cocina y si levanto la vista aún lo veo sentado en su patiecito al sol mirando no sé a dónde. Era un patriarca que quisiera poder describir. Ojala pudiera. Es una red complicada de recuerdos que debo desenmarañar.
Hoy es domingo. Los domingos solía ser el primer cliente en la panadería del barrio. No era domingo si no había facturas, en especial tortitas negras. El desayuno dominguero en familia era sagrado. Aparecía con su paquete a esta hora. No recuerdo cuánto nos llevó hacerle entender que ese día, en realidad, queríamos remolonear un poco, quedarnos algo más en cama, sin la obligación de madrugar. Su hijo se lo decía con aspereza. Nosotros lo intentábamos con más diplomacia. Ni pensar cuando los chicos crecieron, ¡su Opa! ... lo adoraban... pero había que soportarlo. Recuerdo ahora cuando la catamarqueña que me ayudaba en casa, se enojó conmigo: Cómo podía permitir que el nene le dijera Opa - era ofensivo, pero en realidad era la forma familiar de abuelo en alemán. Con los chicos siempre fue muy cariñoso. Los buscaba en la escuela, los llevaba a ver los trenes, les relataba cosas también así como los quería siempre aleccionar. Quiero ordenar mis pensamientos: ¿Cuándo lo conocí? Le quedó abuelo, supongo por sus hermosos casi noventa y ocho y para reafirmar el patriarcado en la familia. Ahí en su patiecito está la silla vacía. Yo me acordé de él precisamente por ver, al quitar el polvo de la biblioteca, su fotografía sentado en aquella silla. En realidad me acuerdo de él, en cada momento... Cuando tiendo la ropa, cuando barro las hojas secas, cuando rezongo con los perros,...cuando algún vecino hace de las suyas... Festejamos con él sus sesenta, sus setenta, sus ochenta y sus noventa, pensábamos festejar en grande sus cien. Recuerdo claramente nuestro primer encuentro. ¡Qué taquicardia! Ahí debía tener él unos cincuenta y cinco, los que tenía yo cuando nos dejó. Era un hombre corpulento y muy serio, nada que ver con el dulce viejito de sus últimos años. Yo era una adolescente de diecisiete y mi novio había insistido en presentarme. Fuimos a una quinta. Había una fiesta campestre. Ahí estaba él, muy bien trajeado pero con gorra y una especie de poncho. Se le veía muy a gusto entre sus amistades. Yo me sentía como en un examen. Me trató muy formalmente, yo que normalmente era bastante desenvuelta no sabía cómo actuar. Comimos los tres algo de la parrilla y conversábamos como "grandes". Sus amigos incluso se permitieron algunos chistes que yo no capté. Por suerte Miguel le pidió el auto prestado y nos fuimos pronto. Su mirada inquisidora detrás de unos anteojitos redondos de intelectual nos siguió un rato. Cincuenta años después, habiéndolo tratado y aprendido a querer sigo sin saber cómo caracterizarlo, quisiera tener el vocabulario y la sensibilidad de una literata para poder describirlo con fidelidad. Aun con esta foto delante me cuesta ser fiel a mis recuerdos sobre su persona. También me es difícil expresar mis sentimientos pues fui muy influenciada por mi familia y otros conocidos. No le querían mucho. Su retraimiento y su casi imposibilidad de expresar sus emociones hacía de el un bicho raro. Encima una fama de "tacaño" acompañaba su borrosa figura. Alguna infeliz expresión fue mal interpretada y alcanzó para ponerle el sello. Algunas actitudes le pusieron la tinta. Los Mulier hasta insistieron mucho delante de mis padres para desaconsejar que nuestra relación siguiera adelante. Sabía ser todo un caballero en cualquier reunión, hasta galante con las damas de toda edad. Hasta demostró cierta preferencia por mi hermana mayor. Es una personita inteligente y trabajadora no una tontuela. Quiso así despertar el interés de Miguel por la que le parecía mejor candidata a nuera. No escondía sus pensamientos. Podía ser dulce y podía ser duro. Oía cuando quería y lo que él quería. La vida lo había moldeado así- Con sus anécdotas de la primera guerra mundial podía llenar horas. Eran las vivencias de un jovencito de diecisiete, que de su infancia de huérfano no recordaba mucho y que en realidad siempre tuvo un solo lema, sobrevivir. Su primera y verdadera libertad la vivió en una ciudad de ensueños. Así lo decía él. Después de la guerra los cuatro a cinco años los vivió en Viena. Debieron ser duros, pero para él los recuerdos más felices de su vida. Allá conoció el amor, allí adquirió una profesión y allí planeó la gran aventura: América. Ya son las diez. Estoy mirando unas fotografías amarillentas desde las que me mira un apuesto joven con sombrero tipo Panamá. Intento verlo en la cubierta de tercera clase del barco que lo trajo a Argentina. También lo veo parado junto al Ford que manejó en los primeros años como taxista. Había que sobrevivir. Más adelante vestiría el "overall" de pintor cuando pudo ejercer su profesión. Y su vida amorosa ¿cómo habrá sido? Yo no tengo ni idea. Sabemos que dejó una novia entre los tilos y los valses vieneses junto al Danubio. Se carteó con ella hasta el final de sus días. Aquí se casó con otra compatriota. Hablaba con mucho cariño de su esposa. Fue su compañera durante casi dieciséis años. De su unión nació Miguel. Una desgraciada enfermedad los separo. Solo con su hijo de nuevo necesitó sobrevivir. No sé cómo contarles de él y de su lucha. Aquí sentada en la mañana de este domingo lluvioso busco evocarlo con palabras y no lo logro. Cuando él entendió que sus facturas domingueras eran apreciadas pero en horario más tarde, dejó de golpear las persianas en la madrugada y de barrer ruidosamente el patio en horas tempranas. Y así logramos todos disfrutar el desayuno en familia. En realidad compartíamos diariamente las comidas. Los chicos almorzaban en sus colegios. Nadie interfería con nadie. Ahora que ya son las doce, él estaría acercándose a la casa, juntando las hojas secas del jardín o bien barriendo la suciedad de los perros. No, hoy no. Como llueve estaría desplegando ese gigantesco paraguas negro que encontró en un banco en la estación de ferrocarril en uno de sus paseos. Esa era otra de sus costumbres, siempre encontraba algo y ese algo lo guardaba. Alguna vez servirá. También guardaba prolijamente todas las cartas de su novia, una cantidad de acciones sin valor y los extractos bancarios desde tiempos inmemorables. Éste era él. El que no entendía que no hubiera una torta en un cumpleaños, el que pasaba horas escuchando música clásica, el que disfrutaba del solcito y el que contestaba todas las mañanas: Todavía estoy, cuando su hijo iba a despertarlo y abría su casa. Era él hasta que una mañana el grito quebrado y ronco de Miguel nos anunció que ese día ya no despertó. Su lucha por sobrevivir había terminado.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|