La estación vacía (Relato)
Publicado en Nov 16, 2015
Mercedes Estébanez Arrojo iba leyendo dentro del departamento número 60 del tren. Medianoche. La media luna estaba ya opacada, como una anciana en plena decadencia, por culpa de la neblina. La leve luz del vagón se refractaba sobre la página. "In media res". Recordó sus años pasados en el Instituto Beatriz Galindo de Madrid y las soporíferas lecciones de latín. "Hacia la mitad de las cosas". Y era cierto. Ella estaba, exactamente, en ese momento humano en donde una persona se encuentra hacia la mitad de su experiencia vital. ¿Qué era la experiencia vital para una chavala como ella que acababa de comenzar a sentir la necesidad de valerse solamente por ella misma? Recordó su romance con Pepe Otero Juncal. Se lo seguía imaginando todavía como un junco flexible pero siempre erecto a pesar de las circunstancias adversas en que le había conocido. Un sueño ajeno. En realidad aquela chaval era como un sueño ajeno.
Recordó también a Luis Mayo Yayo. Luis Mayo Yayo tenía una mirada bífida, como esas del "quiero y no puedo" que le hacía ser tan despreciable a la hora del deseo sacando su lengua de serpiente. Para olvidar tan insoportable pesadilla, se miró en el cristal de la ventanilla y se perfumó con una gota de ámbar. ¿Pero qué dice el anhelo? Suspiró. ¡Ay el anhelo! En su mente bullía todavía un proverbio chino: "Si la hoja de la espada del enemigo te quiere cortar sé flexible como el junco que se dobla y luego vuelve a quedar erguido sin haber sufrido ningún daño y no seas tan duro como la caña porque entonces la espada del enemigo te cortará por la mitad y habrás muerto". Se lo había oído decir a Pepe Otero Juncal durante aquellas vacaciones que pasaron los dos juntos en una estancia holandesa. ¿Mántica o romántica? ¿Qué era, en realidad, ella? Una terrible ola de frío entró en el departamento. Mercedes Estébanez Arrojo se abrigó poniéndose su cazadora de pura lana virgen y supo, en aquel mismo instante, que el saber del herido es el mejor saber que existe. Epifanía corroída. Todo aquello le parecía algo así como una epifanía corroída. Volvió a recordar: "Te hablo de un helado, no del retorno eterno". Y entonces le recordó sonriente y sonriendo como siempre. Pepe Otero Juncal no cambiaba nunca aunque aquello de "genio y figura hasta la sepultura" no era, precisamente, su manera de pensar. Era, en verdad, un genio. Volvió a escuchar, en su interior, aquella voz varonil diciendo "estabas corriendo y te quise alcanzar". Jamás en su vida había escuchado una disculpa de tal calibre. Había sucedido en las pistas del Club Vallehermoso de Madrid y lo recordaba con toda clase de detalles. Ella corriendo, hasta su límite, los mil quinientos metros lisos y él a su lado solamente para decirle hola y, después, alejarse hacia el infinito con aquel poderoso fondo físico imposible de igualar. Imposible de alcanzar porque si se quiebran los huesos ¿no se quebrará la prosodia? Sacó el diccionario que llevaba siempre en el interior de su mochila, junto a la larga ristra de chorizos y el bote de cacao en polvo, y buscó la definición. Leyó lentamente y remarcando todas y cada una de las palabras: "Parte de la gramática que enseña la recta pronunciación y acentuación". Iba a seguir leyendo cuando, de repente, la interrumpió el sonido del violín violento de un inesperado hombrecillo bajito, gordo, feo, con bigote, largas melenas engreñadas, uñas llenas de mugre más largas todavía que sus melenas y la cara picada de viruelas. Aquella horrible visión la sacó de su ensimismamiento. "Si me regala un euro, señorita, le canto una oda a la cerilla". Aquello terminó por hacerle gracia, le regaló el euro y el enano comenzó a cantar la oda ayudándose con la música del violín. "¡Oh tú, cerilla milagrosa, que te enciendes como una rosa, para prenderme el pitillo"! Mercedes Estébanez Arrojo no pudo seguir soportando por más tiempo aquella horripilante voz cavernosa y le mandó a hacer puñetas. Salido ya del todo el enano, ella reflexionó que, por poner un ejemplo, no hay que tener miedo de una copa rota porque el que busca un sentido encuentra dos sentidos. Y como el doble sentido de la oda a la cerilla era bien notorio lo mejor que pudo haber hecho fue lo que hizo. Mandar a hacer puñetas al infame mientras pensaba de nuevo en Pepe y su aventura con él en la estancia holandesa: "Hace calor en esta habitación de la casa". No quiso recordar más y, abriendo la ventanilla, asomó su cabeza hacia el exterior. El tren había iniciado ya una enorme velocidad pero, aún así, pudo distinguir una sandalia roja en la cuneta de la carretera paralela a las vías férreas. No puede ser verdad que me esté sucediendo esto, razonó de nuevo hacia sí misma. Entonces fue cuando el tren hizo una parada. ¡Allí estaba un pavo real! La parada del pavo real hizo que le entraran ganas de ensayar ritmos bailables mientras recordaba lo de "plaza de vivos, plaza de muertos" que tanto le había repetido su abuela ya fallecida el año anterior. ¡Socialismo y ronroneos nada más! Y Mercedes Estébanez Arrojo comenzó a reír como una loca. ¡Sí, claro! ¡Cosmogonía de Moguer digo yo! ¡A lo mejor hasta se me aparece Rafael Alberti y todo! Mercedes Estébanez Arrojo había llevado a cabo toda clase de ejercicios para cambiar la vida; pero le parecía cuestión para arquitectos y ella solamente era una estudiante universitaria de Filosofía nada más. Olvidó su melancolía marxista cuando Pepe Otero Juncal le demostró que la vida era otra cosa. Ahora comenzó a divertirse jugando a pronunciar la palabra marxismos sin ayuda de las vocales. ¡Mrxsms! ¡Mrxsms! ¡Mrxsms! Como no conseguía otra cosa nada más que sonidos sin sentido alguno pensó que sí, que aquel chaval al que tanto añoraba llevaba toda la razón. La vida era otra cosa. Así que se dedicó a realizar el análisis del poeta: "Como un cuento de pleamares y sonrisas es tu ligero despertar en mi aposento. Como un cuento sin barreras… sin premisas que nieguen a tus labios mi acento. Como un cuento encendido de frágiles sumisas amapolas rojas en el viento". Lleva razón otra vez más. En este poema se entra caminado de espaldas pero con arte y parte. Es tuyo, le había dicho Pepe Otero Juncal, pero bien sabía ella que no era posible; que poemas así sólo los escriben y los analizan quienes arremeten contra las vanguardias artísticas para convertirse en artistas de verdad. Mercedes Estébanez Arrojo llamaba "ars definiendi" a dicha manera de escribir poemas: "definiendo el vivir cuando el vivir es un arte". ¿Me amaba de verdad? ¡Qué pregunta más tonta! Tengo que aprender a hablar de cosas más interesantes. Recordaba los años 80 y la democracia madura. Había pasado mucho tiempo tomando notas en un cuadernillo que extrajo del bolsillo interior de su cazadora de pura lana virgen. Lo abrió al azar y se encontró con lo siguiente: "Schröder y Blair presentan un Manifiesto para la modernización de la izquierda" y "El Newsletter de un proyecto europeo". Pensó que era solamente una tontería más de su pasada primera época de su conciencia; el paso de la adolescencia a la juventud, algo así como una teoría del mal menor para no aburrirse demasiado cuando no tenía nada que hacer. Pasó a la hoja siguiente y volvió a leer: "Radikall, la democracia liberal y su época". No sabía exactamente por qué había elegido aquello como tema de su ya próxima tesis doctoral. Siguió leyendo: "Bill Gates lee el Manifiesto comunista". Abrió la boca y bostezó. De verdad que era sumamente aburrido todo aquello. Tampoco sabía exactamente por qué había hecho caso al pesado de Carlos Castrillo Trillo cuando éste le propuso dicho tema. Liquidación por cambio de negocio. Y arrancó aquellas dos hojas de su cuadernillo, las rompió en pedazos, salió al pasillo del tren, abrió la ventanilla y los tiró hacia el exterior. Los papelillos flotaron, por un instante, movidos violentamente por el viento, y terminaron por quedar diseminados sobre la tierra dura y seca. Quitarse de encima el recuerdo de Carlos Castrillo Trillo y sus plúmbeas conversaciones la sirvió de alivio. Pasó el revisor del tren, le pidió el billete y, una vez confirmado que era legal, se despidió sin decir nada. Mercedes Estébanez Arrojo razonó: "Otra característica del autocrítico de guardia. Estamos arreglados con tanto control. ¿Dónde la fuerza de nuestra resistencia? ¿Cuántas patas para construír la izquierda? ¿Son zanahorias las zanahorias? No es oro todo lo que reluce. ¿Será un funámbulo Von Kleist?". Rebuscó entre las notas de su cuadernillo y lo encontró: "Heinrich von Kleist (1777-1811)". Lo cerró, ya muy cansada, y definitivamente lo guardó en el bolsillo interior de su cazadora de pura lana virgen. Pensar en Heinrich von Kleist le aburría aún mucho más. Comenzó a sentirse agobiada y pensó en el sueño del veintitrés de agosto en aquella estancia holandesa, la fecha exacta en la que cumplió veinticinco años de edad. Volvió a mirar hacia el cristal de la ventanilla del departamento número 60 donde ella estaba viajando. Llovía. La lluvia le enseñaba cómo mirar y cómo saber que sucedería si en España se impusiese otra República. Sacó de nuevo su libreta, escogió una hoja que estaba todavía sin escritura alguna y anotó: "Otra República (Hipótesis de una estación vacía"). Y es que el tren se había detenido, precisamente, en una estación vacía. Recogió todo su equipaje (la mochila y un pequeño maletín) y bajó del tren. Glosa de lo dicho. Estaba pensando en las glosas emilianenses. Para ella estaba ya bien claro del todo que Emiliano Otero Juncal era un pescador aterido. Todo lo contrario a su siempre animoso hermano Pepe. Miró hacia todos los lados. Campo abierto. Un ominoso lago se encontraba a su derecha. No le importaba el frío que hacía. Volvió a recordar el tiempo pasado y sus lecturas por aquel entonces. Leyendo a Ernesto Guevara había terminado por darse cuenta de lo que es perder el tiempo. Entonces, al pensar de esta manera, escuchó una voz en su interior: "Estás fuera de la realidad pues Guevara no era como Jesucristo". El mundo material y materialista ya no le interesaba para nada; así que, en medio de la estación vacía, razonó sobre la dicha y el ombligo. Una forma muy curiosa de pensar sobre su embarazo. ¿Dónde estaría ahora el inolvidable Pepe Otero Juncal?. Cadencia de la recaída. Todo lo que sentía en aquella estación vacía era una cadencia de la recaída. No sabía por qué razón pensaba en la relación extramuros/intramuros. ¿Se estaba volviendo loca? Siguió pensando. Extramuros/intramuros (2). Sí. Posiblemente se estaba volviendo loca. No se daba cuenta de la realidad cuando declamó una larga oración: "Poeta en simposio con empresarios y científicos organizado por firma consultora privada". Efectivamente. Fue en aquel simposio sonde le había conocido, por primera vez en su vida, a Pepe Otero Juncal. Después vino lo de la definición ostensiva sobre lo que era escribir un poema. Escuchando a aquel chaval daba gusto entender de poesía. El tejido de los sueños. Eso es lo que era el mundo visto a través de los ojos de él. Así que le compró un ejemplar y, a partir de entonces, "Los hijos de un momento" fue su libro de cabecera. Los hijos de un momento... siguió pensando... A su mente volvían a llegar las imágenes de la estancia holandesa y la higiene cotidiana. Ella era muy partidaria de esa clase de higiene; algo así como el guardían de lo pequeño. ¿Y qué es, exactamente, lo pequeño? Una canción lenta. Solamente una canción lenta. Como se estaba volviendo loca, o eso era lo que parecía, comenzó a recitar en voz muy alta: "¡No somos como pensamos… cada día, cada hora, cada instante cambiamos y somos un enigma caminante sin podernos detener sin podernos detener. Somos enigma cambiante desde el momento de nacer. No somos siempre igual. Cambiamos cada segundo y pasamos el umbral del tiempo irrepetible. Es algo terrible pero es algo normal. Todos en el mundo vivimos la fatal historia de lo imposible: hacerse inmortal en el éter invisible. No somos siempre igual. Vivimos un lamento y somos, al final, los hijos de un momento!". Cuando terminó de recitar el poema llegó a la conclusión de que a veces, bastantes veces por cierto, el guardián de lo pequeño se hace grande de verdad. ¿Cómo sería él ahora? Gallardo. Le visualizó tan gallardo como siempre. Volvía a ser necesaria una higiene cotidiana así que necesitaba un aseo que no existía en aquella estación vacía. Necesitaba un aseo pero todo aquello parecía otra canción lenta, demasiado lenta, lentísima del todo. Se encontraba como en dos islas al mismo tiempo: la isla de la realidad y la isla del sueño. Y cuando estás ahí, en las dos islas al mismo tiempo, todo puede suceder... hasta ser capaz de esperar... Fin del trayecto. Aquella estación vacía era el fin del trayecto y, por eso, era necesario tomar otro rumbo. Agua fresca. ¡Cuánto daría ella, ahora mismo, por poder beber un poco de agua fresca! Pero sólo había arena por todas partes. Una lección de arena que no olvidaría jamás. Miró al cielo. Volaba un pájaro de color azul, como la herida del desamor. ¿Herido por el desamor? No. No se lo imaginaba de esa manera. Como si todo estuviera aún abierto, Mercedes Estébanez Arrojo decidió que tenía mil soluciones para su problema existencial. Recordó al indefinible Agustín Cero Pocero. No. No le gustaban las filosofías del pesimismo. Siguió escuchándole, tan ególatra y acomplejado como siempre, diciendo que la poesía no sirve para nada pero que nada de nada. Y, sin embargo, ella acababa de descubrir que la poesía era la que la estaba salvando de verdad porque le servía para todo, absolutamente para todo, y mucho mejor que tanta filosofía de míseros embusteros desde aquello de Sócrates. Sólo sé que no sé nada. ¡Falso! ¡Agustín Cero Pocero era todavía mucho más falso que Sócrates y todos los sofistas juntos! Lo que comienza ha de terminar siempre de alguna manera. Y escuchó la voz de nadie en la estación vacía; pero, sin embargo, ella juraría con toda la razón posible que habia escuchado la verdad.
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José Orero De Julián
José Orero De Julián
Marìa Vallejo D.-
Saludos
Marìa Vallejo D.-
Grato leerte.
Saludos