El sueño de Jerik (Relato Fantástico)
Publicado en Dec 11, 2015
El sol no cesaba de abrasar, cada vez más, las calles de Tapirúa. Todo el paisaje ardía de centelleos fulgurantes mientras la luz estallaba en los cristales de las ventanas que parecían derretirse como gelatinas expuestas a la temible amenaza de los mengues nocturnos; minúsculos demonios familiares en forma de gusanos que se encontraban bajo los helechos del monte las noches de luna llena, necesitando comer, cada uno de ellos, dos libras de carne diarias para saciar su voraz apetito. Era una fatalidad del destino caer bajo su maléfico influjo. El único amuleto que podía servir para salvarse de su perversa voluntad era llevar siempre, colgada del cuello, una pequeña bolsa llena de lenguas de culebras. Las cabras lanzaban balidos aterradores; los becerros berreaban sin cesar y ningún habitante del pueblo, hombre o mujer, osaba internarse por los senderos por temor a que les cayera la noche encima sin haber regresado a sus viviendas, cerradas a cal y canto por miedo a las alimañas que merodeaban por los alrededores. Los niños lloraban desesperadamente mientras desde el monte llegaba un penetrante olor a azufre que atemorizaba, aún más, a los pueblerinos; sencillas gentes que se ganaban el pan de cada día cuidando de que sus recuas no desaparecieran para siempre. Es por eso por lo que, aquel día, estaban férreamente atadas en los establos.
Según había pronosticado el brujo de la Cueva de Petán no había indicio alguno de que las temperaturas sufriesen ningún tipo de descenso en los próximos días; razón por la cual algunos labriegos se dedicaron a lanzarle piedras mientras él huía hasta lo profundo del bosque donde craqueaban las lechuzas acompañadas del coro de chirridos de las múltiples cigarras que parecían venir desde los cuatro puntos cardinales. Por eso los más viejos del lugar, aprovechando la sombra de los soportales, encendían sus cigarros mientras narraban historias de trasgos a los más jóvenes que, embobados del todo, se humedecían los labios para combatir la sequedad de sus bocas. Entre ellos, todavía siendo un adolescente nada más, se encontraba Jerik, cada vez más atento para no perder el hilo de las historias que, después, a la luz del candil de su habitación, escribía con toda clase de detalle en su diario, al cual le había puesto por nombre "Vigilia" para dar a entender que el insomnio le despertaba las ganas de sentir en su propia persona el castañear de los dientes de sólo pensar en todas ellas. Era Jerik más feo que un murciélago de herradura, por las protuberancias que, en su narices, parecían hojas de acanto; aumentada su fealdad por sus enormes ojos de color cafés rojizos que, al mirar de frente, producían cierta clase de espanto por causa de carecer de iris, producto de la aniridia, una enfermedad bilateral, heredable y poco frecuente. Por eso rara era la vez que alguna moza del pueblo se atrevía a mirarle sin que le causase un ataque de terror mientras salía, como un relámpago, hacia la Fuente de Bata que, en el centro geográfico de Tapirúa tenía fama de curar, de inmediato, los efectos del "mal de ojo" que le eran atribuidos a Jerik para hacer más legendaria su mitológica fama de quiromante fanático de la magia y la adivinación. Muchas eran las que decían que Jerik bebía, a escondidas, sangre humana; lo cual, por supuesto, sólo era una suposición sin argumento alguno, pero causa más que evidente para huir de su presencia cuando él intentaba hacer amistad con el género femenino. Por eso Jerik sólo era admitido en la pandilla de "Los Mingakas"; azote continuo que, de vez en cuando, debía ser reprimido usando la violencia contra ellos para mantenerlos a raya; sobre todo cuando se trataba de defender a las mozas más juveniles. Pero aquel día ni "Los Mingakas" se atrevían a salir fuera de sus moradas por temor a lo que tanto había estado proclamando el brujo de la Cueva de Patán en cuanto a los mengues se trataba. Y aquel día era preludio, para todos y para todas, de que esos gusanos harían acto de presencia por los alrededores del pueblo o, incluso, cuando la luna llena estuviese en lo más alto del cielo, intentarían entrar en las casas que no hubiesen sido herméticamente cerradas. Hasta el viejo cura, tan dado siempre a lanzar sermones y prédicas contra la manía de creer en aquellas espeluznantes historias, guardaba un silencio absoluto mientras bebía para olvidar su melancolía ya que era, por naturaleza, triste y de poco ánimo; tanto que sólo estaba esperando la hora de su jubilación para largarse lo más lejos posible de Tapirúa si es que los mengues no lo impedían; porque él, que tantos pecados había escuchado a lo largo de su vida sacerdotal, no podía evitar los escalofríos que le producía su suerpo, casi raquítico, cuando llegaba la hora de escuchar algo relacionado con ellos. Ahora jugaba con su dentadura postiza mientras miraba, de un lado para otro, por ver si alguien se preocupaba de confesarse aquel día tan ardiente. Nadie tenía deseos de hacerlo, salvo alguna que otra feligresa, de esas llamadas beatas, que se acercaban a la iglesia con un cirio en sus manos y se arrodillaban temblorosas ante él por saber si es que había llegado ya el fin del mundo y así salvar sus almas de la condenación eterna. Que Jerik no era un muchacho corriente era muy fácil de adivinar. No sólo por su fealdad o por aquellas murmuraciones que le daban fama de mago y adivinador, sino que, al contrario que todos los demás, nunca jugaba al fútbol ni se interesaba tan siquiera en ser espectador de alguno de los partidos que jugaban los demás chicos del pueblo. Hijo de padre y de madre desconocidos, vivía en una choza, a las afueras de Tapirúa, debido a la gran generosidad y misericordia de un secreto caballero que lo había llevado hasta allí cuando sólo contaba cinco años de edad y pagaba, de forma siempre puntual, los costos de su manutención y supervivencia. Por eso Jerik era un ser solitario que no sentía miedo alguno de andar por los senderos sin ninguna clase de reacción positiva o negativa; como si fuese un verdadero zombi ambulante al cual era mejor dejarle vivir a su aire que intentar obligarle ir a la escuela; cosa que no hubiesen permitido, por otra parte, los padres y las madres de los demás niños adolescentes. Al llegar la primera hora de la tarde, después de haber comido todos un poco más o un poco menos gracias a Dios, los bomberos de la capital habían tenido que acudir para sofocar el inicio de un fuego producido, según dijeron las malas lenguas -de las muchas que había en Tapirúa desde los tiempos más remotos que se podían recordar- por aquel ser solitario llamado Jerik como venganza por el rechazo general. Pero no fue cierto. El incendio se había iniciado debido a una colilla arrojada de manera displicente por alguno de aquellos pueblerinos que tenían la fea costumbre de tirarlas a como diera lugar y en cualquier sitio. Los bomberos descubrieron el foco del incendio y consiguieron apagarlo no sin antes haber sudado hasta la gota gorda yendo de un lado para otro con los nervios a flor de piel. La bronca del señor alcalde, un tipo corcovado pero podrido de dinero, fue de las que hacen época; teniendo en cuenta que era un cincuentón de carácter avinagrado e imposible de hacerle entender otra cosa nada más que el que mandaba allí era él y solamente él. Jerik tiene un secreto inconfesable. Está enamorado. Berenice es la musa de sus imaginaciones. Berenice es una chica "de las del montón" para el resto de la chavalería de Tapirúa. Berenice es sordomuda y por eso se comunica con los demás a través de papeles que siempre lleva guardados en los bolsillos de su pantalón vaquero ya raídos por el paso del tiempo. Dicen de ella que es encantadora de serpientes y algo de eso debe ser verdad porque las hipnotiza y se las enrosca alrededor de su cuello jugando con ellas. Berenice, cuando tiene ganas de fastidiar a los chicos del pueblo, les persigue con las serpientes en sus manos. Berenice tiene un misterio encerrado en la mirada de sus ojos azules como ninfa marinera. Pero es la hija del molinero, el tipo más bruto del pueblo, que como se entere del amor de Jerik por su amada hija es capaz de degollarlo vivo. Por eso Berenice es el amor imposible de Jerik, rechazado en contra de su voluntad. Lo más característico de Berenice es que muchas tardes se introduce en lo más profundo del bosque y, recostada contra alguno de los numerosos árboles, se pasa horas enteras leyendo y releyendo las "Obras Completas" de los cuentos y relatos de Edgar Allan Poe y, también, todo lo que encuentra en la librería de Tapirúa sobre Mitología Griega. Le encanta, sobre todo y por lo de su amistad con las serpientes, leer historias de las Gorgonas que ella aumenta con su imaginación para construír, en su mente todavía de adolescente, multitud de aventuras donde las Gorgonas se convierten en despiadados monstruos femeninos que dejan petrificados a los hombres que se atreven a mirarlas. Cuando Berenice las imagina, una sonrisa malévola le hace más apetecible para Jerik. Éste todavía recuerda la primera vez que conoció a Berenice. Fue durante un verano casi tan caliente como el que estaban sufriendo ahora. Ella llegó, para vivir en el pueblo, procedente de la minúscula aldea de Sinbalas. Su padre había comprado el viejo molino de granos y semillas y toda la familia se instaló en una vivienda abandonada después de que su propietario hubiese fallecido y sus herederos la pusieron en venta. Todavía sonríe Jerik cuando recuerda la primera escena digna de admiración que le sucedió a Berenice como su primera experiencia emocional en Tapirúa. Resulta que uno de "Los Mingakas", tiñoso total para más señas, quiso tocar sus pechos y ella le soltó tal castañazo que dos dientes se le salieron de su lugar al citado tiñoso quien, escupiendo sangre, desapareció para siempre de la vida de Berenice. Desde aquel mismo instante, Jerik la convirtió en la heroína de sus historias imaginarias donde siempre la veía, a manera de rubia y radiante valkiria, montada en un caballo tan blanco como el Pegaso del cual había oído hablar a una vieja cuentacuentos cuando, el invierno anterior a la llegada de Berenice, lo narró junto a la chimenea de la vivienda del raquítico cura durante el velatorio de un labriego que había fallecido tras haberse caído de su mulo, desnucándose contra una roca que, desde entonces, pasó a ser llamada "Roca Sangriente". Desde aquella fecha, más o menos lejana según la memoria de cada uno y cada una de los habitantes del pueblo, en las noches más negras del año, los cuentacuentos narran, cada vez exagerando más los argumentos, que en "Roca Sangriente" se reúnen los trasgos convocados por el brujo de la Cueva de Petán. Y entre trago de vino y trago de vino sueltan carcajadas tan exageradas que los niños y niñas, perplejos ante tales historias, terminan por castañear sus dientes no por causa del frío sino como respuesta infantil a tanto terror "literario". El más atrevido de aquellos cuentacuentos es un tuerto del ojo derecho que, según dicen los más charlatanes, cuando el vino hace estragos en sus cerebros, lo perdió en una pelea contra "El Cascado" que, para todos ellos, era el dragón más feo del mundo. Avanzaba la tarde y lo tórrido del ambiente no cesaba. Todos los pueblerinos tenían miedo pero se engañaban los unos a los otros infundiéndose palabras de ánimo, con leves golpes en sus espaldas, para disimular sus temblores y su estados de ánimo deprimentes del todo. Un moscardón había caído preso en la tela de una araña de la esquina superior izquierda del desportillado portalón de la entrada al molino de granos y semillas. De repente, la tarántula del tipo "goliat gigante" salió en busca de su presa. El moscardón pataleaba sin cesar con todas sus energías pero ya era una víctima más de toda aquella pesadilla. El cielo comenzó a volverse gris y una espesa niebla cubrió todo el pueblo de Tapirúa. Alguien gritó en medio de la niebla. Fue un alarido desgarrador que heló la sangre de todos los habitantes; pero, sacando valor de donde ya no lo había, el raquítico cura y el corcovado alcalde acudieron al lugar desde había surgido aquel patético grito. El cuerpo del ahorcado todavía se bamboleaba ligeramente de derecha a izquierda o de izquierda a derecha según el lugar de donde era contemplado. Había sido la "oveja negra" del pueblo. Aquel incurable alcohólico que trabajaba en la gris oficina del único abogado de Tapirúa haciendo labores de conserje, de ordenanza y hasta de "correveidile" cuando su amo quería enterarse de todos los chismes porque, según él, le servían de mucho provecho a la hora de tener más recursos para ganar los pleitos que, muchas más veces de las deseadas por el cura, surgían por cuestiones de un pedazo de tierra más o por un pedazo de tierra menos o por un "quítame allá esas pajas o te abro la cabeza con el azadón", que al abogado buenas rentas le producían. Ahora, tanto el cura como el alcalde, observaban, con los ojos como platos, el cuerpo del desdichado alcohólico colgando de la viga de la cámara de su vivienda. Quien había lanzado aquel grito tan desgarrador había sido su bella esposa, la mujer más guapa de todo Tapirúa de la que nadie entendía como podía haber sido la esposa de aquel tipo tan grisáceo y además adepto a la bebida; pero los rumores decían que muy buenos amores ocultos tenía con el señor alcalde, el corcovado que, ahora, la estrechaba entre sus brazos para darle ánimo y entereza ante tan gran tragedia familiar y, de paso, poder calentar un poco su desmayado ánimo. Y menos mal que no habían tenido ningún hijo o hija a quienes tener que contar tan grande y traumática tragedia. Eso es lo que pensaba el raquítico cura como leve consuelo por tal suceso tan desagradable que él achacaba a las malas costumbres de quienes deberían dar ejemplo a los demás; como aquel abogado que no había sido capaz de corregir a su empleado a pesar de las muchas veces que él mismo se lo había pedido, rogado y hasta suplicado en el nombre de Dios. Berenice quería ser auténtica y era auténtica. Por eso Jerik la adoraba dentro del silencio de todos sus misterios. En muchas ocasiones en que ella se adentraba hasta lo más profundo del bosque, él la seguía a larga distancia, sin perderla nunca de vista, hasta que la chica de sus imaginaciones se sentaba recostada sobre un árbol, sacaba de la mochila que siempre llevaba consigo su ejemplar de "Obras Completas" de cuentos y relatos de Edgar Allan Poe y se concentraba tanto en su lectura que el mundo, para ella, había desaparecido. Jerik se quedaba asombrado de aquella total "ausencia" y, de repente, ella parecía como salir de un largo letargo, extraía de su mochila un bocadillo de chorizo -pues el chorizo era lo que más le gustaba comer- y lanzaba migas de pan a su alrededor. Ante el asombro del adolescente zagal, una gran cantidad de grajos, de color negro con lustres irisados, venían a darse su festín junto a ella. Y entonces sucedía algo más milagroso todavía. De repente, cuando todo era un completo silencio, de la garganta de Berenice salían unos ruidos musicales, nacidos en no se sabe dónde, entonando melodiosamente canciones de amor. A Jerik le producían una doble sensación: por un lado aquellos cánticos guturales, pero melodiosos a la misma vez, le transportaban al mundo de sus sueños; pero, por otro lado, despertaban en él unos miedos atroces sólo al pensar que podía ser descubierto por ella y que se acababa, de repente, todo aquello que él, todavía adolescente chaval, consideraba como milagroso. Después de un buen rato, cuando ella sacaba, ahora, de su inseparable mochila de color verde -pues verde completo era la mochila tal como la piel de un lagarto- un ejemplar de "Mitología Griega". Jerik regresaba entonces a Tapirúa sin decir nada a nadie. Aquello era un secreto y tenía, por costumbre, no desvelar a nadie ninguno de sus secretos por él conocidos; como, por ejemplo, que el tiñoso de "Los Mingakas" le tenía envidia a pesar de lo feo que era él. ¿Sabía el tiñoso de "Los Mingakas" que él "bebía los vientos" por la sordomuda? ¿Le había descubierto alguna vez mirándola con tanto arrobo como si el fuera Romeo y ella fuera Julieta? No quiso ni pensarlo. El origen del pueblo de Tapirúa se perdía en la noche de los tiempos. Algunos viejos del lugar decían que lo fundó un caballero medieval que, al regresar de una de sus guerras, decidió retirarse definitivamente del mundanal ruido de los castillos y las ciudades y, junto con su familia y algunos de sus vasallos, edificó las primeras casas. Para otros, sin embargo, era un pueblo fantasma que surgió de la nada, lo cual nadie comprendía pero tenías más seguidores esta segunda opinión, totalmente descabellada por cierto, porque le daba más leyenda y misterio a Tapirúa. En los debates entre los "caballeristas" y los "fantasmales" solían surgir alguna que otra discusión acalorada y, a veces, habían terminado dichos debates como "el rosario de la aurora"; o sea, a golpes de unos contra otros y de todos contra todos, por defender una de las dos causas. Ese afán por estar siempre discutiendo por alguna cuestión de grande importancia, de pequeña importancia o de mediana importancia, era lo que mejor definía a los habitantes de Tapirúa. Se contaba, entre las historias alrededor de una lumbre, en las noches cerradas y sólo bajo la luz de los candiles, que en cierta ocasión, hacía ya muchas décadas, uno de los disputadores le había cortado, de un solo tajo, la garganta a su opositor usando para ello una hoz mientras la víctima intentaba defenderse con un martillo. ¿Cuál era el verdadero origen del pueblo? Una vez se quiso contratar un investigador histórico para que diese el veredicto final pero ningún investigador histórico quiso acudir, a pesar de que le pagarían muy bien, por no vérselas con el bando que saliese perdedor y asustados por aquello que se decía de la hoz y el martillo. Así que todavía existían, en Tapirúa, los "caballeristas" y los "fantasmales" aunque, según pasaban los años y debido a que envejecían, ya eran menos violentos y procuraban no llegar nunca a las manos. En el centro del pueblo, además de la Fuente de Bata, se encontraba la tahona donde, todas las madrugadas se cocía el pan que, al llegar la mañana, era vendido a un precio cada vez más abusivo. Muchos decían que era demasiado caro pero que como "más cornadas da el hambre" -tal como les había explicado el alcalde quien, podrido de dinero no veía mal el alza continuo del precio del pan y además que sacaba una buena comisión por permitírselo al panadero- todos aceptaban la usura de éste pero deseándole, por lo bajo y emitiendo murmullos casi ininteligibles, que le sucediesen toda clase de males y enfermedades incurables como venganza contra el citado panadero que era más gordo que un tambor Daego de Corea, no sabiendo los labriegos si se trataba de Corea del Norte o de Corea del Sur ya que en cuestiones históricas y geográficas estaban más desorientados que las agujas del reloj de la bodeguilla que no se sabe bien si marcaban la hora local o la hora de Tasmania. Pero el panadero no hacia nunca caso a esas maldiciones y sonreía con una sonrisa más mefistofélica que la del Shylock de Shakespeare mientras se guardaba en el bolsillo de su mandilón las perras que le soltaban, a regañadientes por supuesto, todos los habitantes de Tapirúa. Aquello de "más cornadas da el hambre" había hecho mella en su moral y les dejaba satisfechos a medias pero era mejor así y no enfrentarse al corcovado alcalde por no tener problema alguno ya que no eran buenos momentos de cambio, cosa que a las mujeres del pueblo, airadas por el conformismo de sus hombres, les atacaba los nervios y les llamaban a éstos algo así como "mandarinas", "calzonazos", "que no tenían pantalones" y otras "lindezas" del mismo jaez arrabalero; a lo cual ellos respondían encogiéndose de hombros y como si no hubiesen oído nada. Ante este latrocinio tan descarado también se encogía de hombros el señor cura -al cual el panadero le daba el pan gratis a cambio de guardar silencio- y, haciendo la "vista gorda", dejaba hacer pensando que solo eran pequeños "pecadillos" sin importancia, que él sólo estaba deseando que le llegase la jubilación y largarse lo más lejos posible de Tapirúa y que Dios se los perdonaría teniendo en cuenta la de años que llevaba ya ejerciendo el sacerdocio. Otra cosa bien distinta sería lo que, a decir verdad, estaría pensando Dios de todos estos asuntos. En la tahona también se vendía el tabaco en forma de paquetes de picadura -selecta como le llamaban los entendidos en estas cosas- que los pueblerinos gustaban de fumar, aunque ya había algunos de ellos, especialmente los más jóvenes, que preferían los cigarrillos; pero los gustosos de la picadura lo hacían, más que nada, para aprovechar, mientras liaban los pitillos en el papel de fumar, a pasar un buen rato hablando, entre ellos, sobre temas tales como el espliego, dónde se encontraba el mejor lugar para encontrar el mejor espliego, en qué época del año era más aconsejable recoger espliego, cómo había que recoger el espliego, quién era el más diestro en elegir el más aromático espliego y otras muchas cosas más o menos interesantes o amenas sobre el asunto del espliego; hasta que, volviendo a acalorarse con la discusión, siempre terminaban las conversaciones sobre el espliego liándose a tortazo limpio y a guantazos sin mirar a quiénes se los daban porque todo consistía en pegar sin que nadie te pegase. Todo ello observado de manera directa por sus mujeres que se partían de risa viendo tales procederes impropios de hombres de sano juicio. Pero esta tarde todos tenían miedo y no precisamente de sus mujeres sino de aquellos mengues que, al parecer, ya estaban al acecho para, al llegar la noche, devorarlos a todos uno por uno incluyendo mujeres, niños y ancianos. Dicen que los zorros saben más por viejos que por zorros. Debe ser verdad porque ya se empezaban a escuchar sus primeros tauteos, una especie de ladridos breves que iban en aumento hasta terminar en aullidos más fuertes y más agudos. Las gallinas, sin embargo, estaban ajenas a las cada vez más posible y más probable tragedia que se cernía sobre ellas. El ambiente estaba tan cargado que si Aristófanes estuviese viviendo, esta tarde, en Tapirúa, en lugar de haber escrito "Las avispas" hubiese escrito algo distinto, tal vez "Las moscas" porque era verdad que, en medio de aquel ambiente dantesco y aquella tensión que ponía la piel de gallina sólo de pensar en lo que se avecinaba para la noche, se escuchaba con total amplitud el zumbido del revolotear de las mosca, en las cocinas de las casas de Tapirúa, donde se estaban guisando carne de cerdos. Todos y todas rogaban a Dios porque no sucediese la tragedia final ya que esperaban poder participar, a principios del año siguiente, en el concurso festivalero de "El cerdo más hermoso de Tapirúa". Algunos se reían, por lo bajo y sin que el corcovado se diera cuenta, pensando en el señor alcalde. Por eso, en los festejos de los combates para saber quien era el más gracioso contando adivinanzas, siempre había quien citaba la de Francisco de Quevedo y Villegas: "¿Qué hace al tuerto galán y prudente al sin consejo? ¿Quién al avariento viejo le sirve al río Jordán? ¿Quién hace de piedras pan, sin ser el Dios verdadero?". Se referían, por supuesto, al dinero. Y hasta había alguno, todavía más valiente, que se atrevía a declamar el refrán de "dinero no falte y salgo adelante" que era de Baltasar Gracían según les había contado a todos, de "memorieta", el maestro de la escuela. Debía ser verdad porque todos los años ganaba el premio el cerdo del alcalde gracias, por supuesto, a que compraba el veredicto de los jurados a través de su enorme fortuna. Y es que aquel maestro de escuela que sufría de elefantiasis (enfermedad crónica que se caracteriza por un engrosamiento extraordinario de las extremidades inferiores a causa de la acumulación de líquidos que un género de gusanos nematodos parásitos ocasiona al obstruir los vasos linfáticos de la piel) era considerado por todos y por todas como el mayor genio surgido del pueblo de Tapirúa pues había nacido allí mismo. Por eso, año tras año y ante la terquedad del corcovado alcalde que quería dicha fama para él y nada más que para él, no hacían más que pedir que se cambiase el nombre de la Calle Mayor por el de aquel monstruo de la letra grande, que era como conocían aquellos labriegos a tal acumulación de sabiduría memorística de aquel considerado monstruo. Y en verdad que era monstruoso el maestro de la escuela de Tapirúa. Todas estas cosas las iba memorizando Jerik para luego, en la soledad de su choza, escribirlas con toda clase de detalles en un cuaderno, de pasta en color morado, que había titulado como "Vigía" puesto que, sin haber acudido nunca a la escuela, aquel maestro de Tapirúa, que sufría de elefantiasis, se consideraba compañero de desgracias del muchacho y, por ello, iba de vez en cuando a la choza de Jerik para enseñarle a leer, escribir y obtener conocimientos culturales que nunca enseñaba a sus alumnos por temor a que los padres de estos le epedrearan sin ninguna clase de compasión. Ya estaba avanzada la tarde cuando Jerik, tumbado en el camastro de su choza, había abierto su diario y estaba escribiendo: "El tiñoso de "Los Mingakas" no sólo me tiene envidia cochina sino que es escurrido de carnes y más blancuzco que la hoja de papel de una resma. Da la impresión de que no tiene sangre en sus venas; como si se la hubiese chupado un vampiro. Y además no tiene ni media bofetada". Al llegar a este punto de su redacción recibió una inesperada visita del maestro de escuela y, cerrando su cuaderno de tapas en color morado, pasó una hora entera escuchándole sin tan siquiera pestañear lo más mínimo. Contóle el maestro todo lo que sabía sobre los temidos mengues. Le dijo que eran minúsculos demonios familiares en forma de gusanos que se pueden encontrar bajo los helechos del monte las noches de luna llena y que sirven ciegamente a su dueño, que suele guardarlos, como es habitual, en un alfiletero, pues otorgan poderes extraordinarios a quien los capturó. El que les vea queda inmediata e irremediablemente hipnotizado por ellos y se verá preso de su perversa voluntad. Sólo un amuleto consistente en una bolsuca que contenga un "rézpede de coliebra" protegerá al incauto de caer bajo su maléfico influjo. Sin embargo, necesitan dos libras de carne diarias para saciar su voraz apetito, porque si no, se comen a su dueño. Aunque basta con amenazarlos con meterlos dentro de un cuerno de toro hueco para controlarlos. Cuando el maestro de escuela terminó de hablar, Jerik le dio las gracias por tales informaciones pero le dijo, de manera rotunda e inapelable, que a él no le importaba, para nada en absoluto, si era verdad que existían los mengues o si sólo eran imaginaciones producidas por las malas conciencias de las gentes. Él era solamente un marginado y no sentía nada en cuanto a aquellos demonios familiares pues no tenía familia. Simple y sencillamente, tal como era él, los ignoraba y pasaba olímpicamente del tema. Cuando el maestro de escuela se marchó de regreso a su domicilio iba pensando, por el camino, que aquel chaval todavía adolescente, conocido por todos como Jerik, sí que era un valiente. Quizás el único valiente de todo Tapirúa, dejando a parte a la sordomuda Berenice. Y se decía del maestro de escuela que su elefantiasis era el producto en un viaje que hizo, hacía mucho tiempo, a tierras africanas. En un cómodo sillón, de los llamados "de orejas", situado en un salón cuyas paredes estaban repletas de cuernos de ciervos y otros animales cornudos, el corcovado alcalde de Tapirúa hacía un repaso mental sobre las experiencias personales que le habían convertido en todo un poseedor de fortuna dineraria. Había comenzado su carrera política siendo un ganapán del PUTI (Partido Unido de Trabajadores Independientes). Muy dado a las cuestiones de los cornúpetos, según iba aumentando su poder en el PUTI iba coleccionando cuernos puesto que esa era su verdadera pasión. Habia ido acumulando una gran fortuna precisamente a causa del tráfico de cuernos y los cuernos erani un verdadero mundo para él. En el PUTI había ido escalando puestos de importancia gracias a su facilidad para ser un "trepa". A base de coimas y otras maneras de estafar a los humildes labriegos del pueblo, también se vio favorecido por la herencia de su único pariente: un traficante de drogas muy reconocido en toda la regió al cual le habían apodado, en vida, como "Marijuanita" porque además se decía que no sólo era un capo de las drogas sino también un invertido en cuanto al sexo. Con aquella fortuna, como llovida del cielo, no tardó nada en conseguir ser elegido como alcalde de Tapirúa a cambio de pequeños regalos como bolsitas de harina, chuches para los niños y otras cosas todavía más ruínes pero que conseguían hacer el efecto por él tan deseado. Ningún habitante del pueblo sentía cariño ni aprecio hacia él, además de que todos sabían que, gracias a sus dineros, abusaba sexualmente de las mujeres casadas y más bellas de Tapirúa, como había sucedido con la de aquel desgraciado alcohólico (gris empleado del único abogado del pueblo) que había terminado sus días ahorcándose en la cámara de su hogar. Ahora, sin embargo, todo eso ya no estaba siendo tema de las tertulias de los lugareños. Los habitantes de Tapirúa, excepto Jemik y tal vez la auténtica Berenice, tenían el miedo dentro de sus cuerpos. Mientras tanto, el alcalde del pueblo se acomodaba cada vez más en su sillón "orejero" y tenía ganas de llorar no por sentir ninguna clase de compasión hacia nadie, sino por ver que, de un momento a otro, se le iba a desplomar todo su "imperio". Estaba horrorizado al pensar que los mengues vendrían aquella noche a por él y esto le estaba produciendo ganas de evacuar en el water continuamente. Efectivamente, llevaba ya tres horas en que había tenido que ir acudiendo -cada vez que su reloj marcaba una hora más- a defecar en el water de su casa. Y así estaba ocurriendo hora tras hora. Las tres horas que hacía que el pobre y desdichado alcohólico, al cual le ponía los cuernos con su hermosa y bella esposa, se había ahorcado. Ahora sentía y notaba, en medio de los escalofríos que le hacían temblar todo su cuerpo, que todos los duendes maléficos de aquella región se estaban riendo de él mientras bailaban, a su alrededor y mientras se encontraba sentado en la taza del water, celebrando "La ceremonia de la confusión", de Fernando Arrabal, que él había terminado de leer la semana anterior. Confusión. Esa era la palabra para definir, con total exactitud, lo que estaba sucediendo aquel día en Tapirúa. Se acercaba ya la noche, sabiendo que sería de luna llena, y todos corrían de un lado para otro por las calles del pueblo. Tapirúa parecía un verdadero hormiguero de mymercias, las horribles y temibles hormigas bulldog, conocidas también como hormigas gigantes australianas, que llegaban a medir hasta un metro y medio de longitud. Nadie sabía dónde esconderse para salvarse del ataque de los mengues y, de repente, apareció en Tapirúa el brujo de la Cueva de Petán. Llegaba lanzando grandes carcajadas histéricas, drogado al máximo de sus capacidades, y tapado su rostro por una horrible máscara de Lucifer mientras olía tanto a azufre que apestaba. "El Loco de la Colina", el personaje más esperpéntico de Tapirúa que se las daba de ser un gran poeta cuando el coñac le afectaba bastante y le daba por recitar, se encontraba en la bodeguilla invocando a todos los diablos. Su voz cavernosa se introducía en los cerebros de todos los allí reunidos. Aquel loco que se autodenominaba de la colina, en aquellos momentos parecía, verdaderamente, El Diablo Cojuelo puesto que cojeaba de la pierna izquierda por haber sido atropellado, en su juventud ya pasada, por la motocicleta de un cartero que le pidió disculpas pero no hizo nada más por él. El caso es que ahora parecía un diablo cojuelo, un personaje legendario que, lejos de ser una forma maligna, se le representaba como el espíritu más travieso del infierno, trayendo de cabeza a sus propios congéneres demoníacos, los cuales, para deshacerse de él, lo entregaron en trato a un astrólogo, teniéndolo encerrado en una vasija de cristal. Se dice así mismo como inventor de danzas, música y literatura de carácter picaresco y satírico. Siendo uno de los primeros ángeles en levantarse en celestial rebelión, fue el primero en caer a los infiernos, aterrizando el resto de sus "hermanos" sobre él, dejándole estropeado y más que todos señalado de la mano de Dios. De ahí viene su sobrenombre de "Cojuelo". Pero no por cojo es menos veloz y ágil. Efectivamente, "El Loco de la Colina", se movía por toda la bodeguilla como un demente haciendo conjuros, invocaciones y oraciones de brujas. Todos sabían que, por estas manías pseudodemoníacas había terminado por ser expulsado de la "Cadena Res" una emisora dedicada, exclusivamente, a los ganaderos de cualquier tipo que, al llegar las noches, se entretenían escuchando los absurdos que recitaba aquel loco hasta que fue despedido definitivamente pues ya se había vuelto pesado y aburrido por sus muchas citas literarias que los ganaderos ni entendían ni sabían lo que significaban en realidad. La jaculatoria más famosa de aquel loco era "¡Oh, espíritus de la noche! ¡Como una sombra de mí mismo, vago solo por las calles llenas de gente!". Pero aquella tarde no era la más propicia para soltar tales tonterías y uno de los de la bodeguilla le atizó tal golpe en la mandíbula derecha que le dejó ya sin habla y más "corrido" que una mona de Gibraltar. El loco sabia que si aquella noche no era el final de Tapirúa no tendría más remedio que abandonar el pueblo e irse a refugiar a cualquier otro continente terrestre porque todos estaban ya hartos de escuchar sus monsergas más o menos culturales pero que a todos aburrían. Era la bodeguilla el lugar predilecto para los pueblerinos que gustaban de hablar cosas de política aunque ninguno de ellos supiera lo que estaba diciendo. Alrededor de los humeantes cafés que les servía, muy gustosa, una moza pelirroja con cara redonda como una manzana y un cuerpo lo suficientemente lascivo como para hacerles pecar a todos ellos aunque fuese solamente con sus pensamientos, todos los "politiqueros" de Tapirúa llevaban a cabo sus tertulias ante la impotencia del señor cura por evitar aquella clase de espectáculos diurnos. Al lado de ellos, los jugadores de cartas, viciosos de las apuestas, se jugaban hasta a sus propias mujeres y, en una esquina, al fondo de la bodeguilla, siempre se escuchaba el golpeteo de las fichas de quienes se entretenían jugando al dominó dejando pasar el tiempo. Pero en este atardecer, todos miraban -ansiosos y llenos de temor- sus relojes para terminar cuanto antes. Efectivamente, al sonar las ocho en el reloj de la iglesia y escuchando el repique de las campanas, el bodeguero anunció, con voz entrecortada y compungida, que cerraba de inmediato la bodeguilla con la intención de ir a refugiarse en el lugar más seguro que estaba pensando: el cuarto trastero de su vivienda en donde se hallaban todos sus recuerdos familiares: una maleta, un carro, un adoquín de barro, un peine con estuche, un lápiz de carbón, un coche de latón, un espejo, una barquito de vela, una lámpara de aceite, un piolet, una boina y un silbato. Y alguna razón tendría, más o menos oculta, para haber acumulado en aquel lugar todas estas variopintas cosas. En la cámara del ahorcado, una vez ya descolgado el suicida y colocado sobre un sofá lleno de mugre, por las manchas de aceite de oliva que se repartían por todas las partes de su funda, su ya viuda cortó la soga y se entretuvo, por aquello de no aburrirse demasiado, en hacer nudos marineros: lascas, franciscanos, llanos, múltiples, ballestrinques, ganchos con vuelta, bocas de lobo, nudos de pescador, nudos de boza, nudos de Prusick, nudos de bandolero, ases de guía, ases de guía por senos, ases de guía españoles, encapilares, tréboles, nudos de barrilete, lazadas de pescador, adujares, nudos de calobrote, nudos de lazada, ases de guías corredizas, nudos con gazas, nudos de polea, margaritas, simples, nudos de tejedor, nudos llanos, nudos de Hunter, nudos de cirujanos, nudos cuadrados, nudos de plalangres y, sobre todo, nudos del ahorcado en memoria de su ya desaparecido esposo, el más celebrado, hasta entonces, de los borrachos de Tapirúa. Muchos decían, entre ellos la misma viuda, que el sucesor del gris empleado suicida, sería, en esto del arte del beber demasiado y el decir tontera y media, nada más y nada menos que el señor cura a pesar de su pronunciado raquitismo. Durante diez años seguidos, aquel desdichado cura de pueblo estaba suspirando porque le llegara la jubilación; incluso había hecho decenas y decenas de actos de brujería para que el tiempo corriese más deprisa que nunca. Pactos con el Diablo, visitas a aquelarres y toda clase de magia negra no le habían servido para nada porque el tiempo ni había corrido más deprisa ni había corrido más despacio. Cabreado por tales fracasos, había mandado al carajo esta clase de actividades para centrarse en la lectura de la "Verdadera sapiencia" de Tomás van Kempen, apellido que en español significa "pequeño martillo"; así que, envuelto en una crisis de locura temporal debido a lo que se acercaba amenazadoramente, el cura se dirigió a su caja de herramientas, sacó un pequeño martillo y comenzó a golpear y machacar a todas las pequeñas estatuas de santos, santas y vírgenes que tenía repartidas por la estancia hasta convertirlas en polvo. Él pensaba, en su extremada locura temporal, aquello de "polvo eres y en polvo te has de convertir". Y daba verdaderos respingos al pensar en ello. Recordaba el versículo 3.19 del Génesis: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás". Y comenzó a gemir desconsoladamente, arrebujado completamente en el rincón más oscuro de su casa: debajo del fregadero. De esta manera tan absurda, su ánimo se evaporaba como un hálito fantasmagórico. El grupo de las beatas de Tapirúa se habían reunido junto a la Fuente de Bata y exhortadas por la más fanática de todas ellas -una pelleja de ojos estrábicos y nariz ganchuda- estaban ya dispuestas a ir en busca del cura. Como si se tratara de poner un taparrabos a la estatua de un caballo (como sucede en la novela titulada "El caballo desnudo" de José Luis Sampedro) habían decidido pasar toda la noche rezando avemarías y padrenuestros sin parar ni un sólo segundo por ver si de esa manera evitaban la llegada de los mengues. Así que, todas ellas vestidas de negro riguroso desde la cabeza a los pies, se dirigieron rápidamente hacia la vivienda del cura quien, al escuchar los cada vez más fuertes y atronadores golpes de aldaba que daban a la puerta, contenía hasta la respiración allí, acurrucado como estaba debajo del fregadero en medio de la oscuridad, hasta que las beatas decidieron, en vista del fracaso por no encontrarle en su vivienda, irse cada una a su casa y ver la manera de que, si los mengues no aparecían, todas juntas escribirían una carta como queja de la cobardía del cura que pensaban enviar al señor obispo de la capital para que le trasladasen, definitivamente, a otro destino lejos de Tapirúa. Eso les había prometido la pelleja de los ojos estrábicos y la nariz ganchuda. Llegadas las primeras sensaciones de oscuridad, cuando ya definitivamente la niebla había desaparecido y el sofocante calor comenzaba a amainar, Jerik decidió dar unas cuantas vueltas por las calles del pueblo. Quería ver, con sus propios ojos, el ambiente que los recordados mengues habían producido en Tapirúa. Era una inmejorable ocasión para llenar "Vigía" con algunas que otras anécdotas curiosas pero, cosas del destino, a la primera persona que encontró fue a la sordomuda Berenice. Por un momento se cruzaron por la Calle Mayor y se miraron en la fracción de un segundo. Bastó aquella fracción de segundo para que a Jerik se le ocurriera que, al regresar a la choza, escribiría un poema en honor de ella. Después de cansarse de no encontrar nada interesante para anotar en su diario, regresó a la choza y cumplió con lo que se había comprometido para sí mismo y solo para sí mismo. Tumbado de nuevo en su camastro, abrió el cuaderno y escribió: "Y entonces yo me habré ido… y mis versos se habrán quedado y los rumores del río serán ecos de verbo callado. Las nubes de invierno frío habrán dejado grabado su recuerdo en mi destino envuelto en aire pardo. Y las horas de albedrío que junto a ti he gozado serán silencio de niño… serán misterio sellado. Y tú, estatua de armiño, que estás callada a mi lado… cuando yo me haya ido serás sólo mi pasado". Jerik no pudo evitar el llanto y comenzó a llorar hasta que el roce en sus piernas del cuerpo de "Mizifuz", aquel querido gato negro que era solamente su compañía en las duras noches de la soledad, le hizo olvidarse de todo. Se limpió las lágrimas con su antebrazo derecho y, sacando una lata de atún de la alacena, compartió su contenido con el fiel animal. Una vez que el farolero (debidamente equipado con chuzo, pito, linterna, escalera, alcuza y paños) había terminado de encender todas las farolas del pueblo de Tapirúa, puesto que en aquel día tan tenebroso había conseguido el permiso del alcalde para hacerlo cuando ya el sol empezaba a ocultarse, el espeluznante aullido de un lobo, proveniente del cercano monte, congeló la sangre de los poquísimos pueblerinos que se encontraban todavía en las calles. El farolero de Tapirúa (que era de temperamento taciturno, callado, silencioso, apesadumbado, melancólico, triste y mohíno y que le molestaba hablar con cualquier otro ser humano) se sobrecogió maldiciendo a Satanás y se apresuró a cumplir con las labores de barrendero (puesto que los dos oficios ejercía por lo del pluriempleo con tal de dar de comer y sacar adelante a toda su parentela compuesta de mujer y siete hijas puesto que a pesar de haber buscado un hijo nunca jamás lo pudo lograr) antes de que la noche le pillara en las calles del pueblo y terminase por ser la primera víctima de los mengues. Tan aprehensivo era el hombre que no quería pasar a la historia como el primer sacrificado vivo de todos los habitantes de Tapirúa. No suspiraba, precisamente, por entrar de esa manera al famoso Libro Guinnes de los Récords. Ni deseaba ser el primero, ni el segundo, ni el tercero ni, si era posible un milagro, ser ninguna víctima de los inevitables mengues que a buen seguro ya se debían estar reuniendo en el bosque. La carne llama a la carne, estaba pensando Jerik mientras "Mizifuz" se relamía pasando la lengua por sus bigotes. A Jerik le sobraba incluso tiempo para gastarle bromas a su fiel gato y, cogiendo la lata de atún, ya vacía, la ató en el rabo del gato que estaba distraído, mitad somnoliento y mitad adormilado, a los pies del adolescente chaval. De pronto Jerik lanzó un terrible chillido agudo y "Mizifuz", como si hubiese estallado un petardo junto a sus narices, se levantó espantado y, huyendo por las calles levantando un estrepitoso ruido con la vacía lata de atún atada a su rabo, logró subirse al tejado de la vivienda de la familia de Berenice quien, presintiendo que el gato andaba por allí, se asomó a una ventana y lanzó la tapadera de la cacelora, donde su madre estaba cociendo coles de bruselas, contra aquel negro gato. El gato siguió huyendo por entre las tejas de las viviendas cercanas, la tapadera produjo un sonido estrambótico que se oyó a muchos metros a la redonda, y el chirriar de la vacía lata de atún siguió de tejado en tejado como señal de aviso para que todos los habitantes de Tapirúa buscasen, los más pronto posible, un seguro y asegurado escondite. Algunos de los pueblerinos ya estaba pensando en que había sido una verdadera estupidez haber estado pagando, durante tantos años, un seguro de vida para, al final, morir de aquella manera tan indigna, tan deplorable, tan ignominiosa, tan vil, tan abyecta, tan deshonrosa, tan desmerecida, tan humillante, tan ruín, tan ultrajante, tan infame y tantos etcéteras más que sólo el Diablo podría dar cuenta de a cuánto llegaba el número de ellos. A algunos, ya escondidos en sus viviendas, les daba el ataque de risas entrecortadas pensando que el corcovado alcalde siempre solía terminar sus larguísimos y plúmbeos discursos (tal como si fuera un Miguel Ángel pero de las Letras) con el sempiterno soniquete del etcétera, etcétera y etcétera que, en diciendo estas tres palabras, aquella especie de Miguel Ángel con joroba se quedaba tan satisfecho que se besaba a sí mismo mirándose en el espejo de su hogar una vez regresado de dar tales tostones en días de tertulias generales que se llevaban a cabo en el Casino; donde el alcalde (aquella especie de Miguel Ángel guiado por las musas de los parlanchines) siempre tenía la primera palabra y la última frase por no decir todas ellas de lo ególatra que era. En el Casino, cuyo bar estaba regentado por un argentino venido desde Tucumán a Tapirúa hacía ya unos diez años más o menos, todavía se encontraban tertuliando tres señoritos "calaveras" junto con una mujer de muy poca edad, y menos cerebro, quien les entretenía cantando la canción de la cucaracha; la que ya no podía caminar porque le faltaba una patita, la que se quejaba de corazón por no usar ropa planchada y por la escasez del carbón; la cucaracha que, al final, se murió y la llevaron a enterrar cuatro zopilotes y un ratón de sacristán. Cuando llegó a sus oídos lo de los zopilotes y un ratón de sacristán, los del Casino rieron de una manera infantiloide, sin saber, dicho se de paso, que no tenían ni idea de que los zopilotes son buitres negros llamados zopilotes para dar menos miedo a los niños que escuchaban cuentos por las noches antes de quedarse dormidos. Las risas iban en aumento cuando, de manera totalmente inesperada, un segundo aullido del lobo, más aterrador que el primero, les hizo recordar que ya comenzaba a llegar la noche y, atropelladamente y como poseídos de una extraña locura, se empujaban los unos a los otros, sin tener en cuenta las sillas y mesas que iban derribando con gran estrépito, hasta que todos, incluida la mujer todavía joven pero tan falta de inteligencia, el argentino venido desde Tucumán y el conserje del Casino, salieron de estampida dejando la puerta del local completamente abierta a gusto de cualquier "robaperas" que quisiera aprovechar la ocasión para, de manera totalmente sosegada y tranquila, acercarse a la caja y llevarse todo el dinero acumulado en ella durante el mes. Pero no era el momento más adecuado para llevar a cabo el robo pues antes estaba, por supuesto, mucho más adecuado el momento de ponerse a salvo de la diabólica amenaza de los mengues. Una tétrica y patética figura embozada y con enorme capa negra que le colgaba hasta casi llegar al suelo, apareció por las ya abandonadas calles de Tapirúa. Era enormemente delgada, con las piernas más flacas que las patas de una silla, y lanzaba bufidos a diestro y siniestro mientras el alcalde, más acobardado que nunca, se bebía unas cuantas cervezas a la vez que removía, con el badil, los rescoldos de la chimenea. Y era que el inmenso calor ya había desaparecido y comenzaba, de repente, a hacer un frío tan gélido que era necesario acercarse lo más posible a las chimeneas para no quedarse pasmado del todo. La tétrica y patética figura embozada, vestida con aquella enorme capa negra que le daba aspecto de empleado de alguna funeraria, comenzó a golpear todas las puertas que encontraba a su paso con las aldabas. El miedo de los habitantes del pueblo era ya superlativo. Todos esperaban que, de repente, las garfias de algún diablo repugnante, les agarrasen por sus cuellos hasta dejarles totalmente moribundos. Algunos se acordaban de Dios y no hacían más que maldecir por no haber pensado antes en Él. El siniestro personaje de la capa negra tenía grabado, en su frente, la caldera de Pedro Botero y, debajo de ella, una frase que decía "La carne llama a la carne". Pero por más que llamaba a todas las puertas ninguna de ellas se abrió. Todo el pueblo permanecía con las viviendas cerradas a cal y canto y el viento comenzaba a silbar con un estrépito cada vez mayor; hasta convertirse en un ruido ensordecedor que a todos atormentaba el ya aflojado ánimo que les quedaba. El panadero de la tahona comenzó a llorar arrepentido por haber sido siempre tan ladrón contra las personas más humildes y más necesitadas del pueblo y tuvo que ser su propia esposa la que le limpió, con su pañuelo de fino lino, las lágrimas mientras hacía lo mismo con los mocos que le comenzaban a salir de las narices a su avariento esposo. Éste se dio cuenta de que no tenía ninguna clase de amigos o amigas salvo su paciente esposa que le había tenido que soportar, durante tantos años, su forma huraña de tratarla mientras, continuamente, se tiraba pedos mientras dormían juntos en la cama matrimonial. ¿Qué otra mujer hubiera soportado todo eso salvo aquella que le estaba, ahora, limpiando las lágrimas de sus ojos y los mocos de su nariz? De repente recordó uno de los más famosos dichos del maestro de la escuela: "El avaro es como el cerdo, está bueno muerto". Y volvió a llorar, ahora más ruidosamente, intentando recordar quien pudo haber sido el que dijo aquella especie de proverbio que parecía dirigida expresamente para él. Fue su abnegada y paciente esposa la que le tuvo que explicar que era un anónimo y ante la sorpresa de él, que desconocía lo que significaba anónimo, se enteró -explicado de nuevo por su abnegada y paciente esposa- que lo que quería decir es que no se conocía quién había sido su autor y que era sinónimo de desconocido, ignorado, incógnito, misterioso, enigmático y secreto. Maravillose el panadero de la tahona por tan grandes conocimientos "intelectuales" de su esposa (de lo cual no se había dado nunca cuenta pues siempre estaba solamente atento a las harinas de los costales), se fue directo a orinar al water y, al volver, se sintió bastante más aliviado, respirando profundamente mientras lanzaba suspiros lastimeros. Llegó por fin la noche. La luna llena apareció en el cielo de color turquesa mientra el ulular de los búhos helaba la sangre de todos los habitantes de Tapirúa. Vagando sin rumbo alguno, Jerik se había introducido en el bosque y, caminando por los senderos completamente a solas con su decepción, se dirigía a algún lugar sin nombre; a algún lugar donde no existiera ningún ser conocido; a algún lugar donde poder dejar de ser lo que era para poder ser lo que deseaba ser. No odiaba a las gentes pero había decidido olvidarse de las gentes. Y su convicción era pasmosamente decidida. Así que, caminando en medio de toda aquella escena infernal, comenzó a pensar sobre sus adentros: "Doce años de soledad -y es que acababa de cumplir los diecisiete- es el grito cuando cae a tierra la cometa. Doce años de soledad sabiendo que lo especial de las palabras es poder remontar el vuelo y convertirse, dentro de la humanidad, en una imagen que se desplaza sin poder extinguirse jamás. La sombra del mundo nos llena de palabras con tanto alcance que somos una soledad infinita. Nunca podemos ser elegidos por las estrellas si no conocemos ni vivimos los doce años de soledad en la academia de los sueños.Tal vez las palabras sólo sean inventos, en medio de la inmensa Babel de la vida actual, en donde entramos con la sensación de que estamos buscando la salida, maltratados por quienes engruesan sus ganancias con las palabras ajenas. Pero nos queda el silencio y el grito. Una vez dentro de los doce años de soledad sólo nos quedan el silencio de la credibilidad y el grito del amor. Quizás sea así, de esta manera, cómo se escribe con la sensación de que los significados nos preparan para ser oficiantes de la comunicación que se nos desborda disparada hacia el destino de nuestro lenguaje global. Doce años de soledad para prepararse a vivir con un idioma sin fronteras; esos gestos que, al convertirse en silencios, vamos gritando por todas nuestras nacionalidades literarias. Algunos han dicho, mentirosos ellos, que los bohemios no servimos para ser intérpretes de las palabras porque estamos demasiado distorsionados por las luces de nuestras estrellas. En cambio, la realidad tangible de nuestros signos salen al encuentro de poéticas ensoñaciones. A veces, escindidos del artificio de las simulaciones, somos un misterio que deja escrito, sobre la memoria del conocimiento, todo un diccionario de vocablos que saben a rincón de emociones. En el interior de la inteligencia humana, algunos escribimos sólo como contribución a la necesidad de consumir palabras para simplificarnos en la enésima potencia gramatical que nos permite estar vivos en nuestros doce años de soledad cargados a nuestras espaldas como renunciación a los que todavía no nos llegan a comprender. No los necesitamos en realidad. Si nos enriquecemos es porque nos infiltramos en las batallas dialécticas de este vivir, día tras día, transidos del gerundio machadiano. Caminando. Es la mejor manera de crear un lenguaje vivo sin más ortografía que el hecho de llenar los espacios blancos de nuestra existencia con palabras arrojadas al viento; algo así como palomas de náufragos que llevan nuestros mensajes más allá de las fronteras. Tapiúra puede ser también Macondo y si nos ocultan el sol que no nos roben las estrellas. Los viajeros de otras épocas más caballerescas, posiblemente habrían elegido esta noche de luna llena, la de la madrugada del día 25 de agosto, para llevar a cabo alguna de sus más grandes y celebradas hazañas épicas enfrentándose a monstruos aterradores, a seres salidos del Averno, a dragones flamígeros echando lumbre por sus lenguas, fosas nasales y ojos de colores sangrientos. Y entrarían a formar parte de las leyendas populares que los maestros de escuela, como aquel de Tapiúra, explicarían de sumo agrado, y con gran placer en sus palabras pulcras y llenas de cultura, a los sorprendidos alumnos y alumnas que se quedarían perplejos y con la boca abierta al saber tales historias salidas de la magia de la raza humana. ¿Era por eso por lo que Jerik se adentraba cada vez más en el bosque del mundo de los mengues? ¿Estaba Jerik llamado a convertirse en un caballero andante desfacedor de entuertos y futuro príncipe azul de alguna bella valkiria? ¿Se encontraba ya iniciando el camino de su verdadera realización personal? El ulular de los búhos, símbolos de la sabiduría, seguía resonando en medio del sosegado bosque. Cuando Jerik ya había caminado durante una hora y sin rumbo fijo, el bosque le había apresado, implacable y definitivamente. Pero, a pesar de ello, se sentía tranquilo, con la única esperanza de pasar a formar parte de la Naturaleza; quizás transformado en sauce, o en cueva, o en manantial; o tal vez en algún animal como aquellos búhos que ululaban a su alrededor. ¿Por qué no terminar siendo solamente una piedra? Podría ser que al convertirse en una piedra pasaría a estar acompañado por el viento acaraciándole el rostro sin ninguna clase de prejuicio. Fuese lo que fuese, Jerik quería dejar de ser Jerik. Ya no tenía sentido, para él, seguir viviendo como un ser marginado, en una choza de las afueras de Tapirúa, y pidió a Dios que le sucediese algo sobrenatural para poder convertirse en héroe y volver al pueblo con la cabeza de algún monstruo para poder ser famoso ante aquella chica sordomuda que se llamaba Berenice. En aquel mismo instante, un enorme vampiro voló por encima de su cabeza. Jerik no perdió la tranquilidad. Arrancó, con mucho cuidado para no pincharse, una rama puntiaguda de uno de los agracejos que se extendían por su alrededor y comenzó una dura batalla contra el animal que lanzaba una especie de ronquidos aterradores. De repente, una luz completamente blanca iluminó el rostro de Jerik. ¿Qué era aquella especie de transformación? Una vez hincada la punta de la rama de agracejo en el centro del corazón del vampiro, éste cayó desplomado a sus pies. Jerik siguió su camino y, muy cerca de allí, descubrió la pequeña laguna de donde salía aquella extraña luz blanquísima. Se miró en el espejo de las aguas. Debía ser algo milagroso. ¡Jerik no era como era Jerik sino como Jerik deseaba ser! ¿Milagro o premio a su fe sin límites? No había límites para las sorpresas. Volvió a mirarse en el espejo de las aguas y, efectivamente, veía rostro igual que siempre había soñado que era desde hacía doce años; aquellos largos doce años que estaba viviendo en Tapirúa. Imaginación. Aquello sólo era un producto de su incontrolable imaginación. Pero después se quedó pensando. ¿Acaso no era tan lícito y válido como cualquier otra forma de vivir eso de hacerlo dentro de su imaginación? Si el mundo era ajeno con él, él podría ser ajeno con el mundo. Sintió deseos de gritar pero quien gritó fue un zopilote. Por un momento, durante tan sólo cinco segunda nada más, Jerik guardó silencio; pero lo rompió gritando más poderosamente que nunca. El zopilote abrió sus alas y, asustado, voló hacia los confines del bosque que parecía, en aquel momento de tensión, como si se hubiese petrificado y suspendido en un tiempo inexistente. Jerik se dio cuenta de que era verdad, de que tenía poderes para dominar al tiempo y que, allí en medio de la noche, lo único qiue parecía tener vida propia era la luna llena y sus acompañantes estrellas que lanzaban sus luces hacia el rostro del todavía adolescente a pesar de sus diecisiete años de edad. ¿Era aquello una forma de existencia? Meditó:"La verdadera existencia es, simplemente, estar donde queremos estar, estar donde podemos estar y estar donde sabemos estar; porque la verdadera existencia es querer, poder y saber, para que estemos donde es imprescindible que estemos". Jerik recobró el aliento, dio unos cuantos pasos hacia delante por un pequeño y abrupto sendero abierto entre la maleza y, de repente, se fijó en un punto blanco, de una blancura reflectante que él no había conocido nunca. Brillaba delante de él. A unos cien metros de distancia. Y fue entonces cuando escuchó una voz humana, de hombre adulto, pidiéndole que siguiera hacia aquel punto fosforescente. Pensó si era o no era oportuno hacerlo, pero sobre las oportunidades él tenía, anotada en su diario "Vigilia", una frase que recordó de manera repentina: "El hombre acaba siempre por ser lo que desea cuando se le presenta la ocasión de soñarlo". ¿Por qué no? Si aquello era un sueño merecía la pena poder vivirlo. Así que. sin dudarlo ni tan sólo un segundo más, se dirigió con paso firme y decidido hacia aquella especie de foco que reflejaba aquella luz. ¡Era un caballo blanco como el Pegaso de la Mitología Griega y tenía alas! Cuando mayor era su asombro, descubrió a un caballero, de armadura completamente azul y con los ojos azules, que le observaba detenidamente. Jerik reconoció rápidamente que era el caballero que le había llevado hasta Tapirúa cuando él sólo tenía cinco años de edad. Gracias a él estaba alimentado, atendido, y cubiertas todas sus necesidades materiales. Gracias a él sobrevivía. Faltaban aún dos metros para llegar a estar junto a aquel caballero. Parecía una muy corta distancia, pero el Caballero Azul le hizo un gesto negativo con la cabeza para que se quedara quieto. Era muy poca cosa andar solamente dos metros para tocarle pero el Caballero Azul siguió negando con la cabeza advirtiéndole que se quedara allí donde estaba y sin moverse ni un centímetro más. ¿Qué era aquello? ¿Aquel Caballero Azul que le mantenía vivo estaba muerto? Un leve movimiento de la cabeza del caballero, como si estuviera leyendo su mente, volvió a negarlo. ¡Estaba vivo! ¡Aquel Caballero Azul que le mantenía vivo a él también estaba vivo! El Caballero Azul no estaba muerto y, con un gesto muy expresivo, ordenó a Jerik que montara en aquel caballo blanco. Jenik montó sobre el caballo y escuchó de nuevo la voz del caballero pidiéndole que le pusiera nombre a su cabalgadura. Jerik comenzó a pensar en "Pegaso" pero aquello no era mitología griega y le dijo al Caballero Azul que le llamaría "Pigesu". El Caballero Azul le respondío con una sonrisa. De acuerdo. El caballero estaba de acuerdo con el nombre de "Pigesu" y, de repente, se perdió entre la oscuridad del bosque. Montado ya sobre "Pigesu", Jerik había empezado a experimentar un abandono total de todos sus sentidos. Regresaba, con su memoria, a vivir de nuevo los tiempos anteriores a su llegada a Tapirúa. Volvía a recordar lo vivido durante sus primeros cinco años de edad. Tiempos de niño arrullado entre los brazos amorosos de alguna figura maternal que él no acertaba a saber quién era en realidad. Le sorprendió que "Pigesu" también sabía leer sus pensamientos y que cuando se atrevió a preguntarle al caballo si él conocía quién era su madre "Pigesu" desplegó sus alas y, en aquel mismo instante, comenzó a galopar por encima del bosque. ¿Había comprendido su pregunta? Al parecer, el caballo blanco era mucho más inteligente que cualquiera de los habitantes de Tapirúa y no dejaba de galopar por encima de los árboles del bosque. Aquella vertiginosa carrera acabó cuando "Pigesu", de repente, bajó al suelo. Jerik desmontó y se encontró ante la boca de una cueva rocosa escondida en lo más profundo de toda aquella naturaleza arbórea. "Pigesu" se marchó volando hacia el horizonte. ¿Qué hacer? ¿Era necesario entrar en la cueva? ¿Tenía que tomar otra decisión trascendente en su vida? Pensó que todo aquello sí era, en verdad, trascendente. Lo más trascendente que se le ocurrió hacer era intentar conocer, por fin, quién era su madre; así que decidió entrar en la cueva. Lo primero que le llamó la atención es que, nada más entrar, halló una frase esculpida en la pared rocosa de la derecha. La leyó con el corazón encogido por culpa de la emoción: "Si entras deja que tu corazón te guíe". Razonó que debía haberla grabado aquel enigmático caballero porque, debajo de la frase, se encontraba una clara C.A. que significaba, sin duda alguna, Caballero Azul. ¡Y se adentró en la cueva decidido a encontrar la respuesta a su sueño! Lo que le llamó poderosamente la atención es que las paredes de la cueva estaba llena de antorchas encendidas y que la cueva era muy profunda. Así que siguiendo la dirección de las antorchas llegó hasta el final de ésta donde descubrió una tumba. Sobre la tumba, en la pared, alguien había grabado el símbolo de una águila real. Llegó hasta la tumba. Encontró una frase lapidaria y la leyó: "Soy la Reina de tu Sueño". ¡Eso era! ¡Había descubierto que él era hijo de una Reina y que su madre se encontraba enterrada allí! Asi que si todo aquello era verdad dedujo, con su increíble agilidad mental, que él era todo un Príncipe en la realidad y que, por supuesto, su padre era el Caballero Azul. Se sintió, por primera vez en su vida, verdaderamente importante. Por fin tenía importancia su existencia. Ahora tendría que decidir si definitivamente regresaba a Tapirúa para siempre, para entrar de lleno en su historia, o era mejor irse a cualquier otro lugar lejano. Ignoraba cuál iba a ser la decisión que le deparaba su propio destino. No se encontraba ya el Caballero Azul para poder preguntarle así que sería él mismo el que tuviese que resolver aquella decisión. Al mirar a su alrededor, Jerik descubrió un reloj de arena que se encontraba, sobre la lápìda de la tumba y colocado sobre un libro. Cogió el libro, con sumo cuidado para no hacer que el reloj de arena rompiera su cadencia, y lo abrió. Estaba escrito a doble columna. La columna de la izquierda estaba en arameo y la columna derecha era la traducción al español. Lo que era realmente sorprendente es que sólo tenía escrita la primera de sus hojas y que las otras noventa y nueve restantes estaban completamente en blanco. Leyó la columna derecha que estaba escrita en español: "Entre materia y espíritu derramado la existencia es un sueño de soplo divino; no accidente, no inesperada la vida entera de las lunas y las sombras: naturaleza de la vida desenterrada. ¿Qué es el viento del vivir enamorado sino un soplo de Dios en nuestras almas?. Y las incansables horas del momento como rosas encendidas y alumbradas en el fuego de la brisa pacifista alimenta el tamiz de las miradas. Trémulas las flores del edénico paisaje de la alfombra irradiada bajo el sol y sobre el cimiento de la atmósfera suave y recargada de besos en la boca enamorada. Sin vergüenza canta el gallo, canta el ave y canta la chicharra. Y ante todo canta el hondo sueño de esta existencia en calma. Desde el azul de la infancia al verde de las esperanzas con el amarillo de la ciencia sobre el blanco ya descansa… y el rosado de los albores hacia el rojo se trasvasa. Los colores de la Naturaleza sonríen entre las ramas. No hay soledad en la existencia sino presencia bien acompañada de ángeles divinos que atentos con sus dulces ojos la resguardan. Como si caminara todo el panorama por el extenso sinfín de la pautada sinfonia invisible del verano… así es todo el universo de tu mano en esta existencia remansada. Todos los días amanece el claro discurso de la inmensa Palabra y el continuo movimiento de las olas es fuente limpia que desparrama las gotas del rocío. El viento la torna en ola y la explaya. La piedra de la fuente nacarina es piedra por la vida horadada y el musgo que le sirve de compañía es latido en lo interno de su alma. Se despierta la Nada y se convierte en Ave de vuelo acompañada del arco iris y del vuelo silencioso de la arqueada marisma. La ensenada que hay en la bahía de luces rojas está adornada. Un reposo sosegado y cierto resplandece en la almohada del césped florecido y muelle bajo luna blanca y desgranada. Está toda la atmósfera caliente… ¡caliente y a la vez tan descarnada! Todo el mar se agita y los pájaros en los almendros cantan sobre el enorme espacio de meseta. Las nubes se levantan… Lluvia de canciones con anhelos de incipiente e invariable marcha. El tiempo todo lo ennoblece en este sueño de existencia clara. Las significaciones de todas las cosas están en los cielos pronunciadas y bajan a la tierra convertidas en sílabas y estrofas versificadas. Los árboles, los valles y los montes son volutas de humo incineradas. Las gardenias, en manto recogidas, se refugian debajo de la desnudada naturaleza del círculo interrogante que forman los duendes y las hadas. En magia pura se convierte todo el ancho espectro de la mirada. Una variedad infinita de corolas y de pétalos en la enlazada amanecida y mecida aureola surge diariamente amamantada de filtros solubles y licuosos en verde savia fermentada. Dios bendice todo el panorama donde reclina su presencia alzada. Lo elemental de estas esencias en bondad divina transformada es un infinito pasatiempo a esta madre tierra imantada. Abiertas las líneas del horizonte surgen todas las enarboladas esporas del dulce y tierno almendro que posa sus raíces en las labradas tierras del sufragio universal, y el aroma de las ventanas cubiertas del dulce álabe enamora a las aves más cercanas. Se olvida la tristeza entonces como campanillas de plata en las almohadas siempre anhelantes del futuro de toda la existencia orillada, y llaman las nubes al recreo de las serenas y pausadas calmas de los mundos que allí recogen todos sus bejucos y lianas. ¡Dulce espejo es ahora el sueño perenne y refractado en las aguas del lago pacífico y sereno donde todas las musas se me bañan!". ¡Era verdad! ¡Era cierto! ¡Estaba totalmente transformado! Y, guardando el libro en la mochila donde llevaba su sustento, se arrodilló ante la tumba y la besó con suma ternura. La luna llena iluminaba el bosque. Jerik se quedó mirándola. Volvió a meditar una vez más: "El hilo azul de este mi sueño desvelado me ata a la hermosa morada de esta luna llena que es, hoy, sombra de mi misma sombra. Miro arriba, desde la ventana de mi corpuscular presencia, en este sueño de desvelo sin fin, y todos los colorismos de las líneas lunares me dan impulso ardiente hacia lo nuevo, hacia lo mistérico colgado del brazo de agosto para sentirme dentro de sus deseos: el universal canto de la imagen impresa en mis retinas. En tu blanca vestidura de aromas, luna llena del mes de agosto, estoy contigo en esta mitad de la vida en que todo se ciñe a lo intimista. Pintando veleros en tu pura libertad me veo en tu superficie, luna llena del mes de agosto, absorbido o penetrado por tus movibles ondas. Son las cosas rumorosas de este cielo desnudo de alba. Y mi tranquila mirada quiere volar pero sólo brilla el espejo de tu luz, blanca y tibia, de tanta vida mirándote." Algo se movió entre la espesura y el lastimero chillido de un conejo le puso nuevamente en guardia. Se acercó a la maleza, apartó unas espesas matas y allí estaba el pequeñito conejo empezando a ser devorado por el astuto zorro. Era cuestión de segundos. Era cuestión de actuar sin reserva alguna. Así que con su valentía, ahora redoblada, lanzó un aullido tan espeluznante que el zorro, asustado ante aquella aparición humana que aullaba más fuerte que una manada de diez perros bracos juntos, abandonó su presa y salió, espantado y con el rabo entre las patas, perdiéndose en medio de la noche. Jerik sacó su cantimplora e hizo que aquel pequeñito conejo bebiese un poco antes de morir. Porque, a pesar de todos sus esfuerzos por reanimarle, el conejito murió en sus manos. Jerik derramó una pequeñas lágrimas que fueron a caer sobre una planta de de nemorosas que comenzaron a palpitar sonoramente, como si estuvieran cantando una canción milagrosa, y dio sepultura al animalito como si de un verdadero ser cristiano se tratara. El primer minuto de una existencia es aquel en que nos volvemos realmente seres humanos. Eso estaba pensando Jerik en medio de su brillante soledad. En un principio no parece nada importante; solamente una célula nada más pero ¿cuánta vida existe contenida dentro de una célula? El maestro de escuela del pueblo de Tapiúra, compañero de la desaparecida desgracia, se lo había estado explicando en una de aquellas ocasiones en que visitaba su choza para hacerle comprender cosas importantes que no se atrevía a explicar a sus alumnos del pueblo por temor a las controversias que tanto excitaban a aquellos hombres que buscaban siempre alguna excusa para cometer atropellos contra la vida humana y su dignidad: "Todos los seres vivos conocidos, los animales, las plantas, los seres más pequeñitos que puedes ver, incluso los que no puedes ver, tenemos algo en común: estamos formados por células. Algunos seres vivos están formados por una única célula, son unicelulares. Los seres vivos formados por muchas células son pluricelulares. La célula es la parte más pequeña de los seres vivos pluricelulares que tiene vida propia. A pesar de su tamaño microscópico, las células realizan las tres funciones vitales: nutrición, relación y reproducción; así que nunca jamás te dejes engañar, Jerik, nunca jamás te dejes engañar por aquellos que eliminan brutalmente la vida de los seres humanos más indefensos e inofensivos que existen". Y entonces fue cuando el maestro le narró lo que, en verdad, eran los abortos premeditados y cometidos sin excusa racional alguna. El primer minuto de una existencia es aquel en que nos volvemos realmente seres humanos. Eso volvió a pensar Jerik en medio de su brillante soledad. Poco tiempo después, cuando la luna llena resplandecía con mayor intensidad, fue cuando se encontró cara a cara con la muerte. En el lago llamado "Trono", porque todos decían que allí reinaba Lika, encontró al ahogado. Flotaba como un muñeco de papel. Una mueca de horror era su rostro. Jenik vio a Lika surgiendo de las aguas sangrientas; con su guirnalda de cincuenta cabezas humanas, una faja hecha de manos de hombres, sus afilados dientes blancos y sus tres ojos sanguinolentos mirándole de frente. Pero Jenik no tenía miedo a Lika ni a nigún otro ser de los inframundos. Y menos todavía desde que se había transformado en lo que siempre deseó ser. Así que tomó una enorme piedra y, metiéndose en las aguas sangrientas, aplastó con ellas el cerebro de la diosa Lika que chilló como una cerda a la que estuviesen degollando viva. La diosa se hundió en el fondo de las aguas y un olor pestilente se adueñó del ámbito que rodeaba al lago "Trono". Era urgente y necesario salir de allí cuanto antes; no por miedo sino por prudencia para no despertar la ira de los demás dioses del infierno. Recordó de nuevo al maestro de la escuela de Tapirúa citándole una frase de Marco Tulio Cicerón: "En verdad, prefiero una silenciosa prudencia a no una tonta locuacidad". Sonrió pensando en el corcovado y adinerado alcalde que no hacía otra cosa más que hablar sin dejar hablar a nadie más que a sí mismo; como si de un Miguel Ángel de las letras fuese. Era mejor irse de allí. Era mejor no regresar. Era mejor no volver a los doce años de marginación. Era mejor buscar otro futuro. Era mejor seguir los consejos del Caballero Azul y no dejar de soñar. Llegó sin aliento a un círculo de sabinas albares, de hasta veinticinco metros de altura y un diámetro de dos metros de anchura y de madera aromática. En el centro del círculo, en medio de todos ellos, estaba bailando un fantasma sobre el suelo arenoso. Jerik se quedó observando atentamente la danza y el fantasma, de repente y sin dejar de bailar con frenesí, comenzó a cantar con una voz ciertamente muy desagradable, estridente y gangosa: "Ya están aquí los fantasmas, siempre los mismos fantasmas, con sus montajes fantasmas, ¡vaya un tostón!". Al llegar a estas alturas de la canción, el fantasma del ahorcado de Tapirúe descubrió que estaba siendo observado por Jerik y le miró como intentado asustarle de por vida; mas Jerik le aguantó la mirada sin tan siquiera pestañear. El fantasma comenzó a diluirse lentamente... lentamente... muy lentamente... hasta que terminó por desaparecer del todo. ¡Jerik había derrotado, definitivamente, a todos sus miedos! Y cogiendo una rama de arce silvestre que encontró en el suelo, salió hacia el centro del círculo y escribió, con la punta de la rama, sobre la arena: "Te amo, Berenice, te amo". Ya comenzaba a aparecer la primera luz del alba. Ya la luna llena empezaba a deslucirse perdiendo su energía hipnótica. Ya los pájaros comenzaban a despertar. Y, en aquel momento, Jerik comenzó a escuchar el canto acompasado de las oropéndolas del bosque. Adivinó que intentaban atraerle hacia algún destino desconocido y era eso, precisamente un destino desconocido, lo que Jerik estaba buscando vivir; así que, sin dudarlo ni un instante, fue siguiendo el rastro del canto de las oropéndolas hasta que se detuvo el canto, y él mismo, al llegar frente a una cascada. Por encima del ruído de las aguas se escuchaba, con total nitidez y con una voz femenina realmente melodiosa, una canción de amor. Jerik se quedó enmudecido cuando descubrió que era Berenice la que estaba cantando y que, ¡milagroso del todo!, ya no era una chica "de las del montón", sino la joven morena más bella y atractiva que jamás había visto en su vida ni en su propio sueño. Se acercó a ella y ella levantó su mirada. Sin decir nada, y habiendo dejado de cantar Berenice, Jerik le dio la mano para levantarla de la roca en que encontraba sentada como ninfa marinera y, ambos cogidos de las manos, se encaminaron hacia la salida del bosque en busca de la primera ciudad que encontraran y que estuviese habitada, realmente, por hombres y mujeres civilizados. Era la llamada de sus destinos.
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