Voces de Extremadura (Tesis Doctoral): Un poco de Historia Social.
Publicado en Dec 17, 2015
"Extremadura tierra que dura
tierra que dura en su padecer. Extremadura tu quemadura tu quemadura me hace crecer" (José Orero De Julián) Hagamos un poco de Historia Social de Extremadura, transcribiendo el texto que se publicó en "Gazeta de Antropología", en 1998, titulado "La identidad extremeña. Reflexiones desde la antropología social". Transcribo. El texto del presente artículo trata sobre la identidad extremeña desde una perspectiva histórico-antropológica. En la primera parte, se abordan, en apretada síntesis, la valoración multifocal que ha recibido Extremadura en distintos contextos temporales y las imágenes que, desde el interior y el exterior, se han construido/inventado sobre su naturaleza cultural. Se reflexiona, en la segunda parte, sobre la construcción de la identidad étnica extremeña y acerca del proceso de etnogénesis emergente que en la actualidad dinamiza el mosaico social y político-cultural del Estado español. Concluimos con ciertas consideraciones sobre los efectos y desequilibrios que el «hecho diferencial», los procesos de diferenciación sociocultural, están provocando entre las distintas circunscripciones socioterritoriales. Introducción La valoración espacial que se hace de Extremadura en los distintos períodos históricos, por gentes de formación dispar, varía en el tiempo y según la mirada de quienes tratan de definirla. El desconocimiento general de su formación histórico-geográfica y de su estructura socioeconómica, y la mirada superficial acuñan una Extremadura en ocasiones indefinida; se percibe también como espacio de paso, de nadie, de frontera; e incluso su caracterización se concreta a partir de su diversidad intrarregional. El esquema discursivo de las distintas aportaciones discurre desde el no reconocimiento de su existencia, hasta la confirmación de un espacio específico donde se asienta un grupo humano que comparte un cuerpo de tradiciones, pasando por una ramplona y manida caracterización, según las fases, la procedencia de los autores o el origen de los visitantes, o de los que, desde dentro, reflexionan sobre ella. Los viajeros de los siglos XVIII y XIX, por ejemplo, muestran eventualmente una región no tanto castellana como una realidad a caballo entre Andalucía y Portugal. Y han contribuido a construir estereotipos sobre un supuesto carácter específico de sus gentes. La atribución de una idiosincrasia unitaria e inmutable a todos los extremeños, a lo largo de un prolongado período temporal, es algo que viene haciéndose desde lejos. A partir de unos hipotéticos rasgos particulares y de un conjunto de experiencias e impresiones personales, los viajeros pretenden generalizar acerca de una supuesta psicología de los extremeños. Percepción que generalmente obvia, sin embargo, las condiciones reales, materiales, sociales e históricas, de la región. Los primeros turistas muestran a los extremeños, por sus defectos y virtudes, de la siguiente manera: Rasgos positivos: Sencillos, francos, sacrificados, hospitalarios y gentes de honor y probidad. Rasgos negativos: Aislados, taciturnos, indolentes, atrasados, individualistas. Aludiendo a una figurada proverbial desunión, al atávico individualismo y a la imagen tópica de perezosos y atrasados, a finales del siglo XVIII un clérigo de Jaraicejo, Francisco Gregorio de Salas, por su parte, dedicó la siguiente décima, recogida en sus Epigramas, a sus paisanos extremeños haciéndose eco de lo que, al parecer, eran estereotipos acuñados largo tiempo atrás: Espíritu desunido anima a los extremeños; jamás entran en empeños, ni quieren tomar partido. Cada cual en sí metido, y contento en su rincón, aunque es hombre de razón, vivo ingenio y agudeza, vienen a ser por pereza los indios de la nación. Otras imágenes más próximas en el tiempo presentan Extremadura como: El telón de pana / la ruta del corcho. Y a sus gentes como: pueblo de pastores / pueblo campesino o de jarotes, como llamaban, según Antonio Rodríguez Moñino, a los hijos de Extremadura los pastores castellano-leoneses, quizá derivando la palabra de jaro, puerco que tira a cárdeno, por la gran industria que se hace de ellos en la región. Todas las imágenes tienen como denominador común resaltar nuestro estado de no desarrollo: el atraso. Los prejuicios, como se sabe, se transmiten socialmente por la cultura. Y los tópicos funcionan incluso por encima de la realidad, y aunque la realidad se transforme, la estereotipia continua reproduciéndose mecánicamente. La perspectiva espacio-temporal Históricamente Extremadura ha sido definida por su situación extrema, periférica y fronteriza. Un espacio apenas articulado, de acusada despoblación, de repoblación mitad castellana (la zona oriental), mitad leonesa (la occidental), que desde la «reconquista» perteneció a la corona de Castilla. De hecho, durante los siglos XVI y XVII Extremadura se concibe como su prolongación. Ahora bien, Pedro de Medina en su Libro de las grandezas y cosas memorables de España, escrito en 1548, tiene clara conciencia de lo que es, geográficamente, Extremadura. Y Diego Pérez de Mesa en las Adiciones que hace a aquella obra en 1595 distingue con precisos caracteres culturales a los extremeños. En 1616 el doctor Juan Soropán de Rieros en su Medicina española contenida en proverbios vulgares presenta una peculiar definición fisiográfica de Extremadura. En fechas inmediatas anteriores, 1606, el padre Francisco de Coria redacta el texto de la obra Descripción e historia general de la provincia de Extremadura bajo una visión conjunta y una concepción unitaria de la región. La provincia con el nombre de Extremadura surge jurídicamente en torno a 1653 a partir de diferentes partidos y territorios de la provincia de León de la Orden de Santiago, recobrando con los Austria el topónimo y la memoria histórica de las antiguas Extremaduras castellanas, leonesas, etc. Tras la conformación formal de la provincia de Extremadura en 1785, y su reconocimiento de facto con la creación de la Real Audiencia de Extremadura (1790), su existencia legal y unitaria comienza a proyectar la existencia real de un territorio donde se asienta un grupo humano con una particular historia y cultura compartidas. En 1822 se configura la división biprovincial con el régimen liberal, y la demarcación actual se establece después de la remodelación que lleva a cabo Javier de Burgos en 1833. Tal medida política obstaculizó el proceso de cohesión regional y, previsiblemente, retardó el nacimiento de una conciencia extremeña. Desde aproximadamente éstas fechas existe la idea extendida, por otra parte, que distingue entre una Extremadura Alta, que grosso modo vendría a coincidir con la provincia de Cáceres; y una Extremadura Baja, la provincia de Badajoz, según un esquema notoriamente reduccionista que cuenta con defensores incluso en el presente. De manera harto simplista, la primera respondería culturalmente al modelo castellanizante, y la segunda a un patrón andaluzante. Tópico, a mi entender, que sólo sirve para animar las tertulias de casino. Las afinidades de tales o cuales poblaciones con otras tantas de otras configuraciones socioculturales, no pone de manifiesto sino un hecho claramente perceptible en cualquier frontera cultural o política de cualquier lugar del mundo. Los pueblos situados en los bordes de cualquier unidad geopolítica participan de características comunes de ambas entidades y no por ello dejan de ser conscientes que no son una cosa y sí son otra (S. Rodríguez y J. Marcos 1997). Hasta fechas recientes había quienes defendían la tesis, de marcados tintes esencialistas, de que la «auténtica» Extremadura se identifica con los territorios comprendidos en la mesopotamia regional, es decir, el espacio, «no contaminado», encerrado entre las dos grandes arterias fluviales, Tajo y Guadiana, que la atraviesan de este a oeste. Y no han faltado los partidarios del discurso estático que aborda la cultura como algo fósil, sin evolución, y la tradición como algo perenne. Otras teorías han negado incluso su existencia; calificándola como ámbito territorial dependiente y subordinado; y hay quienes la han definido de otras múltiples maneras, aunque generalmente más por lo que no es que por lo que es. Extremadura, empero, desde hace siglos ha sido caracterizada como una entidad no sólo geográfica sino también «cultural», con personalidad propia. Parece, en consecuencia, que existen grados de percepción en función de las perspectivas que se adopten. La imagen de la identidad, por lo tanto, se construye socialmente combinando las visiones endógenas y exógenas. Lo cierto es que buena parte de los problemas y el estado secular de postergación histórica de la región derivan, por una parte, de su tradicional e impuesta vocación mesteña. El mismo topónimo de Extremadura está relacionado con lo que durante siglos han sido los modos de vida más extendidos en la región: el pastoreo y la trashumancia; y con el hecho de ser una tierra de frontera, donde los ganados castellanos y leoneses venían en invierno a aprovechar los pastos de las dehesas; y con la idea, también, de que aquí parían las merinas y retornaban a Castilla cuando los pastores, a finales de primavera, extremaban, es decir separaban los corderos de las madres. Y por otra, del hecho de ser durante siglos el teatro bélico donde se dirimían las contiendas europeas de la monarquía española. En Causas del estado de Estremadura y mejoras que deben introducirse (1862), a mediados del XIX Julián Antero de Zugasti radiografía el estado de la región y aporta una visión pesimista del carácter de los extremeños, la que infiere tras el análisis de las condiciones materiales de su existencia. La falta de una revolución burguesa y la existencia de una oligarquía a la antigua usanza, en el tránsito del Antiguo al Moderno Régimen, facilitaron la concentración de la propiedad y el surgimiento del caciquismo, especie de supervivencia señorial en los medios rurales, cuyo retrato social recrea Felipe Trigo en su obra Jarrapellejos (1914). La existencia en su interior, por otro lado, de una comarca en otro tiempo categorizada como «maldita», las Hurdes, imaginada socialmente como un territorio fabuloso, singularizado por su primitivismo cultural y por sus anacronismos vivientes, contribuye a forjar una imagen sesgada y distorsionada de la región. El mimetismo político regionalista de finales del XIX y principios del XX se produce en Extremadura a partir de la asunción y la toma de conciencia del estado de postergación a que secularmente estuvo sometida la región. El empuje regionalista marca una etapa de introspección en la que se darán intentos, rotulados por el ensayismo idealista, de estudiar el ser cultural regional. Se pretende descubrir los rasgos supuestamente permanentes, inmutables, del genio o el espíritu, e incluso cuál cosa fuere el alma y la raza extremeña. Durante el movimiento regionalista, en Extremadura no se da una utilización política del folklore, como sí ocurrió, en cambio, en Cataluña y en otras latitudes. Y fue así porque la menguada burguesía ilustrada extremeña optó por un regionalismo en el marco nacional español, no tanto de confrontación o de reivindicación étnica o política, cuanto de reivindicación en la línea de reconocimiento de una personalidad que históricamente había contribuido de manera relevante al todo nacional (J. López Prudencio, M. R. Martínez, Reyes Huertas...). La introspección regionalista fue más un movimiento literario o cultural, que un movimiento de recuperación de la identidad colectiva (J. Marcos 1995). Ulteriormente el grupo de intelectuales que funda el Centro de Estudios Extremeños retomará el sesgo regionalista. Los años del desarrollismo son dramáticos para Extremadura. Medio millón de extremeños, la «tercera provincia», se ven obligados a emigrar dentro y fuera del solar hispano. En la actualidad alrededor de un millón se encuentran en la diáspora. Hasta fechas recientes, la tradicional bipolarización de la sociedad extremeña, la dicotómica estructura social, el subdesarrollo, y un cierto colonialismo interior, inclina a algunos autores a pensar en ella, durante el período franquista, como algo próximo a una entelequia. La creación de la Universidad (1973), la instauración de la democracia, el Estatuto de Autonomía, el autogobierno regional están potenciando, en un proceso de etnogénesis aun en plena ebullición, la idea de autoestima y de conciencia de identidad de los extremeños. Las instituciones autonómicas y la creación ex novo de símbolos y de marcadores identitarios, como estrategia funcional de adaptación a la nueva realidad del estado español, favorecen un sentimiento de autoafirmación política, que si todavía presenta débiles perfiles, día a día se va interiorizando. Los fenómenos identitarios, resultado por otra parte de procesos históricos , remiten a la situacionalidad social, ideológica y simbólica de cada momento. «La etnicidad -observa I. Moreno 1991- se da al margen de la autoconciencia que de la misma tengan los miembros de la etnia, toda vez que hay marcadores étnicos como el territorio, la lengua, las instituciones políticas, las formas de sociabilidad, las expresiones culturales, etc., que tienen existencia real y constatable». Es decir, la identidad cultural-regional puede darse independiente de la conciencia de su existencia por parte de quienes la viven. Ahora bien, la autoestima regional, y el reconocimiento formal de la identidad étnica, en el caso extremeño, es un fenómeno muy reciente, y la conciencia de sí mismo es un sentimiento todavía difuso. Será necesario realizar estudios empírico-proxemiológicos sobre los significados culturales del espacio-territorio y acerca del sistema sociocultural en su articulación dialéctica con los subsistemas tecno-ecológico-económico, político-social, ideosimbólico y psicosocial, antes de aventurar cualquier teoría definitiva sobre el particular. Quiero recordar, sin embargo, que el fenómeno de la identidad no debe ser visto exclusivamente desde la óptica de los de dentro, de los actores de la cultura de que se trata (autoimagen), sino también desde la imagen que perciben los otros, los fuereños. La identidad extremeña Alude a un sistema cultural de referencia y a un sentimiento de pertenencia. No existe grupo sin cultura. Y la cultura, como expresión de la identidad étnica, se transmite, aprende y reproduce mediante los procesos de enculturación-socialización y educación. Una etnia es un grupo de personas que comparte un sustrato cultural común y que es caracterizado por los demás de forma diferenciada. Y aunque el grupo étnico es identificable por su lengua, tradiciones y costumbres localizadas en el tiempo y en el espacio, la diferenciación étnica puede ser, asimismo, política, económica, religiosa o «racial». El cualquier caso, el grupo étnico se distingue por sus similitudes culturales (entre sus miembros) y por sus diferencias, que a veces se acentúan o manipulan con respecto a otros grupos. ( J. J. Pujadas 1993). La identidad étnica supone un ethos, modo de ser particular, es una forma específica de identidad colectiva, que se manipula y define en cada contexto. La identidad no es un concepto estático, algo que nos es dado, se hereda y hay que conservar; la identidad se crea, mediante procesos de adaptación en el espacio y en el tiempo; y resulta asimismo de la concatenación entre el medio físico (base ecológica) la continuidad histórica (base temporal) y la continuidad social (base cultural) (C. Lisón 1997). La identidad refiere un proceso dinámico, que evoluciona históricamente, y que posee unos referentes empíricos y otros abstractos o ideológicos susceptibles de control. La identidad es una construcción cultural que se fundamenta en la diferencia, lo que no significa monopolio o exclusividad. La imagen de la identidad extremeña se conforma, como cualquiera otra, desde la percepción interior y desde la visión exterior. Por una parte está el cómo nos vemos (adscripción voluntaria), y por otra, el cómo nos ven (identificación). Pero algo más, la identidad es a la vez un hecho objetivo (el determinante geográfico-espacial, los datos históricos, la lengua, las instituciones, las específicas condiciones socioeconómicas, el proyecto político-social...) y una construcción de naturaleza subjetiva (la dimensión metafísica de los sentimientos y los afectos, la propia experiencia-vivencia, la voluntad de sentirse diferentes, el deseo de libre adscripción, la conciencia de pertenencia, la tradición, el capital cultural y la específica topografía mental que representan valores, símbolos, rituales, tótems, ideologías, etc.). De manera que el primordialismo «es un componente subjetivo de tipo afectivo, que suele intervenir en la definición que los individuos hacen de su identidad étnica» (J. J. Pujadas 1993). Los demarcadores de identidad son los rasgos culturales que, real o míticamente, trazan la diferenciación étnica. Desde una perspectiva geográfica, en Extremadura desde hace siglos se da una identidad espacial con una variada y rica diversidad interior. Es una realidad territorial demarcada nítidamente en sus límites norte, sur y este por factores naturales; y por factores geopolíticos y culturales por su occidente. Es decir, espacios geográficos e históricos otrora se han transformado hoy en una realidad social y político-administrativa. Desde la perspectiva histórica, la región ha sido un laboratorio de fusión/fricción de culturas. Circunstancia que ha cristalizado en su actual estado de sincretismo. Las gentes de Extremadura han vivido una particular historia, basada en específicas condiciones políticas, socioeconómicas e ideológicas que ha originado expresiones culturales concretas. El mundo árabe-musulmán, la repoblación castellano-leonesa, y en menor medida la gallego-asturiana, la actividad de las órdenes militares, la propia naturaleza fronteriza de la región, el sistema de vida pastoril, los procesos de concentración de la propiedad y su reflejo social, el caciquismo y la hoy superada bipolaridad de la sociedad, el colonialismo interior, el subdesarrollo, los fenómenos de emigración, unas formas específicas de asociacionismo y sociabilidad (casinos, liceos artesanos y centros obreros reflejaban/reproducían la estructura social), las hablas extremeñas, modalidades expresivas con características peculiares diatópicas, locales, o las llamadas «hablas de tránsito» de las áreas limítrofes, la cultura popular como cultura de autoafirmación, el tributo o culto que se rinde, cíclicamente, a los antepasados totémicos y a los grandes hombres, etc., son, todos ellos en conjunto, factores que moldean los comportamientos, las actitudes y los valores, configurando un sistema sociocultural específico. Es decir, la identidad regional se fundamenta en una construcción real y en una construcción ideológica, que jerarquiza y fetichiza unos símbolos supuestamente propios, mediante los que se canalizan las energías y los sentimientos colectivos (J. Prat 1991). Los procesos de reificación de las identidades son, en suma, procesos ideológicos (conjunto de representaciones, valores, creencias y símbolos), procesos políticos (con la finalidad de marcar los límites entre nosotros y ellos) y procesos culturales (la historia y la tradición), que representan el vínculo genealógico y la herencia cultural. Etnogénesis, política autonómica y marcadores identitarios Frente a la desmedida fe de los que sostienen que la humanidad tiende, sin remedio, a la globalización, los antropólogos también documentan a diario procesos opuestos, o de diferenciación simbólica: la tribalización o el particularismo étnico que cada día los medios de comunicación de masas se encargan de presentarnos. Mediante una construcción simbólica y mental se revitaliza el particularismo frente al proceso estructural universal. Ahí están los ejemplos, en su expresión más extrema y fundamentalista, de Ruanda, Zaire, Sri Lanka, Méjico, Colombia o la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia. O, desde el punto de vista del consenso político y con sentido de igualitarismo social, lo que viene ocurriendo en España, como reconocimiento de una realidad preexistente, desde la aprobación de la Constitución de 1978. En nuestro caso, el proceso político ha reforzado una realidad subyacente: la pluralidad cultural y multiétnica de España. Es decir, por un lado asistimos a fuertes procesos de homogeneización estructural, y por el otro, somos partícipes, más o menos activos, de procesos de diferenciación simbólica: «más iguales al interior y más diferentes frente al exterior» (T. Calvo 1996). El proceso de etnogénesis se aplica a la construcción de la identidad del grupo, a la recreación de la tradición cultural y a la revitalización de los rasgos culturales en proceso de cambio social. Se usa también para referirse a un sistema étnico nuevo que emerge de la amalgama de otros grupos. Se trata, entonces, de un proceso de construcción de la propia identidad colectiva, fundamentada en factores socioculturales e ideosimbólicos y rituales, reinterpretados continamente por los actores sociales. Una identidad étnica puede existir sin nación, sin estado y sin lengua diferenciada (C. Esteva 1984). En la reorganización del estado en autonomías, Extremadura crea, reactualiza o inventa su identidad mediante la selección de símbolos cargados de significados, y de potencia connotativa y emocional, asumiendo su propia historia, intensificando sus patrones culturales (la tradición), tomando conciencia de su estructural situación de marginación, de su condición de espacio liminal y periférico, secularmente alejado de los centros de poder; en suma, de su estado de postergación y subdesarrollo. «La autonomía para Extremadura significa su equivalencia respecto a las otras circunscripciones territoriales y unidades sociales del estado. La identidad extremeña se define en un plano de autoestima e igualdad: «No somos más que nadie, pero tampoco menos que nadie»« (T. Calvo 1996). Observando los procesos de etnogénesis que se producen en su entorno, por mímesis, el grupo social extremeño construye, a partir de su intrahistoria, su propia imagen -invención de la tradición, discurso étnico-político, repertorio cultural, inventario/imaginario simbólico...-, enfatizando determinados iconos del propio bagaje sociocultural. Los procesos de etnogénesis, y los discursos étnico-políticos terminan engendrando constructos de identidad y autoestima étnico-territorial. Se quiera o no, los estudios y el reconocimiento de las etnicidades en España están ligado estrechamente a la configuración del Estado de las autonomías. El proceso político autonómico ha extendido la conciencia de adscripción y pertenencia. El estatuto de autonomía reconoce una personalidad histórica. Es decir, Extremadura se singulariza como una «cultura», pero también como una entidad política. El cambio experimentado por la comunidad extremeña en las últimas décadas, del complejo de inferioridad a la autoestima, cristaliza a raíz de la toma de conciencia diferencial que se produce, primero, de abajo a arriba, cuando los emigrantes extremeños se ponen en contacto con otras costumbres y culturas diferentes. Y después, de arriba a abajo, cuando la circunstancia política permite el reconocimiento de la diversidad cultural española. Es decir, con la democracia y la autonomía política, las instituciones fomentan el conocimiento de los valores y la divulgación de la cultura propia, propiciando un sentimiento de autoconciencia diferencial. Hecho, de otro lado, muy reciente y actualmente en proceso de construcción. El movimiento autonomista se caracteriza por el mimetismo: para no ser menos que nadie (que los otros), los autogobiernos de las comunidades autonómicas fomentan institucionalmente una política de reconocimiento del hecho diferencial: los etnorregionalismos. La identidad se construye, pero también se enseña, estudia, aprende e interioriza. La Junta de Extremadura, mediante la consejería de Educación y Juventud ha puesto en marcha el Programa cultura extremeña para conocer el medio natural, social y cultural de la región; al objeto de profundizar en los valores, las tradiciones, en los rasgos históricos y culturales de Extremadura, con la intención de promocionar la «cultura extremeña» en el sistema educativo. Vehículo de socialización puesto en marcha para que cada miembro joven de la colectividad aprenda, internalice y reproduzca sus peculiares formas culturales. La eficacia del proceso no podría fundamentarse únicamente en la tradición inventada ex novo; si bien, los símbolos artificiales se crean, reactualizan, manipulan e hiperbolizan según los contextos histórico-político y sociales. La identidad étnica se sustenta en unas bases culturales comunes, que identifican a un colectivo humano específico. Entre los componentes identitarios se dan los diacríticos -históricos y estructurales-, el bagaje obtenido a través de la herencia, que hemos referido más arriba, culturales y simbólicos: cosmogonías, mitologías, banderas, escudos, himnos, iconos particulares, folclore, usos jurídicos, etc., que sin género de dudas forman parte de la parafernalia identitaria de la España de las autonomías. Y que, como la institución la «Semana de Extremadura en la escuela» se han convertido en un eficaz instrumento de autorreconocimiento y de cohesión social. Por lo que se refiere a la bandera extremeña, inventada ex novo hace un par de décadas, tras varias propuestas terminó imponiéndose la presentada por el abogado Martín Rodríguez Contreras. La explica del siguiente modo: (...) La verde, blanca y negra. Los colores se habían inspirado en los tradicionales de la cacereña capital (verde y blanco) y en los genuinamente clásicos de Badajoz (negro y blanco), que en feliz conjunción, y sirviendo el blanco como nexo de unidad fraternal, suponen como resultado la Tricolor, situándose por razón geográfica arriba el verde y el negro debajo (...) En cuanto a la simbólica representatividad del color, el verde materializa la esperanza, el blanco asume la honradez de la gente extremeña y el negro viene a recordarnos el paro, la marginación y el atraso, aunque también es bueno traer a nuestra memoria las connotaciones Almohades del referido (...). Añadir que su presentación a los medios de comunicación tuvo lugar el día 27 de febrero de1977, que su primera presencia pública fue en la localidad de Oliva de la Frontera el día 14 de noviembre de 1976 (...) y que su sanción oficial tuvo lugar en la ciudad de Cáceres al aprobar la Junta Preautonómica una moción al efecto firmada y defendida por el comunicador, para ser incorporada más tarde al Estatuto de Extremadura». Como fácilmente puede comprobarse, aparte la fuerte dosis de arbitrariedad, de falsedad histórica que parece haber en la elección de la bandera, la explicación que da su creador es de un manifiesto tono esencialista, tratando incluso de enlazarla con un período histórico más o menos mítico: los siglos de estancia de los musulmanes en la región. Se trata de una creación arbitraria, que apenas se ajusta a la realidad histórica, tal vez la que representaría los pendones-estandartes de las ciudades de Cáceres y Badajoz. (Hay quienes opinan, con cierta ironía, que el creador de la bandera se inspiró en los colores de los clubes de fútbol cacereño y del Badajoz.) Ahora bien, el fetichismo emblemático, los símbolos, incluso aquéllos inventados ex novo, poseen fuerza comunicativa, condensan en sí ideas, imágenes y significados que la gente, sin cuestionarse su verdad histórica, interiorizan. Etnicidad y emigración La etclase de los emigrantes (Leganés, Móstoles, Sant Boi de LLobregat, ...), acaso los primeros extremeños en concienciarse de la distintividad cultural, tras el contacto, primero, y la convivencia interétnica, después, comúnmente reconocen entre los símbolos aglutinadores supracomunitarios y como referente étnico regional la figura y el valor sígnico que representa la virgen de Guadalupe, que aunque considerada como patrona de Extremadura por determinados sectores sociales desde siglos atrás, no lo será de una manera formal hasta 1907, cuando recibe la confirmación canónica del papa Pío X. Lo que se pone especialmente de manifiesto para subrayar, metafóricamente, diferencias culturales, nosotros/ellos, en los contextos rituales que tienen lugar tanto al interior de la comunidad. (Se hizo coincidir, y no ingenuamente, sino muy conscientemente, el Día de Extremadura con el de Guadalupe); como al exterior (celebraciones entre las poblaciones de emigrantes extremeños que, en entornos ajenos al espacio de procedencia, producen y reproducen la identidad social extremeña en Madrid, Cataluña, País Vasco, Andalucía, etc.). Los rituales, las fiestas, los símbolos....como mecanismos generadores de identidad, son medios por los que el grupo se reafirma periódicamente. El ritual refuerza los lazos sociales, recordando a sus actores que forman parte de una misma comunidad (I. Moreno 1993). Los símbolos y las mitologías regionales nutren y alimentan las legitimaciones del endogrupo frente a los otros. Y si es cierto que las imágenes del panteón local de procedencia ocupan un lugar preferente entre los extremeños, en los contextos de emigración generalmente se conmemora al tótem que representa la Virgen de Guadalupe como símbolo social supracomunal de los extremeños fuera de la región. Rituales de agregación y de reproducción de la identidad supracomunitaria, que operan reforzando, en un medio extraño, la autoestima y el nosotros étnico mediante el contraste grupal. La coexistencia y yuxtaposición de diferentes niveles de lealtades, por otra parte, y de representación identitaria, local, comarcal, regional, nacional, europea..., etc., no sólo no son excluyentes, sino que son compatibles, complementarios (F. Savater 1996). La defensa de la propia identidad no está reñida con la idea de universalización. En contextos de emigración, de aculturación y de cambio social, se produce un doble proceso: de una parte, autorreconocimiento y autopercepción como grupo -función unificadora-; y del otro, consecuencia del primero, autoafirmación o refuerzo simbólico de la identidad. De tal manera se desarrollan mecanismos de defensa o cierto grado de resistencia a la asimilación (C. Esteva 1984). Dispositivos de integración, cohesión y amortiguación al que también contribuyen las asociaciones y las casas de emigrantes. Desde tal punto de vista acaso pudiéramos hablar de identidad cuando nos referimos al grupo de extremeños del interior; y de etnicidad cuando la identidad se pone de relieve en los contrastes culturales entre grupos con historia y cultura diferentes, en los entornos de emigrantes en contextos plurales y de otredad cultural. En el contraste cultural Nos-Otros se produce un doble fenómeno: en la primera generación de emigrantes, refuerzo de la tradición; y en las siguientes valoración de la cultura de recepción y subsiguientes procesos de mestizaje y aculturación que, dadas las mejores perspectivas sociolaborales y la «superior» forma de vida social y económica, suele concluir en asimilación. Ahora bien, el fenómeno presenta otra cara: el proceso de identidad negativa o negativizada, expresada en la sustitución, en dispar grado, de la cultura materna por otra de adopción. Lo que se pone de manifiesto como fenómeno de adaptación en las segundas y posteriores generaciones de emigrantes. En ocasiones reviste la forma de ocultación consciente de un origen, una realidad social, geográfica y cultural, llegándose a perder la manera de hablar, estimada como inferior, y la tradición, al tiempo que se va aceptando, mediante los procesos de integración-asimilación, la del grupo de recepción. Es decir, actitudes de rechazo y aceptación que tienen que ver con el estatus social y el origen en una región sin peso político, económico y social, a la que se ha venido identificando con cierta imagen de pobreza y subdesarrolló. Racialismo y asimetría Como ha escrito Julian Pitt-Rivers, con el reconocimiento de la identidad regional parece como si todos quisiéramos ser iguales dentro de la región y distintos dentro del estado. Ahora bien, bajo tal idea subyace, en mi criterio, algo no inocente, ni tan siquiera una cuestión de vindicación exclusivamente cultural o política, sino más bien determinados intereses bastardos. Se está fraguando bajo la coraza que ofrece el síndrome del «hecho diferencial», el sesgado principio de que hay comunidades de primera y de segunda clase con la velada intención por parte de las históricas -¿acaso existe alguna que no lo sea?- de obtener del estado pingües beneficios a la hora de la redistribución de los recursos de la caja común. El hecho diferencial, y su explícito reconocimiento, no debe implicar, y mucho menos legitimar, una asimetría económica (L. Uriarte) entre iguales por norma constitucional. Se está produciendo una especie de racialismo, expresado en términos no tanto biológicos como económicos, norte-sur. Actualmente asistimos a un género de chamarilerismo entre comunidades ricas y pobres, entre identidades regionales y nacionales. Taimadamente se pretende estratificar y jerarquizar, y por tanto, discriminar social, política y económicamente a las autonomías de cultura regionalista frente a las nacionalistas. Proceso que puede provocar fricciones y pugnas interétnicas, robustecer atávicos antagonismos, reavivar antiguas desconfianzas y fortalecer sempiternos prejuicios entre espacios socioterritoriales del mosaico político-cultural del estado español. Se están creando, mediante el desarrollo del llamado «techo competencial» desequilibrios interregionales, un sistema de estratificación ya no por clases, sino obedeciendo a una división territorial basada en el hecho cultural y las circunscripciones socioterritoriales. Y la singularidad y la diferencia, como fenómenos culturales, no legitiman el derecho a la desigualdad, ni debe conducir a posiciones de privilegio. En síntesis, los procesos de diferenciación sociocultural no deben implicar estratificación socioeconómica. El hecho diferencial no puede tomarse como un plus de importancia, expresado en términos «soy más que otros, quiero más», pues ser diferente no hace a unos más importantes que a otros.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|