LA ALEGRÍA DE UN TÍSICO
Publicado en Jan 10, 2016
Aquella tarde tuve una inmensa alegría, sí. Yendo por la acera de la calle, vi a una muchacha muy hermosa. Ella iba por la acera de enfrente y, al verme, me saludó con mucha emoción:
¡Cómo renacieron mis esperanzas en aquel momento! Sentí que desaparecían los nubarrones de mi cielo. Sentí que el sol brillaba en todo su esplendor allá arriba. Sentí que la primavera llegaba, al fin, después de tantos crudos inviernos. Sentí que la tónica de mis días cambiaba de forma inesperada, o tal vez esperada. Pensé que eso que llamamos “amor a primera vista” podía ser verdad, que no era un cuento. Pensé que a ella la había flechado ese niño travieso que llamamos Cupido. Pensé tantas cosas. Todas me eran favorables, hermosas, dichosas, divinas. La estatura de la muchacha era ideal. Su pelo era castaño y largo y le llegaba justo a la cintura, exactamente como a mí me gusta. Tendría ella unos veinte años. Era hermosa y alegre, como una sinfonía de Beethoven, como la Sinfonía Heroica o la Pastoral. Y todo me impulsó a saludarla con una gran sonrisa que me brotaba de lo más profundo del corazón. Todo me impulsó a saludarla con el corazón latiendo a mil. Sentía que iba a explotar. Sentía que se me iba a salir por la boca. Qué momento aquél, tan fugaz, tan eterno, tan esperado, tan inesperado, tan mágico, tan crucial, tan hermoso, tan soñado. Ella me sonrió y yo volví a sonreírle. Yo estaba allí, detenido en la acera, detenido en un momento de aquella tarde. La gente pasaba a mi alrededor: viejitos, niños, jóvenes, cada quien en su asunto, cada quien ensimismado en sus pensamientos. Y yo lo que oía de fondo era una música maravillosa y hermosa como los instrumentales de la Orquesta Amor sin límites, como una serenata de Mozart, como la Pequeña serenata nocturna, como un preludio al amor total. Pensaba que el amor había llegado en esa forma, en aquella tarde especial. Pero entonces, luego de eso, su boca, con la que yo soñaba, a la que ya yo sentía besar, y que me sabía a dulces, entonces su boca de caña de azúcar, emitió un sonido que me hizo bajar, con mucha prisa, del pedestal en donde yo estaba; un terrible sonido, un nombre que no era el mío, que me hizo descender rápidamente por octavas como si yo fuera una nota musical hasta llegar a las vibraciones más lentas, hasta llegar a las notas más graves. "Caí". "Rodé". Entonces fue cuando vi detrás de mí y noté a un joven, de unos veinticinco años, que se apresuraba a pasar la calle para irse a reunir con ella, sí, con ella, en esa isla distante que era la otra acera. Y entonces ocurrió así: Mis esperanzas se durmieron profundamente, los nubarrones de mi cielo volvieron a aparecer y la primavera, con sus mil colores, retrocedió con rapidez hasta llegar a un paisaje desértico y helado. La tónica de mis días volvió a cambiar, regresando a su punto de partida de una forma inesperada. Pensé que eso que llamamos “amor a primera vista” era para cualquier otro, menos para mí. Pensé que ese "niño travieso" que llamamos Cupido había fallado en su intento de flecharla a ella, a aquella muchacha hermosa. Pensé tantas cosas. Todas me eran desfavorables. La gente siguió pasando a mi alrededor: viejitos, niños, jóvenes, cada quien en su asunto, cada quien ensimismado en sus pensamientos. El mundo siguió dando vueltas, pero yo estaba como “anclado” en aquella acera. Luego ella volvió a emitir ese terrible sonido, ese nombre inesperado, miré detrás de mí y noté al chico que se reunía con ella. Lo hizo, se besaron, se tomaron de la mano y los vi irse por la acera hasta que se perdieron en la inmensidad de la calle. Y entonces fue cuando mi alma, mi ilusa alma, mi emocionada alma, mi amante alma, mi pobre alma, emitió un terrible quejido, un terrible quejido que ella nunca, nunca jamás oyó. La alegria de un tisico - CC by-nc-nd 4.0 - Ibrahim Fajardo Muñoz
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