Las gloriosas partidas de los dados (Diario)
Publicado en Jun 16, 2016
Corrían que se las pelaban los últimos años de los sesenta y los primeros años de los setenta. Las luces rojas crepitaban en medio de las noches madrileñas, cuando la luna nos avisaba que comenzaba el asunto de sobrevivir o sucumbir en el empeño de sobrevivir. Era cuestión de estar despierto aunque ya fuese de madrugada. Hacía calor en el interior pero era mejor estar dentro que no estar pasando frío y hambre en las afueras. Así que buscábamos sin cesar hasta encontrar los lugares idóneos que, en medio de la oscuridad, nos servían de guías infalibles. Sorteando mil y un peligros comenzaban las gloriosas partidas de los dados. Había que saber perfilar y, en medio de los perfiles, había que estar atentos. Eran noches azarosas ya que dependían del azar. Luis (y después sucedió lo mismo con Andrés) se empezaban a emocionar, según pasaban los segundos, los minutos y hasta las horas, pensando en las musarañas; pero yo siempre estaba atento al juego sin perder la concentración para no entrar en la historia de los perdedores (que ya abundaban por cierto) ya que de ganar se trataba el asunto. Ganar o, al menos, tener la honra de no haber perdido la cuenta.
- Tu amigo es muy raro... Ante aquella frase soltada por la del turno nocturno yo disimulaba lo suficiente como para seguir concentrado en los puntajes más altos mientras Luis (y después Andrés) no sabía qué decir y, por supuesto, no hacía otra cosa más que ser el "primo" de Paganini aunque fuese invierno en lugar de primavera y no estuviésemos jugando, precisamente, en el interior del Teatro Real. Así que yo seguía a lo mío mientras me doblaba de risa cuando me doblaba a los ases antes los ojos atónitos de la del turno nocturno y la incredulidad de Luis (y después Andrés). Carlos siempre servía de testigo presencial pues "ni fu ni fa"... y ya se sabe que siendo "ni fu ni fa" no perdía pero tampoco ganaba nada. Así que a la hora de ganar el cubata me sentaba de mil maravillas y a la hora de perder siempre le tocaba pagar "la fiesta" a Luis (y después Andrés). Y es que no es el más espabilado madrileño quien ha nacido en Madrid sino quien, habiendo nacido fuera de la capital de España, aprende desde la misma primera infancia a diferenciar las unas de las otras. O sea, que aquellas gloriosas partidas de los dados me sirvieron para agudizar mis ocho sentidos a la hora de "mover ficha" en las oscuras noches invernales de aquellos vericuetos madrileños donde era fácil entrar pero no lo era tanto salir. Entrar consistía solamente en tener decisión. Salir (y además intacto) era mucho más emocionante porque había que aplicar la astucia y, en eso de la astucia (mientras Carlos siempre era el testigo presencial) Luis, aun siendo de la Mayor, era más lento que una tortuga de peluche y, por supuesto, en cuanto a Andrés, aun siendo de la Vallecas City, pecaba de pardillo y medio. En fin, que en Madrid sólo sobrevivíamos los que entendíamos que los negros valían un punto; que los rojos valían dos puntos; que las jotas valían tres puntos; que las damas valían cuatro puntos; que los reyes valían cinco puntos; y que los ases valían seis puntos; además de tener en cuenta que los ases podían valer como comodines pero con el cuidado de no quedarse "a cero", lo cual le sucedía muy a menudo a Luis (y después a Andrés), y que había que saber dominar las dos especialidades: la de por libre y la obligada; pues podías sucumbir fácilmente si te distraían los ojos de las de los turnos nocturnos o una caricia inesperada que, por supuesto, era más engañosa que la luz de uno de aquellos farolillos rojos que servían de reclamo para los que o se pasaban de listos (como Luis y después Andrés) o se quedaban en medio de la tempestad de las emociones (como Carlos). Yo iba a lo mío sin olvidarme de hacer el bien a los demás. Pero de eso a ser el "primo" de Paganini había un abismo.
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