Toda mi familia era creyente. Mi abuela materna era creyente. Mi padre era creyente. Mi madre era creyente. Mi hermana era creyente. Mis tres hermanos eran creyentes. Así que, por lo tanto, a mí me tocó ser creyente. Para mayor abundancia, mi suegro era creyente. Mi suegra es creyente. Mi esposa es creyente. Mis dos hijas son creyentes. Y espero que, además, mis dos nietos y mi nieta (más los que tengan que venir si Dios quiere) serán también creyentes. 
 
Y como todos éramos creyentes, me tocó hacer la Primera Comunión. Eran tiempos en los que Juanito Valderrama cantaba: "¡Para un padre y una madre no hay alegría mayor que la de ver hacer a sus hijos la Primera Comunión!". Para completar la historia me tocó tener como compañera de ceremonia a Piluchi que también era creyente. Y como éramos caballeros, porque estábamos edcuados para serlos, me tocó ser caballero defensor de las damas en peligro y por eso nací con esta tendencia natural y masculina de ser defensor, a ultranza, de mujeres que, como recompensa, de vez en cuando quizás se acuerden de toda mi familia (para bien o para mal) pero estoy seguro, sin quizás, que de vez en cuando se acuerdan de mí. Espero que para bien. 
 
Yo sólo sé que recuerdo, con total claridad, que me endilgaron un misal (icluyendo un rosario) en mi mano derecha y que hubo muchas estampitas como recordatorios. Después vino lo de las fotografías especiales. De la posterior fiesta lo único destacable es que me lo pasé pipa pensando en mi futuro mientras jugaba al fútbol con algún que otro globo que pude encontrar. El postre fue lo mejor. Y al llegar la noche me parece que soñé con una angelita que me sonreía desde lo más profundo de mi mente. Así fue como me convertí en Caballero de Santiago.