Zafarrancho de combate (Diario)
Publicado en Jul 20, 2016
Cuando mi abuelita materna Rufina (yo la llamaba entonces abuelita porque todavía era muy pequeño) daba la orden de zafarrancho de combate (quizás porque había visto ya, en 1956, las carteleras de la película con este mismo nombre, de origen estadounidense y dirigida por Joseph Pevney) los tres pequeños (Maxi, Boni y yo), algunas veces juntos también con Isabel pero jamás con el orgulloso Emilín, ya sabíamos que teníamos que ir corriendo a sentarnos junto a ella y, entonces, mi abuelita materna Rufina, esparcía todo el gran montón de lentejas sobre la mesa y nos tocaba ir limpiándolas a mano, lenteja por lenteja, para apartar las pochas, las podridas y las piedras que, de vez en cuando, aparecían entre ellas. Era una labor de largos minutos pero daba mucho tiempo para pasarlo entretenidos mientras ella nos contaba alguna anécdota de su tranquila vida que yo, siempre atento a imaginar mucho más allá de las realidades, las aumentaba hasta convertirla a ella en heroína de la resistencia. ¿De qué resistencia estaba yo pensando en mi imaginación? Voy a desvelar este misterio.
Yo ya sabía, en aquel entonces (pasado el ecuador de la década de los 50), que zafarrancho deriva de la palabra rancho que quiere decir comida castrense (porque mi padre era militar y ya había alcanzado el grado de brigada de Caballería) y que las lentejas contienen mucho hierro; muy apropiado para reforzar mi resistencia física y derribar con tan sólo una mirada a todo el grupo de chulos que merodeaban por la calle madrileña de Alcalde Sáinz de Baranda sin tener que meterles un par de hostias a cada uno de ellos para no pulverizarles demasiado. Así que en mi interior se desarrollaba la sinopsis de "Zafarrancho de combate": "Durante la II Guerra Mundial (1939-1945), mientras la Marina de los Estados Unidos de Norteamérica se abría paso en Guadalcanal, y la infantería se establecía en el norte de África, un grupo de marineros, comandados por el capitán Jebediah S. Hawks, se embarcaron en el Belinda, un viejo buque de guerra, con el objetivo de trasladar un batallón de infantería a cualquier lugar ocupado por el enemigo. Ésta es la historia de ese barco y del hombre que lo condujo a las peligrosas playas del Pacífico". Asi que, limpìando las lentejas de toda clase de bichos, mi alimentación era cada vez más sana y producía más energías en mi interior. Al Emilín no le hacía ninguna clase de gracia aquello de que yo limpiara lentejas (a veces a solas con mi abuelita materna Rufina y a veces junto con Boni y Maxi y hasta con Isabel) porque se daba cuenta, y ya preveía, que en un futuro no muy lejano mi liderato iba a superar, con mucho, a su bravuconería y que llegaría el día (como el tiempo lo determinó) en que callaría todas sus bravatas ante mi presencia. Lo que sucedería con Boni y Maxi no es de mi incumbencia saberlo y si no supieron aprovechar el zafarrancho de combate tampoco me incumbe a mí enjuiciarlo. Sólo sé que mi padre me observaba, guardaba silencio, y se daba cuenta de que estaba criando a un verdadero capitán. Tengo que señalar que en aquellos años, una vez rebasado el ecuador de los años 50, era costumbre, entre las clases medias altas, medias medias y medias bajas, comprar en las tiendas de ultramarinos lentejas a granel (porque entonces sólo los millonarios las podían comprar enbolsadas y ya limpias del todo) y que por eso era necesario ejercitarse en aquella labor de limpiarlas para hacerlas fácilmente digeribles en nuestros estómagos. Por eso mi estómago, gracias a tanto hierro que le metí dentro, está hecho como de acero. Y esto es otro misterio que desvelo ahora para que los bocazas que todavía pululan por los barrios por donde he vivido y sigo viviendo se den cuenta de que me tomo a risa cuando sacan pecho al pasar por mi lado y me tengo que sentar a encender un cigarrillo porque me destornillo del todo. En fin. Que sí. Que en aquella infancia yo limpiaba lentejas cuando mi abuelita materna Rufina daba la orden de zafarrancho de combate y mientras el tío Benito destruía, a marchas aceleradas, su estómago comiendo cucarachas vivas y bebiendo tintorros -de vaya usted a saber qué mala o pésima calidad- en las abarcas propias o de sus vecinos. Por eso él está como está, Emilín prefiere el silencio y yo sigo comiendo lentejas, de vez en cuando, para no perder mi forma física y mi férreo (lo digo por lo del hierro que contienen las lentejas) estómago mientras los mozalbetes de los gimnasios modernos intentan aparentar más de lo que son tatuándose hasta los cataplines. De risa. Verdaderamente de risa porque, en el colmo de sus mayúsculas tonterías, dicen que es la moda. ¿La moda o la monda? Yo es que me mondo a carcajadas limpias; tan limpias como las lentejas de la década de los 50 después de haber ejercitado el zafarrancho de combate. Si hasta se tatúan dragones chinos, de la época de Fu Manchú, en ciertas partes de sus traseros; lo cual me parece ya no solo absurdo sino hasta ridículo (que es palabra que termina en "culo") del todo.
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