Los del Marqués me la sudan (Diario)
Publicado en Jul 26, 2016
Año de 1965 y tengo solamente 16 años de edad. Emilín dejó de trabajar para Siboni y ahora es un pringao que lo hace de botones en Cointra Camping Gas. Yo estudio para mi futuro en el Instituto San Isidro de Madrid que, entonces, no es mixto sino que sólo es para alumnos varones. En la Calle Linneo, número 31, luce flamante el colegio público Marqués de Marcenado de Madrid (veremos si el tiempo sigue haciendo que luzca tan flamante o le entra la "enfermedad de la piedra") con sus aulas repletas de 701 pijos y pijas (colegio mixto) que son hijos e hijas de militares de muy alta graduación. Mi padre decide que yo no estudie con esa clase de "mariquillas" sino que me curta en las duras aulas del Instituto que se erigió como homenaje al Patrón de Madrid y donde estudiaron, nada más y nada menos, que la siguiente "tira" de personajes que llegaron a ser ilustres: Calderón de la Barca, Lope de Vega, Quevedo, Juan Eusebio Nieremberg, Larra, Manuel Tamayo y Baus, Echegaray, Jacinto Benavente, Pío Baroja, Antonio Machado, Manuel Machado, Vicente Aleixandre, Miguel Mihura, Francisco Ayala, Ernesto Jiménez Caballero, María Zambrano (como colaboradora de la revista de antiguos alumnos aunque no como estudiante propiamente dicho sino para hacer una excepción que confirme la regla), Camilo José Cela, Alonso Zamora, Ignacio López de Ayala, José Luis Sampedro y Víctor Hugo por citar sólo a una pequeña representación de todos ellos. Y yo, que soy nuevo en el San Isidro de Madrid, comienzo a sentirme orgulloso de sentarme en los duros pero históricos pupitres de las aulas seculares ("per seculo seculorum" en latín culto) y aquellos bancos de piedra situados alrededor del patio principal que tiene un pozo en el centro que debió servir, en algún momento, para calmar la sed de las angustias de algunos de los antiquísimos alumnos que me precedieron.
Empieza ya a despuntar la Generación de los Yeyés en la sociedad madrileña. Yo, que sólo estoy interesado en tirar hacia adelante tal cual Dios me dé a entender; cómo podría haber dicho mi antepasado cultural Quevedo, por elegir a uno de los más y mejores representantes de la crítica social en la cual ya me estoy inaugurando cuando veo, por las noches y junto a la baranda del Río Manzanares, a los ridículos pijos del Marqués cortejando, con sus guitarras en bandolera como si fueran gutaperchas, a sus pijas admiradoras que, de manera disimulada, siempre desvían sus miradas hacia mí cuando paseo con las manos metidas en los bolsillos de mi pantalón. Emilín tiene sus propias batallas contra los del Marqués por aquello de ser mucho más fantasma que todos ellos juntos. Yo, sin embargo, estoy más preocupado en saber cómo voy a conquistar posiciones entre las más guapas de todas sin perder ni un sólo rasgo de mi sonrisa que ya empieza a ser bohemia. No es que las pijas del Marqués me interesen demasiado pero hay alguna que otra que, hay que reconocerlo, están empezando a estar muy buenas por lo de haber comenzado la revolución de las minifaldas y las pantalones cortos. Así que, sin perder el norte de los estudios "isidrianos", es necesario estar al acecho, en aquellos románticos atardeceres de las puestas del sol en las riberas de la Virgen del Puerto, pero sin dejar de reirme de los gutaperchas que hasta están empezando a tocar las mandolinas y los banjos con tal de llamar la atención de las que, vuelvo a insitir, me miran a hurtadillas por ver cómo actúo en aquel mundo de la incipiente juventud. ¿Cómo actúo yo ante los pijos del Marqués? Emilín me reta a demostrarle si tengo más temple o menos temple que él. Acepto el reto. Y se presenta la ocasión un día que regresamos los dos a casa después de haber dado una vuelta de reconocimiento general del campo de batalla. La batalla está en marcha y nadie la puede detener. Uno de los dos debe tener más temple a la hora de pasar entre las dos filas de pijos (quizás 12 ó 14 en total) que han formado por ver si tenemos cataplines y pasamos entre ellos. No sólo tenemos cataplines y pasamos entre ellos mientras las pijas de mejor bien se quedan admirándonos sino que le gano la apuesta a Emilín porque mientras él va, como siempre, con el gesto crispado y los puños preparados para repartir estopa yo voy pensando en mis cosas mientras, con las manos dentro de los bolsillos de mi pantalón y sin perder la sonrisa bohemia que ya está haciendo estragos en la barriada, tarareo una canción: enséñame a cantar, enséñame a cantar, que tengo el corazón muy triste y necesito amar. Y es que los del Marqués me la sudan. A Emilín le preocupan (por una confesión que me hace en baja voz y relacionada con las chicas) pero a mí sólo me la sudan. Esa es la diferencia.
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