Un hombre vive en la noche (Relato)
Publicado en Aug 05, 2016
Oyó la voz. Conos de luz era su cuerpo y se detuvo el golpe de su corazón. Desde las altas gradas había dado golpes hacia lo que estaba orientado como si se confesase. A modo de saludo siguió avanzando hacia delante. Comenzó a suspirar y a la izquierda pasó largo rato sin que él oyese ni un solo sonido.
Encima de la mesa de la sala vacía atizaba la candela. Un lento movimiento de párpados como si esperase ver en su rostro cada uno de sus gestos, como si estuviera sorprendido de una extraña sensación de no reír. Concentró su atención. Se adivinaba el esfuerzo mental que estaba haciendo. Inesperadamente, sonrió cuando terminó. Miraba impasible los guantes de color de rosa, como si diese varias veces una cuenta lenta y solemne. Se sostenía en pie por milagro y con la toalla sobre la cabeza sufrió un desvanecimiento. Sonrió otra vez. Faltaba poco para la caída de la tarde. En su soledad y silencio, con un cigarrilo entre los dedos y la mirada perdida, inmóvil, sus piernas parecían rotas. Estaba ya viejo. Él sabía esto y estaba orgulloso, porque era un hombre grave, seguro de sí mismo, que trabajaba y acompañaba sus explicaciones sin poder ocultar su satisfacción. Vivía a su antojo. Parece ser que apartase de su vista lo que había ocurrido. Lo único que hizo fue llorar sinceramente. Rostro curtido por el sol, piernas cortas y fuertes y torso muy desarrollado, con las cejas alzadas en expectativa, herido en su amor propio, se cubrió el rostro. Dudó. Había olvidado el resto de sus días. Sin alzar la vista, parado allí donde estaba, mostraba buena disposición y la magia del momento, convencido de que era un hombre, era una realidad transitoria. Llevaba su camisa negra y corbarta blanca. Estaba silencioso. Se echó a reír con una carcajada de satisfacción iluminado por la luz. Se le veía en trance, como si temiese que aquella noche recibiera leña. Al cabo de cuatro o cinco segundos, se rió. Los guantes parecieron más luminosos. Muy rápìdamente, sin esperar a que la conciencia volviese, alcanzó el frasco; su rostro se crispó, cerró y abrió los ojos repetidas veces. Expresaba desdén. Aquel rostro no era el mío. En la soledad hablaba rápìdamente, moviendo mucho los brazos y las manos, a la nada, al aire, fija la mirada ensoñada en la oscuridad, cabizbajo y tiritando de frío. Lanzó un suspiro. Seguramente pensaba en una estupidez pero yo no podía saber qué clase de estupidez ocupaba su mente. Había algo en la noche fría y estrellada. A los pocos instantes, alzó un hombro. Sentía una punzada larga y honda. Sentado, se pasaba la palma de la mano por las mejillas con placer en sus ojos. Sin decir palabra, repitió sus tremendas carcajadas, fijó su vista en el retrato, lanzó un suspiro desganado y finalmente quitó los guantes. Había ganado pero ni siquiera le impresionó mucho. Se puso en pie. Tenía el convencimiento que tendría que ir. Su rostro brillaba otra vez. No huyó ni movió el cuerpo. En la sala, bajo la luz de los reflectores, se había convertido en un hombre aquella misma noche. Estaba realmente capacitado para ello. Solo, con la cabeza entre las manos, había adivinado bajo la negrura palpitante del cielo, las consecuencias. Tenía toda la razón y allí estaba, amigo de toda la vida, pero que jamás es todo lo contrario. Estaba en esta noche, seguramente con su sonrisa, esperando. Cada vez que lo presentía, se encogía, se hacía un ovillo y esperaba. Se le exigía mucho porque era una gran figura con la imaginación poblada por las imágenes que casi se convirtieron en realidad. Allí se veía la parte de razón que cada cual llevaba. Y en el segundo sueño reposaba. El cielo, negro, se tornó gris. ¿Hasta cuándo iba a durar aquello? Sonreía y meneaba la cabeza y decía que no una y otra vez. Al parecer, el problema se había solucionado. Dolor vivo, lacerante, para demostrar que era muy amigo y con ganas de hablar y de reírse. Él rió. Oía las voces como si diese las gracias. En su hablar cortado, acompañando sus medias palabras con muchos gestos, avanzó hacia la cama. Había silencio. Por el amplio ventanal entraba la luz. A los pocos segundos sacó un cigarro, lo encendió y echó un par de satisfechas bocanadas de humo. Risueño, sin volver a mirarse en el espejo, estaba ocupado en comenzar a recuperar dinero cuando él quisiera. Todo estaba claro. Su mirada estaba cargada de ilusión casi infantil. Sonrió. Podía hacer lo que quisiera, pero no contestó. Estaba con nosotros y el hecho de que nosotros no lo supiésemos también no dejaría de ser una vergüenza. Una carcajada demoledora lo impidió. En su afán de dulzura, sin decir palabra, se daba cuenta, rápidamente, que nos había acogotado desde el instante embargado por un interés avasallador y miraba sonriendo a su manera. El movimiento de sus manos y la pasión graduada de sus dedos infundían vida nueva. Y en voz baja habló: ¿Qué? ¿Cómo va eso? Hizo un guiño compasivo y saludó. Demostró que nada había cambiado. Parecía que quisiera hacerse confusión. De vez en cuando, y despaciosamente, apretó más fuertemente el único sencillo placer inalterable: era la hora en que los hombres dejan de ser de mundana valía. En cierto aspecto, tenía razón sin que nadie sería, sin duda, y para siempre, su sombra. Se sentó en una silla, junto a la cama, con las manos cruzadas sobre los muslos. Sonriente. Daba la impresión de que no se enteraba de nada, pero se quedó inmóvil, la mirada dubitativa, esforzándose en adivinar. Me pareció una liberación. No sé cómo ese hombre se atreve a preparar, artísticamente, muy avanzada la noche, todo un mundo colorido, vivo y cálido, pretendiendo dar con todo ello nada malo porque es amigo. Silencio respetuoso. ¿Sería el mismo? Volvió a la carga. Tenía gran confianza, la vista perdida en el aire, desde su rincón. Para no llorar. Los golpes recibidos habían sido tantos que era otra vez la soledad. Reinaba el silencio. Parecía que me culpase de eso. En aquellos instantes se puso en pie y sonrió anchamente. Puso su mano derecha sobre el pecho. Todos nos sentimos menos importantes. Sorprendentemente, se había dado cuenta que era campeón. Y siguió su conversación mirando, con gran expresividad, las castañuelas. Mientras hacía esto, con voz recia, de hombre, dijo: ¿Por qué? El campeón se rió a gusto. La conciencia de que existía con tanta exactitud daba la impresíón, seguro de sí mismo, de atención concentrada. Alzó las manos a su cabeza. Estaba pensando en la oscuridad, con precaución en su voz, llevando sus palabras una intención distinta a la que por sí mismas expresaban. Se hizo un silencio largo. Toda su voluntad, toda su atención, con expresión preocupada en su rostro, acompañado de palabras, apoyando sus manos en el borde de la mesa, en esta ocasión sonó alta, autoritaria: ¡No!. Hacía calor y sintió haber ganado. Franqueza y sencillez. Su voz fue dura y tuvo conciencia. Aquél era el mundo de sus increíbles victorias. En el silencio y con la conciencia de su soledad, se sintió tranquilo. Todo sería distinto. Regresó a la cama, y fijó sus ojos en la luz del cielo. Se echó a reír. Miró la luz azul pálido en el cielo. Era lo más hermoso que había visto en toda su vida. Y de la duermevela pasó al sueño profundo. La luz era la misma que viera al despertar: azul tenue y temblorosa. Y el silencio. Sólo el instinto y probablemente la vida. Apagó la luz. Una armónica estuvo sonando en la habitación de al lado. Sonriente y triunfador. Estaba solo. Dijo: "Sí, de acuerdo, pero me encuentro muy bien". Estaba tumbado en la cama y en su voz había contento. Sabía que su puerta, de color verde mate y agrisado, estaba a mitad de camino. Tímido y elegante era un periodista. Sonrió suspicaz para llegar al límite. Dentro de un par de segundos acentuó su sonrisa. Aquella noche luchó cinco o seis minutos tan sólo con el gracioso ademán de dominar sus movimientos. Cerró los ojos. Todo es definitivo, todo está terminado. Él es quien menos habla. Está en lo cierto viviendo, sintiendo, existiendo.
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