Los crímenes de Durruti (Ana María Ortiz)
Publicado en Aug 20, 2016
El anarquista que fusiló a 45 beatos (Ana María Ortiz)
¿Queremos Memoria Histórica? Esta es la historia de Josep Sierra, el militante de la CNT-FAI que fusiló a los 45 maristas que serán beatificados el 28 de octubre de 2007 junto con otros 453 religiosos. Los detalles de la vida del pistolero, conocidos ahora, resultan escalofriantes. Murió en 1974 en un confortable piso de Londres con un carnet del pistolero anarquista, con una foto que guarda un parecido curioso con Franco en su juventud. Cuando no apretaba el gatillo, conducía el camión que recogía a las víctimas.«Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo, morir». El pistolero anarquista acabó confesándose de sus crímenes, cometidos en los primeros días de la Guerra Civil, a lápiz y con ortografía de analfabeto en un diario de 58 páginas numeradas. No pudo elegir Josep Serra envoltorio más adecuado para lo que pensaba verter en aquellas cuartillas. El bloc, de tapas oscuras, tenía incrustada en la portada una imagen de la Barcelona de los años 30, con el puerto en primer plano y la montaña de Monjuit alineada al fondo. La estampa, en blanco y negro, no debía de diferir mucho del aspecto que mostraba el embarcadero al anochecer del 7 de octubre de 1936. Mirándola, quizás Josep Serra evocara los rostros de los 45 frailes maristas a los que él acabó ametrallando con un puñado de camaradas en las inmediaciones del cementerio de Montcada y cuyo paseíllo hacia la muerte se inició precisamente en un barco atracado en aquel muelle que preside sus trascendentes memorias. Desde luego si Serra (llamado Durruti como símbolo de los anarquistas) recordaba a sus víctimas no era con congoja, tormento o arrepentimiento a juzgar por el escaso rubor con el que transcribió el final de los religiosos: «Sacamos al grupo de frailes de los calabozos de la primera galería y algún otro para transportarlos en vehículos al cementerio de Montcada. Cuando llegamos les hicimos bajar de los vehículos y caminar hasta las paredes del cementerio y les obligamos a ponerse de cara a la pared para ejecutarlos», escribió. La voz del asesino se escucha por primera vez esta semana -recogida en Diario de un pistolero anarquista, de Miquel Mir, editorial Destino- justo cuando se ultiman los preparativos para la beatificación de los 45 maristas fusilados, elevados a los altares el próximo 28 de octubre con otros 453 mártires españoles víctimas de la Guerra Civil. Entre los alineados en los muros del camposanto de Montcada estaban el hermano Vulfrano, 17 años cuando lo enfiló el pelotón de Serra; Miguel Ireneo, de 28, el intelectual del grupo; Lino Fernando, experto en cuidados médicos; y Porfirio, y Prisciliano, y Salvio... Los crímenes que Josep Serra (el famoso símbolo ¿humano? de los anarquistas bajo el nombre de Durruti) cometió bajo el manto de las siglas de la FAI -la Federación Anarquista Ibérica, creada en 1927, donde ingresaron los elementos más radicales de la CNT- salen a la luz coincidiendo también con los últimos retoques del Gobierno a la Ley de Memoria Histórica, llamada a abrir fosas para cerrar heridas. Y el diario, empolvado durante años, donde se justifican las tropelías anarquistas como peaje necesario de la revolución obrera, es una muestra palpable de que las llagas que aún suturan no son patrimonio de un sólo bando. «En las FAI estábamos decididos a hacer correr la pólvora para hacer caer la sociedad de los ricos», dejó escrito Serra. El caso de los 45 hermanos maristas es especialmente sangrante por la trampa que los anarquistas de la FAI les tendieron antes de matarlos. Con la falsa promesa de un visado conjunto a Francia, lograron que salieran de sus refugios y los reunieron en el puerto de Barcelona antes de darles pasaporte al paredón. Josep Serra -ese era el nombre de guerra, el que usaba en la clandestinidad, aunque problablemente nació con el de Carles- lo recoge con detalle en su dietario. «Recuerdo que era un día de mucho calor cuando llegaron los autobuses con más de 100 frailes maristas, unos 30 patrulleros les esperábamos armados con fusiles de los que llamábamos naranjeros. E hicimos bajar a los frailes de los dos autobuses, en medio de una confusión ya que con tantos frailes, los patrulleros les gritábamos "manos arriba y a caminar en fila de tres" y en grupos les obligamos a subir al patio interior del centro en donde los patrulleros les atamos las manos y los hicimos poner uno al lado del otro de pie». Era el 8 de octubre de 1936 y el pistolero anarquista, 43 años entonces, tenía enconmendado el puesto de conductor de uno de los camiones de las patrullas de control, la policía miliciana que la FAI articuló y con la que logró hacerse con el control del orden público de toda la ciudad de Barcelona. Las patrullas tenían carta blanca para practicar registros, detenciones y confiscaciones de cualquier sospechoso de comulgar con el levantamiento militar. La de Josep Serra (Durruti) recibía órdenes de Manuel Escorza -lastrado por una poliomelitis infantil hubo quien lo describió como «un tullido de cuerpo y de alma»- y tenía su cuartel general en el convento de San Elías, expropiado por los anarquistas a las monjas clarisas. Fue allí donde encerraron a los maristas. «A primera hora de la tarde», continúa Serra el relato, «llegaron al centro de detención Aurelio Fernández, Antonio Ordaz y Dionisio Elores, que eran los cabecillas de las patrullas de control, que nos saludaban a los patrulleros para felicitarnos por la caza de frailes que habíamos hecho y que ya nos divertiríamos luego cazando a estos conejillos afinando bien la puntería y a los frailes les dijeron que los anarquistas no se venden por dinero y nadie se burla de la CNT-FAI». El dinero al que se refiere las memorias era un anzuelo que los encargados de las patrullas enseñaron a los maristas y que éstos acabaron mordiendo. Los responsables de la orden religiosa habían acordado con la cúpula de la FAI el pago de 200.000 francos a cambio de que los anarquistas facilitaran la huida a Francia, en barco, de unos 200 de sus frailes. No sin recelo, los maristas confiaron en el cumplimiento de lo pactado y abandonaron los sótanos y desvanes en los que se ocultaban para presentarse, la tarde del 7 de octubre, al embarque en la nave Cabo San Agustín. La mitad nunca pisó suelo francés. La última fotografía que muchos contemplaron en libertad fue la que preside el diario de Serra, el puerto de Barcelona: «Estos frailes maristas pagaron 200.000 francos franceses pero sólo consiguieron salir a Francia un centenar de frailes. Los otros cien que tenían que salir con un barco desde el puerto de la Barceloneta, al final los llevaron en dos autobuses a nuestro centro de detención en San Elías». Los carceleros que los recibieron allí disiparon la esperanza, si alguno entonces todavía la albergaba, de salir con vida. «Estos son los cuervos negros que querían escaparse en barco a Francia para ir a difundir el opio religioso y ahora los tenemos enjaulados, algún día comeremos salchichón o filete de fraile». Las palabras las recoge Mariano Santamaría, el postulador que ha documentado el martirio de los maristas para el Vaticano y a quien Diario de un pistolero anarquista le ha servido de enorme ayuda. El día siguiente, 9 de octubre, en San Elías desayunaron poco más de 50 maristas. Los 45 restantes los había subido Serra en su camión, de madrugada, hacia el fusilamiento en el cementerio de Montcada. Para no dejar huellas, los cadáveres se cargaron de nuevo en el camión y se quemaron en una cercana fábrica de cemento. Serra tenía que haber cubierto otros dos viajes, con igual carga, las dos madrugadas siguientes. Pero uno de los patrulleros que custodiaban a los maristas dio aviso a un teniente de apellido Esteve -«tu hermano se encuentra entre los frailes detenidos», le alertó- y éste logró detener las ejecuciones. El pasaje de los maristas es uno de los más dramáticos del diario de tapas negras, quizás por el grueso de vidas cobradas con sólo unas cuantas ráfagas de metralla. Pero no es el único atropello que Josep Serra caligrafió de su puño y letra. Al volante de su camión Chevrolet, pintado de rojo y negro y con las siglas FAI destacadas en blanco, se prodigó en palizas, atracos, secuestros, y asesinatos sin miramientos. Con todo, su actividad predilecta, al menos la que más unto le propició, fue el saqueo indiscriminado de mansiones e iglesias. Josep Serra (Durruti) esquilmaba a la causa anarquista gran parte del botín confiscado y lo guardaba para sí. Cuando mediados 1937, los de la FAI pasaron de perseguidores a perseguidos, Serra preparó rápido su salida del país. Se valió de un brigadista, de nombre Steve, al que había conocido en Barcelona y al que prometió un buen pellizco de la fortuna rapiñada a cambio de su ayuda. Sólo tenía que enviarle documentación desde Londres y darle una dirección postal donde ir remitiendo las piezas robadas. Entre octubre del 37 y noviembre del 38, Serra prácticamente no hacía otra cosa que empaquetar. Cuando en enero de 1939 llegó a Londres, vía Francia, su tesoro le esperaba intacto: cruces de altar, cálices, coronas de plata, custodias, bacinas, retablos pintados, sillas, joyas, cuadros de valor... «Empezamos a vender todas las piezas religiosas y joyas que aún nos quedaban. Lo hicimos en anticuarios y colecionistas particulares de Londres y ciudades próximas. Sacamos bastante dinero que nos ayudó a vivir sin problemas económicos». Serra (o sea Durruti), que a su llegada a Londres se agenció una nueva identidad y con ella se enterró, describe eufemísticamente su poder adquisitivo. Con lo obtenido de las antigüedades que iba colocando no necesitó trabajar para vivir y compró un piso de cuatro habitaciones en el exclusivo barrio de Kesington & Chelsea, adonde se trasladó a vivir, en 1948, con la única mujer que se le ha conocido: Lilianne Groove, viuda de un soldado fallecido en el desembarco de Normandía. Serra (Durruti) murió de muerte natural el día de los santos inocentes de 1974, a los 81 años de edad, en el Paddington Community Hospital. Entre los objetos de los que el pistolero se deshizo en Londres, debieron estar los desvalijados del edificio de cuatro pisos que los Valls Taberner poseían en la Avenida Diagonal esquina con el paseo de Gracia. Con las pertenencias de los hermanos José y Ferrán Valls Taberner, fabricante de tejidos el primero, historiador y diputado de la Liga catalana, el segundo, se llenaron dos camiones. A uno de los herederos de la familia, Javier Valls Taberner, le ha sido devuelta hace poco alguna correspondencia de sus antepasados expoliados que Serra guardaba en su piso de Londres. Las cartas de los Valls Taberner, como el diario de Serra, no fueron desempolvados hasta que Lilianne Groove falleció, en 2000. Fue entonces cuando Mauricio, ahijado de Serra, el chaval de 12 años que se sentaba junto a él en la cabina del camión cuando salía de patrulla con la FAI, recibió una carta en su buzón. La misiva lo señalaba como el único heredero de la fortuna y las pertenencias de Josep Serra (Durruti). Desde 1939 hasta su muerte, los viajes de Mauricio a Londres fueron el único contacto que el pistolero exiliado mantuvo con España. «Fui yo quien le pidió que escribiera sus memorias en el trascurso de una visita que le hice en 1951», cuenta Mauricio a Crónica. «Había que desvelar uno de los aspectos menos tratados del periodo de la Guerra Civil, el de las acciones revolucionarias perpetradas por la FAI, cuando una cierta historiografia oficial suele pasar de puntillas sobre la violencia y el expolio anarquista». Mauricio, 85 años ahora, con residencia en Barcelona, encontró en la vivienda londinense el diario de Josep, el grueso del archivo documental de la FAI -de un valor histórico incalculable- y un carné de la CNT que desvela el rostro de Serra, paradójicamente de rasgos faciales muy similares a los de Franco. El ahijado puso el valioso hallazgo en manos de Miquel Mir, archivero y documentalista catalán, quien sigue estudiando el material con la intención de reconstruir la magnitud del expolio, pero ha publicado ya "Diario de un pistolero anarquista", donde reproduce el testimonio de Josep Serra. Este comenzó su dietario así: «Cuando abrí los hojos a la ingusta realitat de la vida fue un frío día de enero delaño 1914 en el puerto de Barcelona, cuando un cura nos vendecía a todos los soldados que forzados nos enviaban a marruequos para luchar contra los moros...». Hablaba de los tres años de servicio militar que cumplió en el frente de Marruecos, donde aprendió las habilidades de conducir y manejar armas, a las que tanto provecho sacaría después, y alumbró una conciencia proletaria que no dejaría de alimentar con los años. «Eramos carne fresca que enviaban al matadero para defender los intereses de los ricos capitalistas españoles», escribió, con evidente rencor, de su paso por Marruecos. De vuelta a España, Serra pasó fugazmente por la masía de Villafranca del Penedés donde había nacido en 1893 -«toda la gente del pueblo me veía como un empestado y un revolucionario- antes de mudarse a la convulsa Barcelona. En la capital consiguió empleo como mecánico en un taller al tiempo que se afiliaba a la CNT, donde siempre se fue decantando por la facción más violenta. Su primera acción como pistolero la perpetró en 1919. Ejecutó al encargado de una empresa textil, Vapro Vell. Al dispararle en la cabeza, sus pantalones quedaron empapados de sangre y de fragmentos de cerebro. Vomitó y se puso los pantalones del muerto. Cuando Serra decidió intalarse por su cuenta como mecánico, su taller de Pueblo Nuevo sirvió, en junio de 2006, para una reunión del movimiento que presidió Durruti, y en la que perfiló el plan anarquista para responder al inminente alzamiento militar. De allí salió con una consigna clara. «Las órdenes eran entrar en las iglesias y conventos y saquear las piezas de oro o plata o de más valor que nos servirían para venderlas y comprar armas para la causa revolucionaria», dice un diario que finaliza con lo que nadie ha escrito en su lápida londinense. Que se moría sin remordimientos por su pasado, pero con el dolor de no poder contemplar el escenario real de la fotografía que eligió para su diario: «Siento como se me va el tiempo y me ronda la muerte. Pero no le tengo miedo, ya que a todos nos llega el final. Auque nunca pierdo la esperanza de poder volver algún día a España, en la masía donde nací». Así murieron seis de los beatos: Victoriano José.- Lo tuvieron que fusilar dos veces. El 8 de octubre, junto con otros 46 hermanos maristas, fue conducido desde la checa de San Elías al cementerio de Montcada. Allí lo balearon el 7 de octubre de 1936. Pero siguió vivo. Consiguió llegar a casa de un ferroviario. Pero la casa también estaba amenazada y le recomendaron que no permaneciera allí. En la segunda puerta a la que llamó no tuvo tanta suerte. Lo delataron y fue fusilado el 8 de octubre. Tenía 28 años. Virgilio.- Nacido en la localidad navarra de Ciriza, había sido director del Colegio de Burgos, responsable del noviciado de Grupliasco y director en Murcia. El contribuyó a que más de un centenar de estudiantes de la orden huyeran a Francia el 5 de octubre. Pero, como tantos otros, Virgilio acabó en la checa de San Elías antes de ser fusilado aquel 8 de octubre. Antes de la guerra, Virgilio había creado la sociedad civil La Cultural para oponerse, en 1933, a las leyes contra la enseñanza católica. Epifanio.- Tenía 62 años cuando fue asesinado en Montcada. Dirigía un colegio de la barcelonesa calle de Lauria el día en que estalló la guerra. La comunidad se dispersó en busca de refugio. La responsabilidad pudo más que el miedo y Epifanio regresó al colegio. Allí lo cogieron y encarcelaron para ponerlo inmediatamente en libertad. Vagó de fonda en fonda. Detenido de nuevo, lo llevaron al barco Cabo San Agustín el 7 de octubre de 1936. Después pasó por la checa de San Elías antes de ser fusilado. Ángel Andrés.- Él no se fiaba de las promesas de la FAI. No creía que los anarquistas fueran realmente a permitir a los maristas salir hacia Francia en barco. A pesar de que era un idealista especialista en El Quijote (y autor de una edición anotada escolar). «Nos van a traicionar», dijo en varias reuniones. Y así fue. Tenía 37 años. Precisamente por sus reticencias, fue apartado de sus compañeros el 7 de octubre. Desapareció en la checa de San Elías. Nadie sabe dónde fue fusilado ni dónde está su cuerpo. Laurentino.- Pudo haber huído pero no lo hizo. Le dieron facilidades para cruzar la frontera y refugiarse en Italia, pero prefirió ayudar a otros maristas. Consiguió facilitar el paso a Francia de 117 jóvenes. Pero él y otros 106 hermanos cayeron en una trampa y el 7 de octubre de 1936 fue hecho prisionero en el puerto de Barcelona. Allí iban a embarcar en el buque San Agustín rumbo a Francia. Responsables de la propia FAI habían garantizado su seguridad. Les engañaron y acabó fusilado. Carlos Rafael.- El más joven de los depurados. Gerundense, había jurado los votos apenas dos años antes del Levantamiento, el 2 de julio de 34. Tenía 15 años y le quedaban dos de vida. Cuando estalló la guerra, intentó salir del colegio salesiano de Mataró en el que vivía hacia su pueblo natal, Sant Jordi Desvalls. Lo consiguió, pero se enteró de que un barco los podía llevar a Francia, se desplazó a Barcelona y fue detenido: «Así moriremos mártires e iremos al cielo», dijo antes de morir. Nota Aclaratoria.- Ana María Ortiz es una periodista, con varios premios culturales ya recibidos por su trayectoria, que es redactora en el Suplemento "Crónica" del diario "El Mundo".
Página 1 / 1
|
José Orero De Julián