La cadena (Relato)
Publicado en Aug 23, 2016
Desde que una noche, en esa alta madrugada en que el Tío Cruz se quedaba, desvelado, junto al fuego de la chimenea de la humilde vivienda donde él seguía soñando con su ya casi olvidada experiencia de haber conocido la gran ciudad de Madrid, y los ladridos de la perrita negra "Conguita" le avisaron de que había que levantar el ánimo de una vez por todas, el triste Tío Cruz pareció animarse un poco; aunque fuese solamente un poco nada más.
Sin duda que el dolor que le producía aquella enfermedad de los pulmones, que le hacía ver el mundo como a oscuras y lleno de inexplicables misterios donde las mujeres eran como fantasmas de su imaginación pero no realidades concretas ni tangibles, le crispaba los nervios y, entonces, hurgaba con el badil todas las brasas de la hoguera intentando comprender el porqué de todo aquello inclinando humildemente su cabeza. Una corona de espinas había colocado alguien en la puerta de su vivienda, colgada del llamador en forma de puño cerrado, a manera de broma macabra. Era por eso por lo que el Tío Cruz andaba tan desazonado y con el espíritu triste y abatido. Aquella situación de tristeza, debida a una circunstancias que él no podía comprender, le hacían sentir ganas de llorar. Lo más curioso de todo es que el gato "Pirracas", tan negro como la perrita "Conguita", permanecía fie a sus caricias a pesar de que el ambiente era tan tétrico y tan poco alentador. El Tío Cruz comenzó a rememorar, hundido su pensamiento en aquella su juventud ya tan lejana: "Había en Madrid una muchacha, temerosa de Dios y apartada del mal, que me gustaba de verdad. Yo pensaba pagar por ella, para que se viniera conmigo a vivir en Molinos del Júcar, hasta quinientas cabras y ovejas si hubiese sido necesario; pero no me atrevo a decirla nada por culpa del marqués". Y volvíó a remover las brasas, con el badil, intentando apartar de él aquella especie de sentimiento que hacía que le aflorasen las lágrimas en sus pequeños ojos de color gris acerado. Tan intenso fue el dolor que le afectaba a su espíritu que renunció a seguir pensando en los seres humanos. Aquel Marqués de Cubas, boticario para más señas, le había arruinado cualquier intento de sentirse algo más que un simple y analfabeto cuidador de cabras y ovejas. Recordó: "¿Pero a dónde vas a ir tú con esta moza madrileña que sólo está fabricada para los grandes señores como yo?" "¡Cruz, Cruz, Cruz!", "mande mi señorito", "¡no está hecha la miel para la boca del asno", "sí, señor marqués". Nadie sabía la verdad de aquella historia, porque el pobre y humilde pastor jamás le contó a ningún otro ser humano, salvo al viejo cura Don Ramón bajo secreto de confesión, aquel sentimiento amoroso de sus veintidós años de edad; cuando, cumpliendo el largo servicio militar, la había llegado a conocer en el baile de "La Bombilla" y había tenido la milagrosa oportunidad de mecerla entre sus brazos una única vez; una sola y única vez que nunca jamás se había borrado de sus pensamientos. Solo que en este momento se le estaba nublando la memoria. Al no ver, espiritualmente, aquella fe de la que tanto le hablaba el viejo cura Don Ramón, ¡qué profundo y constante reclamo de justicia había dentro de su corazón! Los antiguos amigos ya le habían abandonado; unos porque se habían muerto y otros porque se habían largado de Molinos del Júcar hacia otros lugares con más vida que aquellas escasas veinte oscuras viviendas donde ni el sol se atrevía a entrar. Pensó entonces que cada uno nace con el deber de encender su propia existencia, salvo que un alto personaje tan poderoso como el Marqués de Cubas fuese un imperativo imposible de superar. El sufrimiento del Tío Cruz era ya algo totalmente consumado. Si seguía existiendo era porque Dios todavía no había decidido levantar la agonía de aquel profundo sentimiento. Y entre lo de la corona de espinas como símbolo de su propia impotencia y aquel no poder defenderse de aquellos fantasmas que rodeaban, siempre amenazadores, su existencia temporal, él sentía un miedo tan rotundo que sólo le quedaba, como último recurso, seguir agachando la cabeza para quedarse mirando fijamente al suelo. Recordaba entonces que ella se llamaba Adela y que él, cariñosamente y como queriendo hacerla entender que la amaba casi con cariño paternal, prefería lo de Adelita. Recordaba también que le musitó, en aquella ocasión que la tuvo entre sus brazos, el inicio de la canción que rondaba por su mente: "si Adelita se fuese con otro y si Adelita no fuese mi mujer"; pero la sonora bofetada que recibió como moneda de cambio le había dejado, por un instante, totalmente desconcertado mientras en el baile todos se habían reído de él. Y recordaba que nunca más volvió a verla porque, a partir de aquel mágico momento, intervino el Marqués de Cubas para apartarla de su lado y llevársela, como empleada de hogar, a su lujoso palacete de la calle madrileña de Serrano. Así fue cómo perdió la batalla en donde se jugaba obtener el único verdadero amor de su vida. Para ser totalmente franco consigo mismo, se preguntaba unas mil veces más de mil si había merecido aquella clase de martirologio; y se preguntaba también qué clase de pecado había cometido él, tan simple y tan ingenuo y tan bonachón, por haberse enamorado de lo que el marqués le estuvo advirtiendo que era un imposible. Intentaba perdonarle, una y otra vez, más aquella angustiosa tiranía se empeñaba en hacerle entender que siempre tenía que tener en cuenta que carecía de la experiencia suficiente como para haberse enfrentado a él con el uso de las palabras para poderle rebatir todos y cada uno de sus argumentos. No. No podía con la retórica alambiqueada del Marqués de Cubas. En la intimidad más privada, pasaba las noches con aquel recuerdo inolvidable; pero cada vez más hundido en la desolación y las tinieblas mentales. Y, sin embargo, nunca dejó jamás de sentir una lejana esperanza, un escondido deseo, unas enormes ganas de apurar el porrón de vino antes de quedarse dormido en el desvencijado sillón. Y siempre pensaba que un día, muy lejano o no tan lejano, tendría las suficientes agallas como para olvidar todas las habladurías que se comentaban en Molinos del Júcar y demostrarles, a uno por uno y a otra tras otra, que todos ellos y todas ellas no eran más hombres ni más mujeres de lo que suponían. ¿Dejar que el fruto de lo imposible le fuera destruyendo cada vez más? No era deseable. No era apetecible. No era justo. Así que aún insistía, sobre este asunto, repitiéndose que la voluntad de Dios intercedería por él y, a medida que fuesen pasando los años, nunca llegaría a pensar que todo aquello fuera un absurdo, tal como se lo querían hacer comprender todos los habitantes de la aldehuela o como intentaba convencerle el viejo cura Don Ramón que sólo le hablaba de resignación y paciencia. ¿Resignación para qué? ¿Paciencia hasta cuándo? Ni las risas del marqués ni las consejas del cura conseguirían hacerle desistir de su creencia en que, pidiéndoselo a Dios, se podría producir el milagro aunque estuviese solo, completamente solo, sin más compañía viva que la de "Conguita" y "Pirracas". Eran esenciales estas dos ideas: las risas del marqués y las consejas del cura. Ambas venían a resumirse en una frase que recordaba desde que, siendo niño, le había repetido una tras otra vez el antiguo maestro de escuela que se fue a morir a su pueblo de Teruel. La sabía de memoria: "Digo que los pobres salvarán al mundo, y lo salvarán sin quererlo, contra su voluntad, sin pedir nada a cambio, desconociendo el precio del servicio que habrán prestado". El Tío Cruz no tenía ni la más remota idea sobre el asunto de que aquella frase la había dicho un francés llamado Georges Bernanos, porque el Tío Cruz ni tan siquiera sabía dónde estaba Francia en el mapa mundi ni qué significaba ser un francés intelectual. Lo único de intelectual que tenía el Tío Cruz era su boina al estilo de las que usaba un tal Pío Baroja, del cual había visto una fotografía en un viejo libro de literatura, y una cachimba que, a veces, fumaba para tranquilizar el alma y que le hacía parecerse a un tal Ernest Hemingway que el Tío Cruz ni tan siquiera sabía que existía. El laurel también puede ser ceñido por las sienes de un viejo y analfabeto pastor de cabras y ovejas. Y entonces, al pensar en ello, al Tío Cruz le comenzaba a doler la cabeza y aquella tensión tan dolorosa le hacía ponerse en pie y, arrastrando poco a poco sus zapatillas, salir al callejón para sentir el olor de la hierba recién contada que estaba amontonada como sin fuera un guardián vigilante de las horas. Y allí, al lado de la hierba, se veía retozando con la bella Adelita de sus ocultos sueños. "No olvides la carta, por favor", parecía pedirle su conciencia. ¿A qué carta se estaba refiriendo él mismo? A la que un día, en pleno agosto estival, había conseguido hacer que el viejo cura Don Ramón la escribiese por él. No sabía leer y no sabía cómo había sido escrita pero, escuchándosela muchas veces a su autor, aquel viejo cura que parecía comprenderle de verdad, la había llegado a memorizar por completo: "Amada Adelita, bien sabes tú cuánto confío en esta hoquedad de mi corazón por culpa de la ausencia de tu perfume de mujer en las solapas de mi chaqueta cuando una vez, solamente una vez, conseguí tenerte entre mis brazos. Sigo recordándote en miles de ocasiones, cuando la Luna está en lo más alto del cielo y pienso en "La Bombilla". Tu enamorado que tan ardientemente te desea, Cruz Del Monte Cabrero". Desde aquella especie de calvario hasta su momento actual habían pasado ya cuatro generaciones, pero él no sabía diferenciar, espiritualmente, cuáles eran los cambios que se experimentaban en la transición de las unas a las otras. Aquello era un misterio que él consideraba glorioso y fecundo; algo así como los retoños, frescos y verdes, de la frondosidad del huerto que cultivaba con tanto descuido, el empleado del marqués llamado Benito. Y a veces sentía cierta especie de alegría que siempre era la misma. Asi que se restregaba los ojos para no tener que llorar como un niño y entonces se dedicaba a pensar en las espìnas de aquella corona colgada en el llamador de su puerta de madera que alguien, a manera de broma inhumana, la había colocado allí, en la misma entrada a su humilde vivienda. Pensar en todo ello era como si el corazón lo tuviera lleno de promesas e ilusiones a pesar de todo lo que estaba sufriendo. Se tocaba el pecho y sentía cómo le quemaban las llamas de esa cosa ardiente que el llamaba pasión. ¿Podía él, ya octogenario, seguir teniendo pasión por aquel tan lejano romance que había sido la única ocasión, en su vida, que le había transportado al proceloso mundo de los amores no correspondidos? Pasión. Él seguía llamándolo pasión aunque nunca más había podido ver a quella preciosa Adelita que había idealizado hasta el punto de convertirla en su "Dulcinea" sin ser él ninguna clase de caballero andante puesto que lo único que sabía montar era asnos de malos pelajes y jamás contó, por ello, con un escudero para tener a alguien a quien contar los avatares de aquel amor incendiario. Allí estaban "Conguita" y "Pirracas" que, cuando les dirigía la palabra, se le quedaban mirando como se mira a los locos. Acariciaba entonces la cabeza de "Conguita" y el lomo de "Pirracas" y una pequeña sonrisa, como de niño asustado, asomaba a su rostro. Él lo llamaba pasión. ¡Bendito él, tan afanado siempre con aquella especie de buenaventura en medio de su silencio y el olvido de las gentes! El silencio y el olvido también le daban un perfil de redención. Se sumergía, entonces, en una especie de nostalgia que le recorría por dentro; algo así como un reguero de agua fresca que, surgido del manantial de su pecho, le llegaba a su cerebro para fertilizarle de ideas. Pero, pensándolo mejor, ¿a quién transmitir aquella sensación tan interna si nadie, en Molinos del Júcar, sabía ni la existencia de tal sentimiento en lo profundo de lo más interno del octogenario Tío Cruz? Y entonces se sentía confuso, volvía a remover con el badil las brasas y las cenizas de la hoguera que crepitaba en la chimenea, y con la cabeza agachada, seguía mirando al suelo. Con unas pajas entre las manos, muchas veces era ese el único entretenimiento para no sucumbir al deseo de abandonar su sueño; e iba, entonces, intentando recobrar todos sus gestos de ternura que tan escasamente afloraban en aquella penosa encrucijada. Con toda la alegría que había sentido en su feliz infancia, con toda la fe que recordaba haber tenido siendo sólo un niño, ahora resultaba que el desamor de Adelita le había vuelto a convertir en un ser tan introvertido que a veces le producía llanto y a veces le producía risa. ¿Cómo era en realidad el Tío Cruz? ¿Qué significaba su nombre? ¿Blanco o negro? ¿Vida o muerte? Apenas importaba saberlo. Lo que él buscaba, mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de su mano diestra, repasando y sintiendo las arrugas que le habían hecho tan rápidamente envejecer, era simplemente encontrar un porqué definitivo para entender a su corazón. Apenas poco más le pedía ya a la vida. ¿Sufrir? Incluso no le importaba sufrir por culpa de aquel dolor. Así que su única alegría y, al mismo tiempo, su única desesperación, que para él era la misma cosa, consistía en interrogarse siempre qué más podía haber hecho por ella. Aquella carta escrita por el viejo cura Don Ramón nunca la había enviado a su destino, porque nunca jamás quiso el marqués decirle cuál era la dirección de Adela e incluso le amenazó con enviarle a la cárcel porque en Madrid obtener datos tan privados sobre alguna persona era castigado por la Ley. Sobre todas las cosas mandan los hombres, se decía entonces a sí mismo el Tío Cruz; pero ¿sobre qué cosas podría mandar él si tan sólo tenía a "Conguita" y a "Pirracas" como únicos seres vivos a quienes dar alguna que otra orden que, por supuesto, ni la perrita ni el gato, de color negro los dos, obedecían jamás? Sí. Aquello era definitivo y él se consideraba falto de lo más esencial para un hombre: una mujer a quien poder darla órdenes que ella debería aceptar y acatar sin ninguna clase de queja. Entonces se daba cuenta de que, en realidad, él era siempre él mismo con su sombra, poseedor de cierta naturaleza divina puesto que creía en el alma humana y creía en Dios. Realmente, él era el único hombre de Molinos del Júcar que no había conseguido nunca tener una mujer como pareja a fin de darla órdenes y, de esta manera, todos los problemas le sumían en una bajada de moral tan preocupante que los pulmones, debido a tanto fumar hora tra hora y sin descanso alguno, parecía que le iban a explotar. Aquel tipo de angustia debería ser lo que había oído, en su época vivida en Madrid como vital. ¡Eso era! ¡Lo acababa de descubrir! ¡Él sufría de angustia vital! Sano de espíritu e incorregible soñador, el Tío Cruz escuchaba su entusiasmo cuando llegaba la primavera y entonces, con la Luna redonda viéndola salir por la noche en medio de la frescura del huerto, se sentía momentáneamente feliz por la existencia de la Luna, por la existencia del Sol, por la existencia de las flores, por la existencia de aquella fiesta patronal en donde todos bailaban en la plaza con su pareja menos él que, cobijado bajo el alero del tejado de su humilde y desvencijada vivienda, deseaba no morirse nunca y sentir ganas y deseos de volver a ser aquel mozo que en sus tiempos veinteañeros se encaramaba en algún altozano para ver el humo jubiloso de la, ahora ya inexistente, fábrica de papel; y ver dorarse la campiña, los montes y la dulce lejanía. ¡Qué bonita era la vida entonces y qué pena le producía saber que había pasado como un sueño nada más! Al fin y al cabo, siempre resignado a su futuro sin sentido, la había tenido en una ocasión, aunque hubiese sido sólo aquella única ocasión, entre sus brazos en aquel inolvidable atardecer en "La Bombilla" de Madrid; pero siempre estaría la presencia del todopoderoso marqués para arrebatársela con sólo un gesto de sus gordezuelas manos llenas de sortijas de oro, de anillos de plata y de aquel ridículo lacito de color azul en el dedo índice de su siniestra. Así que nunca podría haber tenido ni una sola cita seria con Adelita. Y entonces cogía su bastón, de madera de pino, y se marchaba caminando hasta lo más lejos posible y, al regresar a casa, pasaba hora tras hora sentado junto a la chimenea hasta que, aburrido de solemnidad, decidía salir a tomar un poco de aire. No haber nacido. Quizás hubiese sido lo mejor no haber nacido. Si resistiera un año más... si pudiera solamente resistir un año más... quizás podría llegar a ser la envidia de todos los demás hombres de Molinos del Júcar; pero, encorvado por completo, ya no se sentía el gallo que fue, aquel gallo pintón de su juventud, antes de ir a cumplir su servicio militar a la ciudad de Madrid, y sintió lástima de ser solamente un transeúnte perdido en un mundo de incomprensiones. Su yo era como el de una culebra y entonces se enroscaba dentro de sí mismo y se sentaba en el bordillo de la fuente de la plaza de la aldehuela contando historias falsas, que él hacía pasar por verdaderas, a los pocos niños y niñas que quedaban allí. Y los niños y niñas se reían de él. Mas él, entonces, se sentía por lo menos un poco feliz. Sea lo que sea que la gente pensara de él, el Tio Cruz tenía por seguro que sus grandes conocimientos de carpintería había sido lo mejor que le había sucedido para poder entretenerse con la vida. Una vida que, por lo demás, apenas si era nada; pero él tenía su propia casa, aunque fuese muy vieja y estuviese casi derruida, y una carreta inservible porque ya no había ningún asno para tirar de ella. El último que se pudo comprar hacía más de dos años que se había muerto. Sin embargo, tan cansado estaba de los demás y tan herido en el alma se sentía por culpa de los demás, que había decidido hacer de la vida su propio santuario independiente y se recluía dentro de sí a ver pasar los meses esperando poder aguantar un año más... tan sólo un año más... cuando veía la última hoja de cada calendario. El año exacto de su nacimiento no lo sabía aunque tenía los ochenta; y tampoco sabía en qué año estaba viviendo. El Tío Cruz siempre tuvo la misma duda: ¿y si la hubiera dicho a tiempo que ya no podría vivir sin ella en lugar de haberle musitado al oído aquella gran bobada de "si Adelita se fuera con otro, si Adelita no fuera mi mujer" que tan mal resultado le había dado con el único momento de amor de su vida y que había acabado, en el mismo momento, con una sonora bofetada en "La Bombilla" de Madrid? Ahora sí. Ahora un par de lagrimones asomaron a sus pequeños ojos de color gris acerado. El Tío Cruz se sacó el pañuelo del bolsillo izquierdo de su zamarra y se sonó las narices con gran estruendo. Si aquel atardecer, en Madrid, le hubiera podido decir en un tan solo instante lo mucho que la amaba... pero no... ahora nunca sabría qué podría haber ocurrido; así que era mejor seguir soñando que no le había propinado, como respuesta a su torpe proposición matrimonial, aquella sonora bofetada que le había dolido mucho más dentro del alma que en el rostro curtido por los soles de la sierra. Pensó que nunca se puede saber todo lo que les sucede a las mujeres a la hora de tener que responder de aquellas maneras tan sorprendentes. ¿Pero qué sabía él de las mujeres? En realidad sólo eran hipótesis mentales que él razonaba, a su manera, tras las resacas producidas por haber empinado más de la cuenta a la hora de darle al porrón que ahora, ya vacío del todo y sin una sola gota de aquel vino peleón en su interior, era como una ausencia que hacía acto de presencia en el fondo de su animosa humanidad. Tan pobre era, que tan sólo le quedaba el consuelo de empezar a comportarse como un caracol metiéndose dentro de su concha. Y así, volviendo a utilizar el badil para remover las brasas de la fogata, volvió a hundirse hacia el fondo de su ajada personalidad. Ya sabía él que la Luna estaba demasiado lejos de la Tierra. ¿Qué clase de conquista le hubiese podido él ofrecer a Adelita? A decir verdad, no quería ver la realidad porque la realidad le apartaba de los hombres felices. ¡Adelita! ¡Adelita! ¿Tenía todavía tiempo para poder verla a solas en la realidad y no en sus sueños? ¿Tenía todavía tiempo para volver a oler el aroma de aquella mujer tan deseada? No sabía cómo solucionar aquel rompecabezas que le rompía el corazón y, cuando a él le daba por querer olvidarla, se quedaba completamente solo y sin memoria. Tan solo y sin memoria que ni "Conguita" ni "Pirracas" le servían de referencias para poder consolar su espíritu. Las dos lágrimas que habían aparecido en sus pequeños ojos de color gris acerado terminaron por hacer un lento recorrido hasta llegar a las comisuras de sus labios. Tenían sabor amargo de verdad. Muy amargo. En cualquier esquina de Molinos del Júcar le esperaba siempre la sombra. Siempre era la misma sombra de siempre y no había cambiado jamás. Cuando se daba cuenta de que era su propia sombra, y no la sombra de cualquier otro ser humano, respiraba profundamente como si se hubiera alejado algún fantasma de su pensamiento y para evitar el ahogo que le surgía de los pulmones hasta la garganta. Entonces comenzaba a toser de manera exagerada y parecía que nunca iba a poder terminar de hacerlo. Era quizás una manera práctica de ahuyentar a los fantasmas del tiempo. Enseguida se daba cuenta que seguiría siendo todo así año tras año, con la única ilusión que guardaba como un verdadero tesoro: poderla ver una vez más. Por eso ya no le asustaba mirar a su propia sombra. En su rotunda decadencia física y mental todos los demás hombres y mujeres de Molinos del Júcar le habian dejado solo; allí sentado junto a la chimenea, con "Conguita" enroscada entre sus pies y con "Pirracas" sobre su regazo. Entonces era cuando se encontraba más consigo mismo y sabía que nunca lo habría podido lograr; que su Adelita nunca sería su Adelita porque no había nacido para cuidar de las gallinas, de los patos, del cerdo y de aquel huerto que él no podía atender directamente. Así que se daba cuenta de que él nunca hubiese podido ofrecerle la Luna, tal como hacen todos los enamorados, porque la Luna estaba muy lejos de la Tierra y él era, al fin y al cabo, un esclavo del marqués atado de por vida a aquellos pedazos de terrenos donde las luciérnagas alumbraban en los anocheceres oscuros y el frío hacía que se tuviese que subir las solapas de su zamarra y ocultar su rostro tras la lana de aquella bufanda de color morado que era el útimo refugio para sus pensamientos. ¿Qué tengo yo de hombre? Era una pregunta demasiado filosófica para él, que sólo había podido acudir a la escuela para hacer de ayudante del bedel cuando había escuela en Molinos del Júcar. Ahora no había ni escuela ni bedel y por eso ya no podía ayudar a nadie. Ahora sólo había el silencio de un vacío dentro de su cerebro. Nunca aprendió a leer ni escribir más allá de la palabra "Adelita" que, como era para él natural, tanto se lo había pedido al viejo cura Don Ramón para que se lo enseñara. Y de esa manera, de vez en cuando, escribía la palabra "Adelita" en el papelillo de fumar, antes de rellenarno de tabaco, y después lo chupaba soñando que eran besos que daba a la novia que nunca existió. Como ya no tenía más futuro que superar un año, poder seguir un año más en esta bendita Tierra, se palpaba el cuerpo por ver si todavía estaba vivo y poder, de nuevo, recordar. ¡El Marqués de Cubas! ¡Cuántas veces había sentido odio hacia el Marqués de Cubas! Pero aquello no le servía de nada sino para sentirse cada vez menos persona, más humillado, menos hombre, más sombra. La huella de aquel martirio era haber avejentado tanto, que se había quedado orillado para siempre en el estatismo de la hoquedad. Soledad. Sólo tenía un alimento diario llamado Soledad. Nadie quería ni deseaba ya hacerle compañía. Los niños y las niñas que tanto se reían de él, y con él, ya no eran niños ni eran niñas y habían desaparecido de aquel lugar. Todos los hombres de Molinos de Júcar habían formado otras familias. Y sus amigos de toda la vida se habían muerto y los pocos que quedaban vivos se habían marchado con sus parientes de las grandes ciudades para refugiarse de la ancianidad. ¡Madrid! ¡Cuánto daría por volver a visitar la ciudad de Madrid aunque había escuchado a algunas personas decir que Madrid ya nada tenía que ver con aquel Madrid de "La Bombilla" de su juventud! Se sintió sobrecogido y se acurrucó un poco mas cerca de la chimenea. Era un perdedor y tenía que aceptarlo. Simplemente la vida había repartido sus cartas y a él le había tocado, en el ciego sorteo del destino, la que menos valor tenía. Eso era todo lo que podía ya pensar el Tío Cruz. Quemado por los soles de la serranía, durante todos aquellos largos años que había vivido como pastor del enorme rebaño de cabras y ovejas del Marqués de Cubas, siempre oía el sonar de las aguas del riachuelo cuando salía a mirar las blancas nubes del cielo y, al pasar junto a las alegres lavanderas, hacía como que se había equivocado de camino y daba un rodeo por detrás de las tapias de la abandonada escuela y allí, en medio de las tinieblas de sus recuerdos, se pasaba largas horas mirando los riscos de los montes, como un cardo que se había quedado sin corazón. ¿Y Benito? ¿Qué pensaba el Tío Cruz de aquel holgazán que había contratado el marqués para que le ayudara a cultivar el huerto y que perdía el tiempo tumbado, como un haragán, en la sombra de un peral y se escapaba a la hora de acudir a todas las fiestas de los pueblos vecinos para dedicarse a coger varillas como los tontos? Pensaba que era tan tonto como para afirmar y asegurar que Logroñés era un pueblo de Salamanca. ¡Qué gran emoción sentía el Tío Cruz cuando quedaba, intelectualmente, vencedor sobre aquel tonto de Benito, porque él si sabía, gracias a que se lo había contado un compañero de milicias, que el Logroñés era un equipo de fútbol de la ciudad de Logroño! Cuando lo recordaba siempre se reflejaba una leve sonrisa en la boca del Tío Cruz porque, en el fondo, sabía demasiadas cosas que Benito ni tan siquiera podía imaginar. Así que había decidido, desde hacía ya mucho años atrás, olvidarse totalmente de aquel tonto llamado Benito que había cumplido la venganza de haber abandonado el huerto para irse a trabajar como peón de albañil y terminar siendo simplemente un barrendero recogiendo las porquerías de todas las gentes de la vecina capital. Recordando todo eso eran los mejores momentos de satisfacción que sentía el Tío Cruz junto con los que había pasado jugando al dominó con el viejo cura Don Ramón, el alcalde Buendía y el cartero Segismundo. Ya los tres habían muerto y habían abandondo esta tierra, pero su ánimo se reconfortaba con lo mucho que había aprendido cuando Don Ramón hablaba de su lejana Galicia que había recorrido a través de todos sus ríos; de los conocimientos de derecho básico y elemental que conocía Buendía y de las noticias que, de vez en cuando, traía Segismundo para compartirlas y discutir de manera acalorada sobre todas ellas. ¿No habría también un mundo mucho más amplio, atractivo y poderoso, al otro lado del mar? Mucho tiempo de su vida se lo había estado preguntando el Tío Cruz a sí mismo. Pero él no había visto nunca el mar. Siempre había estado viviendo, salvo el período del servicio militar disfrutado en Madrid, encajonado entre los riscos de aquel árido paisaje salvo los pequeños huertos a los pies del pequeño valle. No conocía el mar y eso también le hacía llorar, de vez en cuando, al Tío Cruz. ¿No hay también una razón y una sinrazón en las lágrimas? Lo que el Tío Cruz sabía, por los avatares de la vida, es que las heridas sentimentales eran olvidadas por lo marineros en el alta mar donde ya no había ninguna clase de memoria porque no había ninguna clase de paisaje. Pero las heridas sentimentales del Tío Cruz nunca podrían cicatrizar debido al odioso Marqués de Cubas que le había desalojado bruscamente, por su ambición desmedida, de la anhelada oportunidad de volver a tener entre sus brazos, aunque hubiese sido por otro momento nada más, a una mujer tan maravillosa como Adelita. A veces, cuando pensaba en ella, salía de Molinos del Júcar donde no existía ninguna clase de bar, y caminando lenta y pausadamente, se iba por el borde de la carretera hasta la bodeguilla de Palomeque, aquel orondo y simpático propietario de la única taberna que existía en Palomares del Duque. Allí, empinando el codo un poco más con una cerveza tras otra, se entretenía en escuchar a los asiduos parroquianos contando historias, niguna de ellas verdaderas pero sí muy emocionantes, sobre la azarosa vida aventurera del famoso Duque de Alba que le había dado nombre a la aldea de Palomares. Aquello era, por supuesto, también falso del todo pero a nadie le preocupaba ese detalle porque, afirmando tal cosa, los vecinos y vecinas de Palomares del Duque se sentían mucho más importantes que los vecinos y vecinas de cualquier aldea del resto de España. Aquello de que el fundador había sido el Duque de Alba no tenía ninguna clase de verdad ni histórica ni social, pero daba gusto escuchar las muchísimas invenciones que se contaban de este personaje español sin que a nadie le importasen que hubiesen sido reales o productos solamente de la imaginación popular. Así que todo aquel conglomerado de historias daba cuerpo a una verdadera mitología incluso superior a la del semidios llamado Hércules, cuyas hazañas heroicas era empañadas y superadas por la hazañas heroicas del aquel Duque de Alba reinventado, una y mil veces más, por la fantasía popular de todos los allí reunidos. Entre ellos siempre se encontraba Josele, el chaval que quería llegar a ser periodista estudiando en la ciudad de Madrid, quien se había dedicado a recoger todas aquella historias reales e inventadas haciendo saber que cuando lograra ser periodista profesional publicaría un libro de todo aquello ya que tenía escritos algo más de mil folios. Según él, aquel libro que se titularía "El Duque de Los Palomares" llegaría a ser un día tan importante y famoso que traspasaría todas las fronteras hasta llegar al último rincón del planeta Tierra. En él se podrían leer aventuras jamás imaginadas por los más famosos aventureros de la nobleza a escala mundial. Con aquella historias, que narraban según iban jugando a los naipes y trago de cerveza tras trago de cerveza, se entretenía soberanamente el Tío Cruz, siempre en silencio, en silencio hasta que quedaba completamente dormido sobre la mesa de madera y era el tal jovencito Josele quién tenía que echárselo a cuestas y llevarlo de regreso a Molinos del Júcar de donde eran vecinos los dos. ¡Era un gran muchacho aquel llamado Josele que ya había decidido ponerse, como hombre de Letras, el seudónimo de "El Molinero"! Pero un buen día, sin decir nada a nadie, Josele desapareció de la vida de la aldehuela y nunca más se supo de él ni del libro que había tantas veces prometido escribir. Hubo un rumor que decía que estaba casado, con cinco hijos, y trabajando en una fábrica de zapatos de Vall de Uxó. Y que nunca estudió Periodismo ni en Madrid ni en ninguna otra ciudad española o no española. ¡Ilusiones! El Tío Cruz, a raíz de la fuga de Josele, comprendía con total claridad que también se puede vivir de ilusiones. Aquel tal Josele y él mismo eran un verdadero ejemplo. ¡Siempre era mejor vivir de ilusiones que de la verdadera realidad de aquellas pobres tierras alejadas de cualquier tipo de avanzada civilización urbana salvo por las noticias que, de vez en cuando, traía el cartero Segismundo. De esta manera Madrid era el verdadero sueño del pastor que no hacía más que dar rienda suelta a sus sentimientos de cariño hacia la perdida Adelita. Cariño. ¿Qué era el cariño? Aquella pregunta también formaba parte esencial del mundo oscuro del Tío Cruz. ¿Tal vez era solamente el calor de "Conguita" enroscada entre sus pies y el ronroneo de "Pirracas" sentado en su regazo? Más allá él no podía comprender qué podría ser aquello del cariño. A veces recordaba los primeros años de su infancia o el dulce temblor de su cuerpo cuando, siendo solo un adolescente, se le cruzaban por el camino algunos de los grupos de mozas que paseaban por la carretera mientras las sonrisas de las viejas eran, a un tiempo, de picardía y de curiosidad. Él se sentía avergonzado cuando alguna de las mozas volvía el rostro para mirarle con cierta sensualidad premeditada. ¿Era aquello el cariño? ¿O era sentir la emoción de ver el arco iris salir en el cielo después de alguna tormenta primaveral? Luz solar, sonrisas a escondidas, arco de colores. Tal vez todo aquello era lo que los demás llamaban cariño. ¿Qué buscaba la mirada del Tío Cruz cuando se quedaba fijamente absorto con el fuego de la hoguera y removía las brasas con el badil? ¿Qué buscaban aquellos ojos pequeños, grises y acerados, que a veces se humedecían mientras su memoria se iba perdiendo, poco a poco, y sólo le iban quedando en sus recuerdos un perfume de mujer que todavía sabía que se llamaba Adela pero que él seguía conociéndola como Adelita? Él, que no tuvo nunca oportunidad alguna de poder besar los labios rojos de alguna mujer, sólo tenía buenas palabras para poder definir lo que le sucedía. ¿Buscaban sus ojos alguna buena palabra escrita en su pensamiento para poder definir qué es lo que le pasaba a su roto corazón? Ni siquiera acertaba a saber si lo vivido aquel atardecer en "La Bombilla" de Madrid sólo era un recuerdo de un sueño que no fue realidad. Entonces es cuando se armaba de gran valor y se sentía capaz de estirar sus piernas, siempre encogidas para dar cobijo a "Conguita", y empezaba a recuperar su infancia. No recordaba todo el texto de aquella canción pero hacía un supremo esfuerzo para acertar con su inicios: "Antón, Antón Pirulero, cada cual cada cual que atienda a su juego" ¿Qué juego era aquel en el que tenía que atenderlo para no olvidarlo jamás? ¿Era eso la magia de la infancia ya perdida en algún rincón de la historia de aquella aldehuela en la cual siempre estaba detenido? Las llamas de la hoguera, en la chimenea, chisporroteaban iluminando la oscura noche del interior de toda aquella vieja vivienda. ¡Ay qué forma de destruir vidas como producto de la soberbia de los hombres! ¿Cómo era posible que le habían arrancado de su corazón aquel perfume de Adelita a la que se había llevado el marqués para poseerla como empleada de hogar en su palacete de la madrileña calle de Serrano? ¡Cómo destruye la codicia humana de los hombres crueles el corazón y el alma de los inocentes! El Tío Cruz no podía comprender y por eso estaba convencido de poder volver a sentir, en algún momento de su perdida existencia, el enorme placer de tenerla entre sus brazos y darle en la boca todos esos besos que nunca jamás le dio salvo en los sueños de su oscura realidad. Muchas veces, observando la Luna mientras estaba sentado en el bordillo de la fuente, sentía el deseo de la carne solamente acompañado del recuerdo de aquel olor de perfume de mujer. ¿Cuándo supo que su corazón había quedado definitivamente malherido? Sin embargo todavía sentía su latir. ¿Sabría aquel Marqués de Cubas lo que eran, en verdad, los sentimientos humanos? ¡Ay la codicia de los hombres! ¡Cuántos corazones y cuántas almas destrtuyen la ambición de los poderosos que nunca están contentos del todo porque siempre desean poseer más, mucho más de lo ya mucho conseguido a fuerza de arrebatar los sueños de los inocentes! Y el Tío Cruz sólo removía con el badil las brasas de la fogata mientras que "Conguita" volvía a enroscarse entre sus pies y "Pirracas" seguía ronroneando en su regazo. ¿Será posible que el mundo no sea igual para todos los seres humanos? Él había pensado siempre, aleccionado por el viejo cura Don Ramón que ya descansaba su eternidad en su añorada tierra de Galicia, que el mundo era un hogar familiar para toda la humanidad entera y que todos somos una misma cosa dando vueltas alrededor del sol. ¿O era el sol el que daba vueltas alrededor de la Tierra? ¿Y qué era la Luna cuando ya no tenía a nadie para decirle que la conquistaría como prueba de amor? Muerto. De repente se vio a sí mismo muerto a la vera de un destino donde tensaba su encorvado cuerpo que, antes, en su plena juventud, le había servido para vivir algaradas festivas. En su mente escuchaba el ruido de los cohetes estallando en el aire y su corazón comenzó a palpitar como preparándose para luchar ante aquella adversidad que no podía comprender. Y siempre el porqué rondando sus pensamientos como el novio que corteja a su amada rasgando una guitarra junto a la reja del balcón. Recordaba aquella guitarra que tanto entretenimiento de alegre compañera le había otorgado eso momentos donde no dudaba de que la vida merecía la pena tomarla como un festival. ¿Y qué hacía ya en este mundo alguien como él que ya estaba fuera de juego sentado junto a la lumbre sin saber qué hacer? ¿Era decisión del mundo haberle convertido en esclavo del marqués y del rebaño de cabras y las ovejas del marqués desde que tuvo trece años de edad salvo el tiempo vivido en Madrid gracias al servicio militar? ¿Cómo podía el mundo entender que la sombra era la única compañera que le quedaba como recuerdo de que algún día lejano o no lejano él había tenido también sentimientos de amor? De cara a la pena de sus ochenta años de edad, en medio de aquella pasión que le resultaba incomprensible, volvió a bajar la cabeza con cierto pudor para decirse que meditar en medio de la noche oscura podría ser, incluso, también un momento de alegría. Y era verdad que lo único que le quedaba era aquel recuerdo de Madrid, cuando envuelto en el griterío de la multitud, escuchaba el volteo de las campanas de las iglesias. A veces uno mismo, tan pobre y desilusionado como él, podía tener conciencia. ¿Era esa conciencia la que le estaba otorgando una ocasión para seguir con la esperanza y abandonar la desesperación? Pasaba el tiempo ante el fuego de la chimenea y ahora un reguero de lágrimas venció toda sus resistencia. Como no era un hombre completo era mejor llorar. ¿Acaso era un infinito la función útil de la soledad? Desde afuera, saliendo de su propia condición, pensar en luces y energías suficientes para seguir viviendo a pesar de su oscuridad mental, era totalmente lícito. Y se sentía, en el fondo de su alma, como en estado de gracia inmortal, pero ¿qué sucedía dentro de él?, ¿cuál era aquella sensación de oscuridad que enmarcaba a toda su persona en el rincón más indeterminado de su humilde y ruinosa vivienda? Una chimenea ardiendo, una perrita negra tan inmóvil como el sillón donde él descansaba su desesperación, y un negro gato que ronroneaba siempre como ausente y totalmente lejano a la condición humana. ¿Quién le había dicho que la grandeza de los seres humanos era sentir las consecuencias de haber elegido su propio destino? Sin duda alguna debió haber sido el viejo cura Don Ramón. Entonces las preguntas se hacían más intensas. ¿Había sido Adelita el destino que él no pudo alcanzar por no saber nada de los secretos del aroma de una mujer? ¿Adelita era el final de todo lo que hubiera podido aspirar? ¿Podría vivir un renacimiento para volver a encontrarla y poderle decir, con toda su alma puesta al servicio de su corazón, que no le impottaba seguir esperando a bailar con ella en otro momento inmortal? Cuando llegaba a este punto tan transcendental de sus pensamientos, deducía que la inmortalidad tal vez podría ser aquello de permanecer sentado, removiendo con el badil las brasas y las cenizas del fuego de la chimenea y mirando al suelo esperando alguna señal sobrenatural. ¿Pero qué clase de milagro podría producirse existiendo el Marqués de Cubas que seguía siendo el duelo de sus sueños en medio de aquella espesa niebla que le impedía ya discernir entre lo que era su firme convicción de querer seguir viviendo y aquella especie de horizonte que el marqués le había arrebatado cuando era su única posibilidad de alcanzar lo que soñaba? El dolor y las lágrimas se unieron en esas horas grises y el roce del cuerpo de "Conguita" con sus piernas le traspasaba el pecho. ¡Sentía emociones ¡Todavía era capaz de sentir emociones a pesar de todo lo que ya no podría volver a vivir". Un cristal no hace fronteras. Como emblema de la libertad era posible que así fuera. Pero él quería algo mucho más diferente; él quería saber por qué la Luna estaba tan lejos de la Tierra que su ir y venir por los caminos de sus pensamientos le elevaba el espíritu y, sin embargo, era todo lo contrario a lo que él deseaba sentir. ¿Los sueños pueden vivirse de manera contraria a cómo se suelen soñar? Si de aquella condición de sombra humillada podría alguna vez liberarse, ¿a quién debería buscar para despreocuparse de toda su triste existencia? Se levantó. "Conguita" y "Pirracas" tuvieron que dejarle a solas y, una vez más, volvió a salir hasta la fuente para mirar a la Luna. Entonces pensó que, finalmente, alcanzar a soñar a la mujer de la que un hombre está enamorado es acomodar el interior de su corazón para irse a vivir un futuro fuera del alcance de cualquier marqués para que este no le vuelva a robar su hombría. Ir y venir de su vieja vivienda hacia la siempre joven fuente gorgorita y de la siempre joven fuente gorgorita hacia su vieja vivienda era lo poco de camino que ya le quedaba después de haber andado por tanta seranía que sus pequeños ojos se habían vuelto grises y acerados. Mas allá, el horizonte había sido borrado de su memoria. Es entonces cuando se puso de rodillas porque no era más que un leve ser viviente pidiendo a Dios aquella única oportunidad que el inhumano marqués había hecho pedazos y guardaba, en su soledad, el silencio para sentir aquella nostalgia de volver. Comenzó la lluvia a caer sobre su cerrado mundo de cabras y ovejas. Mejor. Tal vez era mejor mojarse con el agua que sucumbir en el último momento de la vida. Era capaz de añorarse como criatura dando vueltas a la noria de este pasado por su pequeña historia que, en algún momento, podría volver a sentir a pesar de todo. Era como el alma de otro ser humano diferente a él. Era cualquier se humano contra la crueldad del señor marqués. Miraba entonces lo primero de todo y, para él, lo primero de todo era la ausencia. Obrar siempre en el sentido contrario a las agujas del reloj era rehacer de nuevo la oportunidad que tanto amaba. ¿No sería mejor sacar el pañuelo de la despedida y caminar tan lejos como para poder conocer el mar? ¿Por qué el amor estaba siempre ocupado por cualquier persona tan diferente a él? ¿Y por qué no ser marinero de su propia barca en lugar de ser pastor de cabras y ovejas ajenas? ¿Seguir encerrado en aquella serranía donde las retamas le pedían renunciar a lo imposible? No. Ya no necesitaba pensar en nada. Estaba orando y la soledad no se lo podia impedir. Solo. He aquí a un hombre realmente solo. A la luz de una lamparilla encendida sobre la mesa, la formada esencia de un ser solitario pasaba por sentirse, carne y huesos y huesos con corazón, un filósofo con palabras muy pequeñas pero siempre en torno a un verdadero encuentro con él mismo. Si alguna palabra ajena hubiese venido a romper su soledad posiblemente se le habría escapado toda posibilidad de volver a renacer. Estaba dispuesto a levantarse y seguir luchando. Se notaba segundo, minuto, hora, día, semana, mes, año, siglo... toda la eternidad en completa soledad sentado ya de nuevo en el sillón desvencijado que le atornillaba, una vez más, los parámetros de su presente. Pero no estaba dispuesto a dejar de soñar Cada vez que la formación de un sentimiento llega a su destino, las manos llenas de angustia se aferran a la única energía que no se deja nunca de discernir. Seguía viviendo. Seguia estando, un año más, allí junto a la lumbre como si hubiera logrado ser un hombre ya de verdad; algo más que un simple silencio al borde de aquella noche de tormenta; con la única sensación de ocupar su asiento pero pudiendo ser lo que él sabía que quería ser. No era malo tener sed. Pensaba que era momento de tener sed pero el cántaro de las ilusiones estaba tan lejos de las esperanzas... y razonó, en medio de aquel pensamiento existencial, que si todos los humanos se esponjaban de vida él debía darse la oportunidad de rodearse de personajes oportunos: Adelita, el Marqués de Cubas y él, Cruz Del Campo Cabrero, formando una trilogía de ases. ¿Cuál era el cuarto as que faltaba para que la vida fuera exacta en el interior de su propia personalidad? El cuarto as era el enigma de todo aquel misterio. Se puso a recordar al viejo cura Don Ramón, al maestro Buendía y al cartero Segismundo. Se sentía transportado de nuevo al mundo de Madrid. ¡Qué distinta era ahora su manera de pensar! Amanecer. ¡Cuánto deseaba saber si ya en el nuevo amanecer era posible que su corazón volviera a latir al compás de unos segundos que le iban separando de todo lo que habia sido su única desesperación! La diferencia, ahora, consistía en que no había ninguna diferencia real. Con toda su existencia podía sentirse de nuevo único, pleno y hombre de verdad. ¿Había alguna posibilidad de que algo pudiera ocurrir para cambiar todo su destino? Siguió meditando. ¿Los humanos somos siempre jóvenes? ¿O somos como una estampilla de correos cuyo matasellos nos destruye la fe, la alegría y el amor? Ante tanto misterio acumulado, el Tío Cruz se sabia ya distinto a cualquier otro hombre. Era esto lo único que estaba pidiendo a Dios. Desde aquella casa vieja y casi arruinada su propia esencia justificaba la verdad de su sueño. ¿Qué nuevo significado podría tener el amor en aquella forma del surgimiento de la verdad? ¿Qué nuevo significado podría tener el amor en aquella forma de ser un sentimental sentado para siempre junto a la chimenea para no claudicar definitivamente? Si la duda era el único camino con sentido humano, él buscaba la certeza de la divinidad de su propio ser. Las manos. Se quedó mirando sus manos. Un temblor sacudió todo su cuerpo. ¿Cómo aferrarse a aquellas ya tan gastadas palabras del interior de su personalidad? ¿Había perdido definitivamente la oportunidad de poder volver a tenerla un momento, tan solo un momento nada más, entre sus brazos? La voz de una mujer de la aldehuela se escuchó cada vez con mayor potencia: "¡Ha muerto el marqués! ¡¡Ha muerto el marqués!! ¡¡¡Ha muerto el marqués!!!". Sacó la cadena del interior de su camisa para mirar el reloj. Encontró la carta para Adelita en el bolsillo derecho de su zamarra. Se concentró en aquellas letras que sabía interpretar. Una sonrisa noble e inocente se reflejó en su rostro y entonces, por fin, se quedó dormido. FIN
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