Memoria de un atardecer (Relato)
Publicado en Jan 25, 2017
Parecía como arrancado del bosque. Sentado ante el retrato con palomas pensaba en aquel tren de los colegiales cuando el llanto en el jardín le servía, en la tarde con los pinares, a manera de idilio con el río mientras se ocupaba en recordar aquel amor desierto donde el reloj de sus amados sonetos le sumergían en eso de sentirse caminante por un día de amor. Un día. Solamente un día junto al silencio verde de la ligera sensación.
¡Qué cerca se encontraba del cereal estío vigilante! ¡Oh, el triunfo de la tierra que, al reposo de sus sueños, le encontraban meditabundo y mirando al duro azul, altísimo y desierto de nuebes, tras el dulce combate y fatigoso recordatorio del dolorido sentir! La pregunta era la misma de siempre: ¿Puedo seguir con el sueño abrazado al advenimiento de un nuevo amor? Y se respondía a sí mismo: Nace tu voz y se abren tus oídos pero sigo siendo este tu ser naciente que confía. En la cantera de imaginaciones que se divisaba desde la ventana, una especie de Venus parecía aquella torre en el llano y la espadaña sin campana era como una piedra de molino en tierra. ¿Una obra? ¿Una ruina? El campanil del Duomo le hacía rememorar a Heildelberg y, entonces, regresaba en el tiempo hasta volver a sentir sus ilusiones pasadas en Segovia, o en San Juan del Duero o, por qué no, tal vez en el patio de los Evangelistas en el Escorial. Y entonces vislumbraba aquella Soria lejana y el no menos lejano Burgo de Osma. Se ponía en marcha, en este momento de su ahora, el repaso de aquel "anteayer dormí en el prado" que era como había comenzado, alto de intensidad, con su canto secreto en el octubre otoñal, la carta en donde se figuraba que entraba al redil de la noche confinada. Y después continuó escribiendo: "Una noche he pensado en ti, Soledad". Entierro en campaña de falsas ilusiones; canciones de una de esas noches en que todos vivimos en un círculo de nieve y mi tiempo, el de cada uno de todos nosotros, está repartido entre este fragor breve y aquel ahora donde dentro de ti, tierra, vivimos cada uno de nosotros. Inmediatamente después se dedicó a escribir una elegía a la tierra. Sabía que se encontraba en el umbral de la madurez; pero todavía notaba aquella sensación de los primeros días de los idilios con ella, la madre de la hija reciente. Y escribió: "Ya eres el cuerpo, la cosa que encerrada en tu carne, ya vas olvidando la sangre de aquel jugar, jugar contigo, cosa mía. Y te vas abriendo a mí, van siendo tuyas mis palabras. Los dos llevamos esto que tiene dos asas para sentir nuestras convivencias". Fue entonces cuando pensó escribir una carta a mis amigos, los que también eran sus amigos, desde el cementerio de Nowgorod, cuando en primavera pudiera de nuevo viajar. Ansiaba el regreso para enfrentarse ante la madre de un camarada muerto y, las dos soledades unidas por un momento, saber compartir que hay un dolor, apenas con latido, ya solo en ese mi corazón de los dos. Se había cansado. Miró las piedras y subió su mirada hacia lo alto, a un pino de los días de la sierra. Siguió meditando: "Caigo sobre la tierra, calurosa en este hoyo del espino donde los indicios de este mi entresueño es la rima de los amigos muertos". Cancionero en ronda de copa tras copa. Supo que ella le había dicho algo muy importante y lo recordó: "Te quiero para mí solo, allá en la serranía y dirigiéndome a un almendro, estar contigo bajo el manto de lo nocturno". Sí. Quiero cantarte coplas, Soledad. Para llevarte a los palacios de la ciudad, Para llevarte a los paseos del mercadillo. Para llevarte a la hondonada de los barrios. Para dar contigo un paseo de la montaña a la ciudad. Un paseo en la tarde que me traiga la memoria para poder vivirte de nuevo. El poeta muerto le recordaba la poesía de Leopoldo Panero, le recordaba aquel momento que vivió a la llegada de José María Valverde, le recordaba la pintura de Pancho Cossío y la pintura de Antonio Tapies. Pero sobre todo, le recordaba aquellos dos mensajes que había enviado a través de telegramas sin saber si habían llegado a su destino: el mensaje a Carles Riba y el mensaje a Azorín, en su generación de las esperanzas abiertas. Fue cuando su primera dedicatoria, de fechas llenas, la hizo pensando en Alella, conocida en 1943, y en la Navidad de 1946. De La Maresma veía a los payeses bajar hasta las playas de la Costa Brava y a los pescadores desde el camino con un poco de arena en cada curva. De Barcelona no había conocido nada más que el cementerio y Las Ramblas. Allá por 1900 debía ser la fecha, más o menos exacta, en que descubrió, por primera vez, las pinturas de Casas, Nonell, Rusiñol, Picasso y los otros; aquellos otros que le invadían la sensacion de estar en El Borne como si fuera San Juan evangelizando a las palomas. Casi en prosa escribió aquel poema en donde afirmaba que por todos los caminos se va a Roma. Y, sin embargo, lo dudaba. Dudaba que aquello fuera cierto. De los cuadernos escritos en Madison sólo le quedaba hoy el silencio. Es blando el silencio para un pensador como él. Todavía es blando el silencio. Y volvió a renacer su pensamiento: "Hace cien años, en Europa, estuve en el interior de una fragorosa batalla. Heme aquí ya, profesor, en el otro lado de la Ámérica amarga". Otra ve el cementerio. Otra vez remememorando el viaje al Mississipi y el viaje a Washington. De los cuadernos de Austin recordaba a Puerto Rico y se dijo para sí mismo: "Me han recetado pasear; pero mientras paseo siento deseos infinitos de escribir una carta". Su visita a Octavio Paz y a otras aulas de lejanas facultades universitarias, le habían hecho perder el miedo a lo americano. Descubrió la hospitalidad de San Francisco, observó detenidamente a los hippies en Berkeley y hasta fue capaz de visitar El Gran Cañón del Colorado justo cuando se celebraba un fin de año. Después llegó la vuelta. El último regreso. Contó. ¡Uno! ¡Dos! ¡Alella! Y quedó dormido para siempre en la memoria de un atardecer.
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