Olvid las palabras (Novela) -Captulo 1-
Publicado en Apr 28, 2017
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En el aire enrarecido del lujoso salón había pesadez de humedad. Al fondo se encontraba un balcón con baranda de hierro. Con las ventanas cerradas era difícil y sofocante poder respirar. Max Emilington observó sus naipes. Tenía un par de ases y decidió no descartarse de ninguna de sus cartas. Se oyó su voz dura y aguda. 
 
- ¿Jugamos ya, Liore?
- Prefiero descartarme de cuatro.
 
Max Emilington sonrió ligeramente.
 
- En Nueva Orleans somos mucho más atrevidos.
- ¿Le molesta que me descarte? Está bien. No sufra usted por eso. Juguemos.
- ¿Qué te parecen mil dólares en efectivo y nada de cheques?
- ¿No se atreve a una apuesta de dos mil dólares?
- Veo que desconoces las verdaderas entrañas de este juego.
 
Diana de Still sólo observaba aquel dúo de fanfarrones. Había ido acompañando a Joseph Liore porque buscaba ambientes concretos para terminar su tesis. Emilington fue el primero que sacó sus dos mil dólares y los depositó sobre el tapete de la mesa.
 
- Si te parece demasiado para ser el primer juego podemos anular la baza y comenzar a repartir naipes de nuevo. No quiero que pienses que me aprovecho de los jóvenes incautos. 
 
Bebió un poco de su jarra de cerveza y miró descaradamente a la preciosa Diana. Liore parecía más bien desconcertado mientras observaba el enorme anillo de oro de la mano derecha de Emilington.
 
- Hay algo que debo aprender todavía. Me parece que es no hablar demasiado.
- ¿Quieres decir que anulamos la jugada?
- No. Quiero decir que hay mujeres que, aún siendo muy jóvenes, tienen su propia opinión muy bien formada. Pero me juego mis dos mil dólares solamente para recordar.
 
Aquello desconcertó ahora a Max Emilington.
 
- ¿Qué tiene que ver que pierdas dos mil dólares tan tontamente con el hecho de que las mujeres, aún siendo muy jóvenes, saben opinar?
 
Mientras Joseph Liore colocó cuidadosamente sus dos mil dólares sobre el tapete de la mesa, Emilington no dejaba de mirar descaradamente a Diana de Still.
 
- En Nueva Orleans tú tendrías mucho futuro.
- ¿Puede usted decirme de qué manera concreta?
- No te escandalices, por favor. No me estoy refiriendo a nada inmoral. Hablo de mi propio bufete de abogados.
- Lo pensaré si me da un poco de tiempo. Sólo tengo veintidós años de edad.
- Lo que me enfada es que una chica tan lista como tú se haga acompañar de un joven tan tonto.
 
Joseph Liore prefirió guardar silencio.
 
- ¿Lo dice usted por Liore?
- Lo digo por esa clase de perdedores que vienen de visita a Nueva Orleans creyendo que aquí sólo sabemos ser profesionales del jazz.
 
Eran ya las siete y media de la tarde y Diana de Still miró su reloj.
 
- Tendrá usted que desplumarle pronto porque se me está haciendo un poco tarde.
- Buen aviso, preciosa. ¿Vamos o no vamos, Joseph?
 
Ahora Liore rompió su silencio.
 
- Supongo que será mejor anular la partida y volver otro día que no sea 13 y viernes.
 
Una sonora carcajada de Max Emilington rompió la tranquilidad en medio del bochorno.
 
- ¡Jajajajaja! ¿De verdad eres supersticioso?
- Todavía tengo solamente veintinueve años de edad. Cuando llegue a los cuarenta me gustaría ser un hombre como usted.
- ¿Y cómo soy yo?
- Firme, seguro, poderoso y galante con las chavalas muy guapas.
- Pues no todas lo son en Nueva Orleans.
- ¿Lo dice por las negras?
- Digamos que lo digo y punto.
- Ya. Pero es que resulta que yo no deseo transitar por caminos peligrosos a tan alta velocidad como usted.
- Escucha, muchacho. Por esta ciudad nadie puede moverse como una tortuga. O eres un tigre o las mujeres no te desean.
 
Diana de Still miró hacia el balcón.
 
- Me pregunto si en la acera de enfrente puede haber alguien que esté deseando volver a nacer de nuevo.
 
Max Emilington se quedó sorprendido.
 
- ¿Alguien desea volver a nacer de nuevo viviendo en Nueva Orleans?
- ¿Le parece a usted tan extraño en una ciudad como ésta?
- Las mujeres aquí no desean sufrir ciertas complicaciones.
- ¿Complicaciones con la justicia?
- Más o menos. 
- ¿Y no protestan nunca?
 
Emilington no dejaba de mirarla descaradamente.
 
- Veo que, además de ser la jovencita que más me ha impresionado en toda mi vida, también eres muy inteligente. ¿Qué haces tú en un lugar como éste? Me gustaría saber el porqué.
- ¿Usted cree que porque soy muy inteligente o porque estoy muy buena?
- Anota esto en tu memoria. Aquí es mejor no armar demasiado ruido. El ruido ensordece demasiado.
- Lo tendré en cuenta para añadirlo a mi tesis.
- Eso quiere decir que ya estás a punto...
 
La caliente atmósfera daba al salón cierto aspecto de tropicalidad.
 
- Ya decía yo que eres demasiado sexy pero sigo sin comprender cómo te haces acompañar de alguien que pierde dos mil dólares sin ton ni son.
- Estoy de acuerdo con usted. Los tontos no tienen futuro, señor Emilington.
 
Joseph Liore estaba como dormido cuando Max Emilington elevó su tono de voz. 
 
- ¡Despierta, chaval! ¡Es mejor que recojas tus dos mil dólares y vayas aprendiendo que retirarse a tiempo siempre es una victoria! Es mejor que hacer el ridículo ante jovencitas como Diana de Still que es toda una gran alumna universitaria y lo está demostrando.
 
Joseph decidió ahora responder.
 
- Yo diría que ser tonto tiene sus propias ventajas.
- Sí. Las tiene. Por ejemplo para saber que otros se enriquecen sin tener que mover demasiado su trasero.
 
Joseph Liore volvió a mirar sus naipes mientras Diana de Still no perdió la oportunidad de hacer un chiste.
 
- Las tardes calurosas son malas para el cerebro de los novicios.
 
Max Emilington le siguió la broma.
 
- Por eso muchos terminan haciéndose franciscanos.
- ¿Tiene uste algo en contra de la religión?
- Yo fui uno de los que pensaba que en Jesucristo estaban todas las respuestas.
- ¿Y no le gustó la experiencia?
- Para conseguir ser el mejor abogado de toda la ciudad de Nueva Orleans es mejor sostenerse sobre algo firme.
- Y la religión le hizo dudar... 
- Sigues demostrando ser muy inteligente además de tener un físico que millones de mujeres desearían.
- ¿Y no es el deseo eso que se convierte, de repente, en un arma de doble filo?
 
A Max Emilington se le borró, por un momento, su continua sonrisa.
 
- ¿Una muchacha como tú puede ser así?
- No le he dicho que yo lo sea pero si usted lo prefiere...
 
Max Emilington se sintió enormemente atraído.
 
- ¡Interesante! ¡De verdad que eres una muñeca muy interesante!
- ¿Para jugar a los papás y las mamás como si fuéramos muy pequeñas e inocentes?
- El deseo hace que la vida tenga un interés compuesto: la vida real y la vida soñada. Quizás esa sea el arma de doble filo al que te estabas refiriendo.
 
Max Emilington sintió rabia de que aquel joven contrincante hubiese llamado la atención de Diana de Still que le miraba con mucha curiosidad. 
 
- ¡Caramba, Joseph! ¡Creía que te habías dormido del todo!
- Todo es demasiado tiempo para dormir.
- ¿Y si dejamos las filosofías de andar por casa y enseñamos ya nuestros juegos?
- Usted me decepciona, señor Emilington.
- ¿Puedo saber por qué, Diana?
- Porque el momento más intenso siempre hay que intentar alargarlo lo más posible.
- ¿Te refieres al póker?
- Supongo que sí. ¿Existe otro momento más intenso todavía?
- ¡Vaya! ¿No eres demasiado joven para pensar ya así?
- No se confunda, galante caballero. Tengo prisa pero no tanto.
- Está bien. ¿Todavía crees que el tonto puede vencer al listo?
- No creo que haya demasiada diferencia entre los dos. 
 
A Emilington le hizo gracia pero Liore estaba demasiado pensativo y no mostró ninguna reacción visible.
 
- ¿Cuánto llevas encima, Joseph?
- Tres mil dólares es todo lo que tengo.
 
Max Emilington depositó otros mil sobre el tapete de la mesa.
 
- Entonces apuesto tres mil dólares y te recomiendo que no lo aceptes. Yo me llevo los cinco que hay sobre el tapete y tú abandonas la partida sabiendo que todavía te quedan mil para poder sobrevivir.
- Deme diez segundos para pensarlo.
 
Max Emilington soltó otra ruidosa carcajada.
 
- ¡Jajajajaja! ¡Veo que no aprendes tan rápido como es necesario!
- ¿Si me juego mis últimos mil dolares cerramos las apuestas?
- ¿A qué especie de locos perteneces?
- ¿Acepta o no acepta mi petición?
- ¿Tú que opinas, Diana?
 
Diana de Still empezaba a estar cansada de llamar tanto la atención de Max Emilington.
 
- ¿Tiene usted siempre en cuenta la opinión de las mujeres?
- Digamos que casi siempre.
 
Mientras Max y Diana conversaban, Joseph Liore sacó elbolñigrafo de tinta azul y una libreta de su bolsillo, luego miró a su alrededor buscando alguna referencia que le sirviera para concentrarse en sus pensamientos y, observando una fotografía de mujer, escribió una frase.
 
- ¡No seas tan tonto, Joseph! ¡Solamente es mi secretaria!
- Aprecio su muy buen gusto, Emilington. Quizás sea por eso por lo que los demás no podemos triunfar con ellas.
- Eres demasiado sincero, Joseph. Y por eso no puedes triunfar en Nueva Orleans.
 
Intervino Diana de Still.
 
- ¿Es que no se puede ser sincero del todo para llegar a ser algo?
- En Nueva York puede que sí, pero Nueva Orleans es muy diferente a Nueva York. No todas las ciudades de esta nación son iguales. 
- Supongo que ahora este tonto de Liore se va a quedar desplumado por completo.
 
Parecía que Joseph Liore volvía a la realidad tras guardarse la libreta y el bolígrafo.
 
- Supones bien, preciosa. He apostado todo lo que tengo.
 
Max Emilington se sintió triunfador.
 
- Cuando despiertes será demasiado tarde.
- Muy buenos sus chistes, señor Emilington. Espero que no sea tan tarde como para haber perdido el tiempo.
- ¿Es que tienes que acudir a alguna cita muy especial?
 
Joseph Liore miró distraidamente a Diana de Still. 
 
- Un momento, caballeros. ¿No sería mejor que el ganador fuese el primero en mostrar sus cartas?
- ¿Crees que soy capaz de hacer trampas, muñeca?
- ¿Qué es para usted una muñeca? ¿Algo con lo que poder consolarse?
- Quise decir otra cosa pero me salió la más inoportuna de todas.
- ¿No va usted diciendo por ahí que hay que tener mucho cuidado con lo que se dice en esta ciudad de Nueva Orleans?
 
Max Emilington volvió a mirarla descaradamente.
 
- Creo que sólo los que tienen miedo son los que pierden.
- Interesante. Es muy interesante todo lo que usted me cuenta, señor Emilington.
- ¿Podríamos ya empezar a que me llames solamente Max?
- Es que no soy tan atrevida. Por lo menos mientras esté presente Joseph.
 
Aquello empezaba a complicarse demasiado.
 
- ¿Estabas dispuesto a cambiar cuatro naipes y te atreves a jugarte todo lo que tienes sabiendo que yo no me he pedido ningún descarte?
 
Joseph Liore prefirió no dar explicaciones sobre aquella extraña maniobra.
 
- Me parece que a usted le gusta demasiado la cerveza.
 
Se miraron los dos cara a cara. Las manos de Max Emilington eran de boxeador. Las manos de Joseph Liore eran de artista.
 
- Cuando alguien acepta un combate de larga duración es porque tiene demasiado poder en sus manos. ¿Puedo saber cuáles son tus motivos?
- No tengo más motivos que iluminar mi futuro.
 
Max Emilington empezaba a no comprender bien qué era lo que estaba sucediendo con Joseph Liore.
 
- ¿Sabiendo que vas a perder sigues empeñado en jugar? ¡No te entiendo, Joseph, cuando resulta que te estoy ofreciendo la oportunidad de que salves al menos mil dólares! ¡De verdad que no te entiendo!
- No se preocupe usted tanto por ese asunto. Mi tío Ben Arck Basin tampoco me entiende nada cuando intenta comprenderlo.
- ¿Ben? ¿Quién es tu tío Ben Arck Basin?
- Un paleto de los arrabales de Louisville.
- ¿Paleto y además loco?
- Exacto. Tal como Mohamed Alí ha demostrado serlo.
 
Max Emilington se sintió por primera vez incómodo y prefirió hacer una consulta a Diana de Still para pasar de soslayo un tema que no le interesaba para nada.
 
- ¿Qué es para ti un paleto, Diana?
- ¿Con boina o sin boina?
 
Emilington soltó otra sonora carcajada antes de volver a preguntar.
 
- ¡Jajajajaja! ¿Qué diferencia hay entre un paleto con boina y un paleto sin boina?
- Es muy sencillo. El paleto que usa boina es para que no se le escape la única idea que tiene dentro de su cerebro.
- ¡Jajajajaja! ¿Acierto si digo que te refieres a cómo poder ligar con mujeres como tú?
- Puede que acierte usted demasiado.
- ¿Y los paletos que no usan boina qué ideas tienen?
- Sólo dos: las mujeres como yo y las partidas de naipes.
- ¡Jajajajaja! Por lo menos se pueden consolar si le falla la primera.
 
Joseph Liore miró su reloj.
 
- No tengo prisa pero por más que le estoy pidiendo al reloj que detenga sus horas las agujas no me hacen ni caso.
 
A Diana de Still se le ocurrió tararear un estribillo.
 
- ¡Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer! ¡Ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez!
- ¡Preciosa voz, muñeca!
- ¿Pero es que las muñecas no son mudas?
 

Max Emilington empezó, por primera vez, a no entender nada y se sintió confuso.
 
- Me parece que Diana le ha hecho una buena pregunta, señor Emilington.
 
Emilington volvió a mostrarse sereno pero la procesión iba por dentro.
 
- Es cierto que las muñecas no hablan pero a veces existen excepciones que confirman la regla.
- ¿Por ejemplo la mujer del alcalde Facio?
 
Aquello fue como si le hubiese explotado una bomba en las manos al más famoso abogado de toda la ciudad de Nueva Orleans; pero supo responder bien.
 
- La muerte de Bonaventura Facio fue solamente un accidente.
- Supongo que sin que Carlos Marcello tuviese nada que ver.
 
Max bebió un largo trago de cerveza antes de contestar con aplomo.
 
- Todos los jueces emitieron su veredicto y todos coincidieron, de manera absoluta, que "El Pequeño Hombre" no tuvo nada que ver.
- Aclarada ya la cuestión creo que ha llegado el momento de que me enseñe su jugada.
 
Otra sonrisa de triunfo surgió en el rostro de Max Emilington y enseñó sus cartas.
 
- ¡Sólo tengo un par de ases y no pedí descarte alguno para que picaras en el anzuelo! ¡Como tú estabas dispuesto a descartarte cuatro naipes es que llevas, como mucho un as! ¡Te dije que no fueras tan tonto jugando contra un verdadero profesional!
- Un momento, señor abogado. ¿Podríamos recoger cada uno de los dos sus tres mil dólares y marcharnos como si no hubiese sucedido nada?
- ¡Lo siento! ¡Esa propuesta la rechazaste antes y ahora te tienes que joder!
- ¿No siente usted compasión de un pobre tonto como Joseph?
 
Max Emilington estaba como enloquecido saboreando su triunfo.
 
- ¡Tú hablas cuando yo te ordene que hables! ¡Con el tiempo trabajarás para mí y desde este mismo instante debes saber que el que manda soy yo!
- Ella hablará cuando usted se lo ordene si ella lo acepta con plena libertad; pero ahora hablan mis cartas.
 
Joseph Liore, con completa tanquilidad, mostró un trío de reyes más dos damas. Max Emilington enmudeció de repente antes de poder reaccionar.
 
- ¡Imposible! ¡Es imposible que quisieras hacer un descarte de cuatro cartas llevando esa jugada en el primer reparto de naipes!
- Me parece que en el póker, como en la vida, no hay nada imposible. Ya lo está usted viendo.
- ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has podido engañarme de una manera tan ilógica?
- Porque la lógica de quienes jugamos al póker es saber que el póker no tiene lógica.
 
Max Emilington quedó otra vez enmudecido.
 
- Como veo que no sabe mucho de lo que es una derrota espero que acepte que cada uno de nosotros dos recoja sus tres mil dólares y hagamos como que aquí no ha sucedido nada y que esta partida ha sido inexistente.
 
Max Emilington, el más célebre abogado de Nueva Orleans, cogió sus tres mil dólares y se los guardó rápidamente en su cartera.
 
- Me parece bastante lógico.
- ¿Y no le parece bastante lógico que también se apodere de mis tres mil aunque yo haya sido el vencedor?
 
Max Emilington sentía ganas de partirle la cara a aquel desconocido Liore que le estaba poniendo en vergüenza ante la preciosa Diana de Still. E intentó reaccionar.
 
- No es por avaricia ni por ser yo un usurero y lo voy a demostrar invitándote a una fiesta que se celebra el próximo domingo en mi rancho particular, pero siempre que ella acuda contigo.
- Algo no funciona bien en esa oferta.
- ¿Crees que estoy intentando limpiar mi conciencia?
 
Joseph Liore recogió tranquilamente sus tres mil dólares y se los guardó en el bolsillo.
 
- No van por ahí las balas, señor Emilington. Lo que quiero hacer que usted sepa es que Diana de Still siempre decide por sí misma lo que tiene que hacer o lo que no tiene que hacer. No tengo ninguna relación con ella salvo una pequeña y noble amistad. Así que si quiere invitarla a una fiesta privada pídaselo usted mismo ahora que ella está libre.
 
Aquello fue como si a Max Emilington se le abrieran las puertas del cielo.
 
- ¿No tendrás ningún inconveniente en acudir a mi fiesta, Diana? ¡Te prometo que van a acudir los hombres más poderosos de todo Nueva Orleans y tendrás mucho por elegir!
- Esto... señor Emilington... antes le dije que tengo veintidós años y no tengo prisa... pero está bien... ¿me da un margen de 24 horas para decidirlo?...
- ¡Acepto el margen! ¡Pero no olvides que te ofrezco la mejor oportunidad de tu vida para que dejes de ser una anónima acompañada de tontos que no tienen ninguna relación contigo!
- De momento, ese tonto me va a invitar a cenar gracias a que no ha perdido.
 
Diana de Still se puso de pie, le hizo un gesto a Joseph Liore para que la acompañara y los dos se dirigieron a la puerta de salida sin apenas despedirse del famoso abogado; salvo una frase que se le escapó a Joseph.
 
- No es usted tan buen jugador de póker como se comenta en toda la ciudad. Hasta un pardillo como yo es capaz de engañarle.
 
Y la pareja salió a la calle dirigiéndose hacia el humilde Wolkswagen, uno de aquellos conocidos como "escarabajos" en el argot popular, de Joseph Liore. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
 

 
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Foto del autor Jos Orero De Julin
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Novela.

Palabras Clave: Literatura Prosa Novela Narrativa.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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