Un pecado inconfesable (Relato)
Publicado en May 25, 2017
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Eran las ocho y media del prematuro anochecer en Molina de Segura cuando salí del Edificio Tívoli. Llevaba todo el día entero comiendo dieta de tomates frescos y lechugas más frescas todavía que los tomates. Eso y un poco de espinacas más verdes que las miradas del vecino del sexto a la chavala minifaldera que cruzó el semáforo de la calle Mayor como un relámpago y a punto de ser aplastada por el 21. Fue una visión celestial pero mi estómago seguía sufriendo el ataque de las verduras. Llevaba ya una semana entera en que, al pasar por la confitería "Los Murcianicos", me entraba la tentación que me podría llevar al abandono más completo de todos los que confiaban en mi resistente voluntad para no pecar más veces. Pero en este amanecer prematuro de las ocho y media del anochecer en Molina de Segura todo era diferente. 

Por esos milagros que, de vez en cuando, llegaban a mi vida, en el bolsillo derecho de mi pantalón se hallaban 2 euros y un remanente de 20 céntimos más. Una vez que la chavala minifaldera se perdió dentro de la panadería Carrasco, encendí mi sempiterno "Bull Brand" y comencé a caminar, con el cigarro en mi mano izquierda, en dirección a la tienda de mi amigo Luis con la sana intención de contarle que estaba venciendo a la tentación; que esta vez sí que iba a ser que sí y que siguiera confiando en mí porque iba a demostrar que seguiría resistiendo una semana más. Me encontré en plena calle Mayor con Luis, en la puerta de su tienda, y al contarle mi proeza me regaló un euro más. En el bolsillo derecho de mi pantalón vaquero de color azul, por aquello de que los milagros siempre tienen el color azul celeste, ya se encontraban 3 euros y un remanente de 20 céntimos más y mi mano derecha, mientras de la izquierda seguía saliendo la humareda del "Bull Brand" infaltable, sobaba las 3 monedas de euro y aquellos 20 céntimos que podrían ser mi salvación eterna o mi hundimiento total en el mundo de los pecadores. Cuando saludé al vendedor de loterías comencé a sudar. Era un sudor frío mientras la voz de Pepito Grillo, la voz de mi conciencia convertido yo ya en Pinocho trasnochador, me recriminaba los pensamientos. Juro que no estaba pensando en la chavala minifaldera sino en algo de mucha mayor trascendencia para la fama de mi firme voluntad. Quise ir hacia la calle de la Estación y acabar, de una vez por todas, con aquella ansiedad que clamaba a gritos mi cuerpo. Pero el lotero me animó a que siguiera adelante porque él también había apostado a mi favor. 

Así que a la altura de Menéndez Pelayo, para superar el suplicio que atormentaba mi mente, me concentré en la "Historia de las Ideas Estéticas en España". Pensar en mi cada vez mejor estética personal, que mejoraba semana tras semana, me servía de calmante vitaminado pero yo, cargado ya de tanta vitamina vegetal, no podía seguir resistiendo más. Mi mano derecha, sobando y sobando los tres euros con veinte céntimos, seguía gritándome ¡atrévete, atrévete, atrévete!, ¡sé valiente y atrévete!; pero no quería decepcionar ni a Luis, ni al vendedor de loterías ni a la guapa del piso octavo del Edificio Tívoli que también confiaba plenamente en mí. Veía, en mis imágenes mentales, a mi Princesa animándome a continuar resistiendo y cómo toda mi familia española y ecuatoriana me alentaban a seguir adelante. Me concentré en la Historia de Tívoli, en la belleza escultural de la reina Septimia Bathzabbai Zainib, en latín Julia Aurelia Zenobia, más conocida por sus envidiosas cortesanas como la simple Zenobia, y en la Medalla de Oro al Mérito Civil que me había prometido la alcaldesa Esther Clavero quien, a pesar de que ya le había confesado que yo ni era socialista ni estaba en mi mente ayudar jamás a los socialistas en ningún tipo de elecciones, me la había prometido si era capaz de superar la prueba. 

Mi sudor ya era super frío y sentía mi cuerpo desfallecer al pensar en los tomates, las lechugas y las acelgas verdes, pero escuchaba la letanía de las amonestaciones de los Padres Capuchinos de la Plaza Circular de la ciudad de Murcia puesto que hasta la cercana capital había llegado la noticia de que estaba a punto de cumplir una semana entera sin haber pecado. Media población de Molina de segura confiaba en mi fuerza de voluntad; pero la otra media no hacía más que vitorearme para que fuese capaz de romper aquella pesada cadena. Entre la libertad de acción y la esclavitud de mis obligaciones transitaba en una continua batalla entre el "Sí Puedo" y el "No Quiero". 

Al llegar a la San Francisco, recordé la historia del lobo manso al que maltrataban vilmente todos los corderos y reaccioné a tiempo cuando, sabiendo que el lobo había decidido ser lo que es un lobo y dejarse de historias masoquistas, se me acercaron con sus sonrisas de profidén los dos testigos de Jehová. Les grité harto ya de escuchar sermones y monsergas. ¡No os acerquéis ni un paso más, gentes de sectas, porque estoy hambriento! Los dos testigos de Jehová huyeron con el rabo entre las patas y me sentí momentáneamente feliz cuando descubrí que había vuelto a ser un lobo. Faltaba Caperucita Roja pero eso ya era demasiado tentador así que decidí dar media vuelta y dirigirme a la Estación, calle donde la tentación iba a aumentando en calidad y en cantidad. Me acerqué al escaparate de "Los Murcianicos" sin querer ya oír para nada las recomendaciones del lotero y los chistes de mi amigo Luis. Mi voluntad era enorme pero mis tripas me gritaban para hacer justicia social. Así que entré en la confitería, donde tanta consideración tenían hacia mi persona, por un total de tres veces seguidas pero en las tres ocasiones salí sin decir nada. Estaba convencido de que podía vencer. Pero esta vez a la cuarta fue la vencida.

Una vez comprobado el costo descubrí que la exactitud de los tres euros con veinte céntimos era intacta y entré ya decidido a acabar con aquel calvario. Pedí la tarta completa rellena de crema y chocolate y con licor de chantilly. Cuando saqué las tres monedas de euro y las dos de diez céntimos cada una, mis manos temblaban. Estaba a punto de llevar a cabo un sacrilegio y sabía que eso no me lo iba a perdonar jamás el cura de la Asunción. Pensé a la pobre Asun pasando frío en el mismo momento en que estaba dispuesto a llevar a cabo aquel terrible y horrible acto sin tener en cuenta el hambre de los demás. Pensé que yo solamente era un hombre de carne, huesos, sangre y corazón, pero ningún santo de piedra o, al menos, mis tripas seguían rugiendo para hacerme saber que era un humano y que de humanos es pecar de vez en cuando para poder seguir viviendo sin tanto tomate, sin tanta lechuga y sin tanta acelga de color verde que tanto les encantan a los vegetarianos que tienen la "sangre de horchata". Estuve a punto de decir que no, que no necesitaba nada más que aguantar 24 horas más solamente para haber vencido a los tentáculos de crema, chocolate y licor de chantilly; pero cuando intentaba renunciar a lo que mi cuerpo pedía no me salía voz alguna de tan desmallado como me hallaba y, al final, terminé con la tarta bien envuelta en papel de regalo. ¿Qué hacer? ¿Salir en busca de algún mendigo y regalársela con la hipócrita sonrisa de un santurrón? De repente me di cuenta de que yo no era San José y tiré hacia delante. 

Para no tener que recibir las amonestaciones del lotero y algún chiste cruel de mi amigo Luis, decidí irme por la Estación abajo hasta empalmar con el Paseo Rosales. Mis amigas las estanqueras de la Mayor, ajenas a todo aquel tormento interior que estaba yo sufriendo, habían acabado de cerrar el negocio. Y en la Asunción sonaron las nueve campanadas de mi suplicio. Las fui contando mentalmente: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve. Hasta un total de nueve veces, al llegar al Paseo Rosales, busqué a algún mendigo para ofrecerle aquel regalo inesperado pero, ante mi desesperación que ya llegaba al límite de lo impensable, descubrí que todos los paseantes y paseantas pasaban por mi lado sin dirigirme ni tan siquiera un "hola" de salvación. Me reconfortó saber que la que "estaba por mí" no me recriminaba nada en absoluto y que la de la sonrisa alegre me aplaudía con su mirada. Fue entonces cuando recobré el ánimo y decidí pecar a gusto.

Sin saludar a Ponce, que se quedó como clavado ante mi infeliz desgracia, entré al portal y tuve que soportar, en el ascensor, las miradas airadas de la musulmana. Menos mal que ella salió en el piso primero y, ya más tranquilizado, llegué hasta el noveno. Pensé que algunas beatas de la Asunción comenzaban, en aquellos momentos, con sus rezos de la novena. Pero yo era del noveno y no de la novena, así que volví a tranquilizarme; mas lo peor fue que la casa permanecía vacía. Todos se habían ido a dar un paseo hasta Las Torres de Cotillas dejándome la cruel nota: "Te hemos estado esperando hasta las nueve en punto pero como no has llegado nos hemos ido a Las Torres de Cotillas a tomar helados de fresa y nata". Pensé en las cotillas que irían, al día siguiente, a murmurarle a mi Princesa que me habían visto pasar y pasear con la enorme tarta entre mis brazos. Pero también era cierto que a mí nunca me habían deslumbrado las cotillas jamás en la vida; así que comencé a correr como un loco por el largo pasillo en penumbras. Era como huir de los fantasmas verdes que, en forma de alcachofas, parecían estar dibujados en las paredes. Llegué a mi habitación privada y dejando sobre el velador la causa del pecado me tumbé sobre la cama rogando a San Ambrosio que me diera valor para no cometer aquel horrible pecado. Pero me harté de San Ambrosio y pensé en la ambrosía, el dulce manjar de los dioses del Olimpo. Pensé en Shakespeare y sus dudas metafísicas. ¿Ser o no ser? ¿Caer o no caer? ¿Gozar o seguir sufriendo? Encendí el aparato de radio para escuchar algún sabio consejo en forma musical. Escuché el "Azúcar, azúcar" de los Archies; pero en un arranque de valentía final apagué el transistor y vencí al miedo.

De pronto, cuando ya las tinieblas me envolvían en la penumbra de mi habitación, tomé el envoltorio con papel de regalo, lo fui abriendo lentamente, muy lentamente, dispuesto a ver la tarta solamente para renunciar a ella; pero, sin embargo, nada más verla rellena de crema, chocolate y licor de chantilly, con el máximo cuidado de no desperdiciar ni una sola de sus migas, me metí en la cama y me sumí en la oscuridad mas absoluta oculto bajo la sábana y la manta. No veía nada, absolutamente nada, pero escuchaba el potente tictac acusador de mi corazón de león. ¿Era un lobo convertido ya en el rey de la selva? Sí. Me había convertido en "Corazón de León" derrotando a "Juan Sin Tierra". Así que, en medio de toda la oscuridad, tapado por completo con la sábana y la manta, comencé a morder con toda el ansia del mundo de los hambrientos. Como homenaje a todos ellos y a todas ellas, los que pasan hambre cualquier día del año, en menos de cinco minutos devoré toda la tarta completa y, saliendo a la superficie, me quedé profundamente dormido. 
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Foto del autor José Orero De Julián
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Descripción

Relato corto.

Palabras Clave: Literatura Prosa Relatos Narrativa.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (3)add comment
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José Orero De Julián

Gracias, Verónica. Saludos cordiales.
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May 30, 2017
 

José Orero De Julián

Otra vez gracias, Eunice.
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May 26, 2017
 

José Orero De Julián

Que a gusto me he quedado.
Responder
May 25, 2017
 

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